El cuarteto de Oxford: las mujeres que desafiaron al machismo en la academia y aterrizaron la filosofía
Cuatro pensadoras devolvieron hace 80 años a la filosofía su interés por la realidad entre fiestas clandestinas y cigarrillos, mientras procuraban burlar las tradicionales imposiciones a la mujer, como la obligatoriedad de dar clase con falda
Mencionar la Universidad de Oxford es invocar una atmósfera reverencial, casi temible, no tan ajena a la magia. Un oasis de quietud aparente que ha vivido debates filosóficos apasionados, un lugar eminentemente masculino donde a mediados del siglo XX un grupo de pensadoras disidentes pelearon lo suyo por rescatar a la filosofía del limbo analítico más ortodoxo para aterrizarla en la realidad.
Varios libros ahondan en la labor de Elizabeth Anscombe, Mary Midgley, Iris Murdoch y Philippa Foot. Son Una aventura terriblemente seria, de Nikhil Krishnan (Paidós, 2023); El cuarteto de Oxford, de Benjamin J. B. Lipscomb (Shackleton, 2023), y Metaphysical Animals. How Four Women Brought Philosophy Back to Life (Animales metafísicos. Cómo cuatro mujeres resucitaron la filosofía, sin edición en español), de Clare Mac Cumhaill y Rachael Wiseman (2022).
Anscombe, Midgley, Murdoch y Foot procedían de contextos diferentes, pero tienen trazos comunes: las cuatro nacieron entre 1919 y 1920, se formaron en Oxford cuando los estudiantes masculinos fueron llamados a filas por la II Guerra Mundial y, a su manera, todas se rebelaron contra el pensamiento analítico por su esquematismo a la hora de entender el mundo. La escuela de filosofía analítica de Oxford enseñaba que las verdades morales no existían y que todas las respuestas estaban en la ciencia. Pero ellas no se amoldaron al discurso dominante —algo nada fácil en un ambiente tan avasallador como el oxoniense— al comprender que la filosofía positivista, propia de esta escuela, confundía su teoría y sus herramientas de análisis con la realidad. Y la tenebrosa realidad era entonces la guerra, la bomba atómica y el Holocausto.
El redescubrimiento de la empatía
Alentadas por profesores como Eduard Fraenkel o Donald MacKinnon, las cuatro amigas devoraron libros, bailaron en fiestas clandestinas y, entre cigarrillos, vasos de whisky, tazas de té y galletas, debatieron sobre la ética, el mal o el amor. También reflexionaron sobre las primeras imágenes de los campos de exterminio nazis que llegaban a Inglaterra, un hecho que cambió su perspectiva filosófica para siempre. Ante aquella crueldad unívoca, radical, rescataron el concepto de una ética común y el redescubrimiento de la empatía, la generosidad, la confianza, la cooperación o la creatividad en las acciones humanas, según apuntan Wiseman y Mac Cumhaill en un intercambio de correos.
En el sistema analítico las afirmaciones de moralidad no se consideraban ni verdaderas ni falsas, sino expresiones subjetivas de quien las manifestaba. Pero para estas filósofas había acciones que no podían ser una mera opinión. “La moral tenía que ser objetiva, pensaban, o ¿cómo, si no, podríamos hablar con propiedad del Holocausto?”, reflexiona Lipscomb, autor de El cuarteto de Oxford, en conversación por correo electrónico. Según Lipscomb, el mayor legado del grupo fue impulsar una renovada escuela de pensamiento sobre la filosofía moral.
“La inquietud y el debate sobre la naturaleza de la bondad y la realidad humana seguirán ahí, tanto si se les considera parte de la filosofía como si no”, advirtió la irlandesa Iris Murdoch, fallecida en Oxfordshire en 1999. Profesora de Oxford por un tiempo, lectora de Platón, de Sartre y de Simone Weil, en su obra explora la fragilidad de “hacer el bien”, que define como algo que hay que aprender a base de decisiones morales y voluntad.
Durante la posguerra participó en algunos proyectos de Naciones Unidas de ayuda a desplazados en Austria y Bélgica, donde vio vidas rotas, sin futuro. Decidió entonces que una filosofía que valiera la pena debería afrontar eso: dar herramientas a personas con unos problemas sociales y emocionales concretos, personas que “van al cine, hacen el amor y luchan a favor o en contra de Hitler”, escribió.
Tenaz partidaria de la búsqueda del conocimiento a partir de la experiencia, en sus ensayos y novelas como El mar, el mar reflejó vidas plagadas de interrogantes, pensamientos y ficciones. Entendió que se estaba configurando una nueva sociedad entregada a la ciencia y la tecnología, y que esta iba a necesitar una brújula metafísica y moral. Le interesaba la noción de apego, y escribió que la esencia del arte y la moral es el amor, un gesto de aceptación de las personas como son, sin fantasías. Intelectual a la que todo y todo el mundo le interesaba, su escritura reflexiona sobre las decisiones éticas que debemos tomar en nuestros asuntos más cotidianos.
Lo que optamos por hacer (o no)
Murdoch fue amiga íntima y compañera de piso de Philippa Foot (compartieron algún novio). Esta última provenía de una familia rica que nunca vio con buenos ojos su pasión por la filosofía —”al menos no parece inteligente”, le dijo una conocida a su madre a modo de consuelo—. Pero esa fue su férrea elección. Ejerció primero en Oxford, donde llegó a ser vicedecana, y luego en varias universidades de EE UU, donde murió en 2010. Escribió sobre la ética del deber, y en libros como Las virtudes y los vicios reflexionó sobre la diferencia entre “hacer” y “permitir que suceda”. Foot es conocida por el dilema del tranvía: un tranvía sin frenos está a punto de arrollar a cinco personas y el conductor no va a tener tiempo de avisarlos, pero sí podría activar una palanca para desviarse hacia otra vía, donde hay una sola persona. ¿Qué debería hacer el conductor: no intervenir o cambiar el curso del tranvía? Fue una de las primeras exponentes de lo que se conoce como realismo moral, esto es, la idea de que puede haber verdaderas proposiciones morales y que los valores no pueden estar completamente separados de los hechos.
Foot se reunía a veces con su amiga Anscombe a conversar en el Club Socrático de la universidad, con su salón victoriano y sus paredes empapeladas. Acordaron que no iban a entrar en farragosas competiciones dialécticas ni a buscar un sistema filosófico que proporcionara una “plena explicación” a todo. Para Anscombe, la charlatanería “era el gran vicio intelectual, y reconocer que un problema es complejo, una gran virtud”, según subraya Lipscomb.
Como a Murdoch o a Foot, a Anscombe también le interesó el concepto de intención y de acción, reavivando el debate sobre la ética de la guerra. Probablemente ahora, ante lo que sucede en Ucrania, Yemen o Israel y Palestina, la filósofa británica reabriría el debate sobre su brutal impacto en la población civil. Hace días, Neta C. Crawford, también profesora en Oxford y experta en conflictos, alertaba de que las cifras de bajas en Gaza muestra que el ritmo de muertes durante la campaña de Israel tiene pocos precedentes en este siglo, infestado de guerras como las de Afganistán, Irak o Siria.
Truman, “asesino”
Alumna y albacea del filósofo Ludwig Wittgenstein —que empezó a preguntarse cómo aprendemos el lenguaje siendo maestro de escuela en un pueblo austríaco—, Anscombe consideraba que la filosofía analítica era producto de un ambiente conformista, pero ella no lo fue. En 1956 se enfrentó públicamente a Oxford por la decisión de nombrar honoris causa al expresidente estadounidense Harry Truman.
Para la autora de La filosofía moral moderna, Truman era un ‘asesino’ porque la población civil de Hiroshima y Nagasaki no estaba luchando contra los Aliados, y la decisión de arrojar la bomba fue un cálculo para conseguir una rendición incondicional. Entonces, “elegir matar a un inocente como medio para conseguir tus fines es siempre un asesinato”, escribió. Para Anscombe, si un acto así no era impedimento para recibir un homenaje, entonces la podredumbre filosófica era profunda: dejaba a un lado lo realmente justo y lo bueno para centrarse en los conceptos de ‘Justo’ o ‘Bueno’.
Anscombe era una máquina de pensar. Una alumna suya recuerda que tras una sesión con ella, “tenía el cerebro tan agotado que (..) me echaba a dormir un par de horas”. Madre de siete hijos, fallecida en 2001, no comulgaba con las imposiciones sociales. En Oxford las profesoras debían dar clase con falda, pero ella prefería llevar pantalones, así que se ponía una falda encima de estos en la puerta del aula, justo antes de empezar la lección.
A su manera, Mary Midgley también acabó decepcionada con Oxford por su estrechez de miras. Sus intereses fueron múltiples, y su enfoque, integrador. Estudió filosofía, biología, psicología, ética y política, y escribió sobre personas, pollos, pulpos y moluscos. Decidió marcharse de Oxford y criar a su familia en Newcastle porque en el campus de esa universidad, más pequeño y humilde, era más fácil sumar esfuerzos y desarrollar ideas.
Le interesaba la naturaleza multifacética del ser humano, y no inventar valores, sino de descubrirlos. Para ella, esa es la diferencia entre abstracción y comprensión. La más longeva del grupo —falleció en 2018—, Midgley, publicó su primer libro rondando los 60 años. Fue Bestia y hombre, y con él, ensanchó las pautas del pensamiento al profundizar sobre nuestra naturaleza animal. “Ahonda en la idea de que la racionalidad, el lenguaje y la cultura no se contraponen a la estructura emocional; son su complemento”, explica por videoconferencia Helen de Cruz, profesora de Filosofía de la Universidad de Saint Louis.
Contraria a los clasismos académicos, Midgley consideraba que la filosofía era una actividad diaria que deberíamos hacer todos. “Como los problemas de fontanería, según ella, solo nos percatamos de su importancia cuando algo va muy mal”, subraya De Cruz. Hace años, Midgley —”el azote más importante a la pretenciosidad científica”, según The Guardian— alertó repetidas veces sobre la crisis climática por la ceguera de la idea de progreso sin fin, pero fue ninguneada. “Ahora no lo va a ser tanto”, concluye De Cruz.
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