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Punto de observación
Columna
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La desesperación es un narcótico

Es difícil encontrar un momento más complejo y peligroso en la historia de la construcción europea

Ideas 27-03-22
Patricia Bolinches
Soledad Gallego-Díaz

En una sola semana se han reunido en Europa la cumbre “social” (Confederación Europea de Sindicatos y Confederación Europea de Empresas), una cumbre extraordinaria de todos los presidentes y primeros ministros de los 27 países miembros de la Unión, a quienes se unió el presidente norteamericano, Joe Biden, y donde habló el presidente de Ucrania, una cumbre también extraordinaria de la OTAN, y el G-7.

Difícil encontrar un momento tan complejo y peligroso en la historia de la construcción europea. Los seres humanos, decía Jean Monnet, creador del embrión de la Unión, sólo actúan en estado de necesidad y, por lo general, sólo reconocen la necesidad en una situación de crisis. Si eso es verdad, la formidable crisis actual debería llevar a Europa a actuar con rapidez, pero la realidad es que el mundo de 2022 no se parece mucho al de Monnet y que lo que ha cambiado radicalmente es la capacidad de sus dirigentes políticos para tomar decisiones, seguramente inferior a la que tuvieron aquellos otros líderes en aquel otro momento.

La construcción europea ha pasado en estos 65 años (el Tratado de Roma es de 1957) por momentos de fuertes parones y de grandes acelerones que introducían transformaciones radicales (el mercado único, la elección del Parlamento por sufragio universal, el euro), pero esas crisis nunca han tenido por escenario una amenaza exterior como la actual. La posibilidad de un enfrentamiento bélico con Rusia nunca entró en los supuestos europeos, mucho menos con la desaparición de la Unión Soviética, la aparición de nuevas naciones y, sobre todo, con la decidida, aunque turbulenta, entrada de Rusia en el mundo de las finanzas. Por fin, se pensó, volveremos a la idea básica de que no puede haber guerras entre países que dependen unos de otros económicamente y cuyos dirigentes están todos, más o menos, influidos por plutocracias que comen en París, cenan en Nueva York y se reúnen a desayunar con un ministro ruso. Las redes del dinero, su continuo viaje, casi sin control, alrededor del mundo, nos decían, tienen un lado bueno: abominaban de la guerra física entre sus socios.

Todo eso acaba de saltar por los aires de la mano de Vladímir Putin, un autócrata ruso, astuto y despiadado. Ahora lo importante es saber hasta dónde llega la autonomía política europea, no respecto a Estados Unidos, que sigue siendo un aliado imprescindible, sino respecto a esas redes que se resistirán con todas sus fuerzas a cualquier transformación que limite sus movimientos o introduzca claridad y control en sus decisiones. Monnet siempre pensó que Europa sólo se podría construir sobre bases económicas, pero con un objetivo: unos auténticos Estados unidos europeos, en los que la política ejerciera un control democrático sobre el dinero y las finanzas.

La iniciativa, en aquel momento, debía corresponder a Francia (amenazada por la reconstrucción industrial de Alemania), pero hoy Monnet atribuiría toda esa capacidad a Berlín. Sin un liderazgo alemán potente, que defienda el proyecto político europeo, será difícil que la crisis no termine por minar la unidad de los Veintisiete y el futuro de la Unión. Alemania, que bajo los 16 años de Gobierno de Angela Merkel protagonizó el alocado compromiso con el gas ruso, debe ahora asumir su responsabilidad.

Putin seguramente cuenta con la capacidad de sufrimiento de su pueblo para resistir un conflicto largo. Quizás no sea cierto, pero el poeta ruso Joseph Brodsky ya escribió en su día que no hay país en el mundo que domine como Rusia el arte de destrucción de sus ciudadanos. En cualquier caso, la disposición de los gobiernos europeos para mantenerse unidos en una crisis larga dependerá de su capacidad para que el sufrimiento de sus ciudadanos sea el mínimo posible. Es decir, de su habilidad para diseñar conjuntamente planes económicos que permitan hacer frente a la crisis con autonomía respecto a esas redes que han creado formidables paraísos fiscales. Si en algo está de acuerdo todo el mundo, de Varsovia a Roma, es que hará falta dinero. Una parte de ese capital está hoy día fuera del alcance de los impuestos nacionales y de los fondos de la Unión. No hay que dar por supuesto que las cosas seguirán igual. No hay que desesperar, porque, como decía Charles Chaplin, “la desesperación es un narcótico: arrulla la mente en la indiferencia”.

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