Qué fue del bar gay, el primer lugar seguro de la comunidad LGTBI
Fueron lugar seguro y punto de encuentro, pero los cambios sociales, la crisis, la pandemia y las nuevas formas de ligar han transformado los clásicos locales que conocieron otras generaciones
Hay en Very (1993), el disco que los Pet Shop Boys publicaron en 1993 y que se considera, por forma y letra, la salida oficial del armario del dúo, una canción muy evocadora sobre los bares gais. Se llama To speak is a sin y comienza así: “Hemos existido siempre / pero míranos ahora, juntos / pidiendo copas en la barra”. Corte a dos décadas más tarde, disco Elysium, álbum de madurez que pilla al grupo ya en sus 50 tardíos, y una canción llamada Invisible que dice: “Después de tantos años siendo el alma de la fiesta / es raro, pero me he vuelto invisible”. Merece la pena trazar una línea entre estos dos temas de un dúo que ha sido banda sonora oficial de los bares de ambiente de todo el mundo y su paralelismo con la crónica de esos propios lugares, desde el oscurantismo y la emoción nerviosa de las primeras veces a su actual cuestionamiento como algo obsoleto o tan aceptado que un bar gay ya es como cualquier otro. Tan visibles que se han vuelto invisibles. No es solo la llegada de las aplicaciones de ligoteo, ni la pandemia: es una nueva realidad en la que rígidas categorías como “gay” o “lesbiana” se han quedado antiguas en un mundo cada vez más diverso en lo afectivo, sexual e identitario y han hecho que los bares exclusivamente dedicados a unos o a otros parezcan, para algunos, cosa de otro tiempo.
Pero antes, claro, habría que hilar fino para decir qué era el bar de ambiente. Va más allá del local gayfriendly, en el que las muestras públicas de afecto entre dos hombres o dos mujeres ya no provocan miradas reprobatorias (pese a que sigue habiendo agresiones homófobas, España es el país con más aceptación en la diversidad de género y sexual, según una encuesta de la plataforma YouGov). Pero el bar de ambiente era otra cosa. Tenía algo de templo en su momento, era el lugar donde personas que se creían las únicas de su especie iban a encontrarse con otras como ellas, paraísos de la horizontalidad y la mezcla: los de 50 años charlando con los de 25, el empresario con el arrabalero, la lesbiana madura aconsejando a una joven que se cuestiona su sexualidad. Se iba a buscar sexo, sí, pero sobre todo se iba a hacer comunidad, a sentirse seguro. Tras una puerta cerrada o al final de las escaleras, en un sótano, muchos se sentían por fin libres.
La imagen del sótano es importante. “Cuando estudiaba en Barcelona en 1978 todos los bares gais estaban situados en un sótano, había alrededor de ellos cierta oscuridad. Te daba la impresión de que en cualquier momento te iban a dar una hostia. Todo era feo en ellos”. Habla Antonio Robles, que pasó de visitar los bares gais a tener dos de los más populares de Chueca y ser miembro de la junta directiva de AEGAL, la asociación española de empresarios LGTB. “Yo recuerdo, en mi juventud, tocar el timbre de los locales, ese protocolo emocionante de saber que al otro lado alguien te observaba por la mirilla por pura cuestión preventiva, por si era un gilipollas que venía a pegarnos. Puertas discretas, sin carteles en el exterior ni mucha alharaca. Viví ese oscurantismo”. Esto lo recuerda Juan Flahn, que pasaría después a ser promotor de una de las fiestas clave de Madrid en el siglo XXI, En Plan Travesti, y director de una de las grandes películas sobre Chueca, Chuecatown (2007). Uno de los principales logros de la lucha LGTB es, precisamente, haber subido del sótano y haber derribado esa puerta. Muy pocos años después los bares de ambiente ya se anunciaban con neones, banderas, travestis de dos metros repartiendo octavillas por las aceras aledañas y tiraban las paredes para gozar de grandes cristaleras al exterior. Antes de haber ganado derechos, se habían ganado las calles.
Había algo característico de esos bares. Cierto aroma (mezcla de desinfectante y colonia), ciertos rituales (Pet Shop Boys cantaban en la mencionada To speak is a sin: “Primero miras, después te fijas y, si te atreves, sonríes”) y unas canciones habituales, con letras de amor y superación y base disco. Y no es casual: si las minorías sexuales abrazaron la música disco fue porque, al contrario que otros géneros, el disco se podía bailar en soledad cuando bailar con otra persona de tu mismo sexo era ilegal en muchos lugares del mundo (en Disneylandia lo fue hasta 1985). A menudo había en estos bares también cierto ambiente de taberna, pues especialmente en ciudades medianas o pequeñas podía haber un bar de ambiente o dos y los rostros, las canciones y el devenir de la noche eran siempre los mismos, un patrón que era agradable repetir. Es, de hecho, en ciudades pequeñas y medianas donde la desaparición del bar de ambiente ha sido más notable. Y su desaparición vino acompañada del auge de una tecnología llamada a cambiarlo todo: el Grindr.
Hola, ¿qué buscas?
Para resumir: si hoy todo el mundo encuentra sexo rápido a través del móvil fue porque hace casi tres décadas un homosexual perdido en una esquina del mundo decidió buscarlo. Primero llegó Gaydar, en 1999, historia con final trágico que inventó el hecho de poner, junto a una foto, un completo perfil con gustos y preferencias románticas y sexuales. Diez años después, Grindr fue pionera en el sistema de ligoteo por geolocalización, indicando a sus usuarios qué otros hombres cercanos a su zona buscaban a otro hombre. Su popularidad fue instantánea, se replicó en otras aplicaciones para todo tipo de público y en 2011 Vanity Fair lo llamó, en un largo reportaje, “el bar gay más grande del mundo”. Con un bar así, ¿quién necesita tabernas?
Aquí la historia se bifurca entre las grandes capitales y las provincias. Preguntando a habituales de bares de ambiente en ciudades pequeñas o medianas, casi todos conceden que o han desaparecido o quedan muy pocos. “Aquí había varios en los noventa y primeros de los dosmiles, ahora quedan un par”, cuenta un chico desde San Sebastián. “Había uno que cerró hace años, ahora tenemos otro pero no es propiamente gay, sino de eso que llaman ambiente mixto”, cuenta otro desde Plasencia. “Aquí hubo una época de oro de dos o tres bares de transformismo, dos bares gais, tres pubs... y ahora queda un club bastante decadente que pone todo el rato a María Isabel”, cuenta otro desde Gijón. “Teníamos dos, hoy quedan cero”, relata un pontevedrés. “Los dos que tenía localizados en mi ciudad han cerrado”, cuenta otro desde Valladolid. “Aquí quedan un par de garitos con actuaciones de transformismo, pero los bares han desaparecido. Las viejas lesbianas nos aburguesamos al encontrar pareja y las jóvenes prefieren buscarla a través de las redes a estar en un tugurio escuchando a Gloria Trevi”, explica una mujer desde Oviedo. “Aquí quedan dos, uno con música de Eurovisión, otro con pachanga. Grindr, Scruff y demás se lo cargaron todo”, se lamenta un hombre desde Vigo.
“Ahora, con las aplicaciones de ligue y una mayor aceptación y visibilidad, diría que no queda un solo bar de lesbianas en Madrid”, cuenta al teléfono Mili Hernández, figura histórica de Chueca por ser una de las fundadoras de la librería Berkana en 1993. “Pero para empezar, nunca ha habido tantos bares para lesbianas como para gais. Los bares de lesbianas eran un punto de socialización para muchas de ellas, pero existía el problema de que muchas no se atrevían a ir solas. Nada que ver con Nueva York: cuando yo vivía allí a las tres de la tarde te ibas al Henrietta Hudson a tomar una cerveza y si ligabas bien, si no, pasabas el rato”.
En el caso de los bares gais y aplicaciones de sexo, Antonio Robles lanza un interesante giro de guion: que más que hundirlos, los han salvado. “Ya no necesitas ir a un bar para ligar, tienes aplicaciones para ello, así que vas a un bar o a una discoteca a divertirte. Lo cual no significa que no puedas ligar, pero ya no es lo principal. La mayor parte de los bares gais, por ejemplo, han desechado también los cuartos oscuros. La historia se ha normalizado”. “Cuando yo era joven todos los locales de mariconeo tenían cuarto oscuro”, confirma Juan Flahn. “Ahora hay uno en el Hot, por ejemplo, pero mi sensación es que apenas se usa. Hay una relajación en el asunto del sexo por el sexo que ha hecho que estos locales se conviertan en locales de encuentro más convencionales. Grindr te proporciona sexo inmediato, pero ninguna aplicación hará sombra a la socialización en el bar. Y yo creo que mucho antes de que Grindr existiera, la gente ya estaba abandonado los cuartos oscuros, de que hemos ido por delante: esa historia tan furtiva del aquí te pillo aquí te mato era más de los noventa. Y en la actualidad, en los bares normales gais, esa cultura ya no está. Sí en los pocos bares especializados en sexo que quedan, pero ahí Grindr no tiene nada que hacer: esos siempre han sido Grindr andantes”.
¿Ha ocurrido con los bares gais lo mismo que con los de lesbianas? Robles y Flahn son más optimistas. “El bar gay no ha muerto”, apunta Robles, “pero sí que se ha reconvertido. Para empezar, los dueños originales de casi todos ellos se han jubilado y ha habido un relevo generacional y también de estética. Ahora son... otra cosa”. Flahn tampoco cree que hayan desaparecido. Y ni siquiera evolucionado. “Los de osos son lo mismo, los de travestis son lo mismo... Los que sí han perdido terreno son los locales más puramente dedicados al sexo, que se llevaban tanto en los noventa. Creo que en Chueca ya no queda ninguno, no sé si permanece alguno en Lavapiés. Ya nadie busca lo prohibido en un bar”.
Y entonces llegó la pandemia
2020 fue un año desastroso para la hostelería, pero curiosamente en los locales LGTB aparecieron unas salvadoras que venían, en parte, del pasado. “No podía haber grandes aforos, la gente tenía que permanecer sentada y en pequeños grupos...”, recuerda Robles. “Así que de repente se nos encendió la bombilla. ¿Qué se hace en un bar sentado en pequeños grupos y sin poder bailar? ¡Ver espectáculos de transformismo!”. Dicho y hecho. Chueca empezó a ofrecer, durante 2020 y 2021, aún con las restricciones, espectáculos de travestis por la tarde y lograban llenar algunos de sus locales más emblemáticos, como Black & White o LL y otros nuevos como Quién la invitó, Delirio, Vuélvete Loca o Prima’s. “No dejaban de preguntarnos si conocíamos a artistas”, añade Robles. “¡Faltaba personal! De repente, todos buscaban a quien poner en el escenario”.
El auge, caída y regreso del transformismo es otra gran historia que merece, en todo caso, contarse aparte. “Eso sí lo he vivido”, explica Robles. “Creí que, en su día, con la muerte de Torremolinos o de Sitges como paraísos turísticos gais y la desaparición de algunos bares míticos en Madrid, Valencia o Barcelona, el transformismo había muerto. Eso no fue así: se convirtió en otra cosa, en el rollo drag, y llegó a estar muy de moda. En la Gran Vía estaba el Gula Gula, que se llenaba todos los fines de semana de gente de todo tipo que cenaba viendo un show. ¡Y de repente cae el fenómeno drag y vuelve el transformismo clásico a salvar la pandemia!”.
Pero hay un factor por encima de consideraciones sociológicas, históricas y de tendencias: la hostelería pura. Licencias, precios, crisis. Vicente Pizcueta, portavoz de la asociación Noche Madrid, lo explica de forma breve: “En Chueca ya no se pueden abrir más bares. No se dan licencias. Si acaso, traspasarlos”. La ZPAE son las siglas de Zona de Protección Acústica Especial. Desde 2018 esta iniciativa ha puesto colores a los barrios y calles de Madrid para conciliar la convivencia entre hostelería nocturna y vecinos. Si uno se enfrenta a ese mapa, verá tres enormes puntos rojos en el centro: Chueca, Malasaña y La Latina. Ni un solo local nuevo en esas zonas es posible. “A esto habrá que darle una pensada en un futuro”, medica Pizcueta. Por lo demás, tanto él como Robles ven positiva ese control de la noche: hay más vigilancia y seguridad, afirman. “Esto, en barrios LGTB, al tratarse de un colectivo más vulnerable, es muy positivo”, matiza Pizcueta. Y que se respeten los aforos, mantiene Robles, se traduce en comodidad para los clientes. Atrás han quedado los pubs en los que no cabía un alfiler. “Llámalo fiscalización, si quieres”, remata Robles. “Pero hemos ganado todos en seguridad”.
Lo perdido son algunos bares. “Yo echo de menos esos locales de antes”, musita Mili Hernández con nostalgia al final de la conversación telefónica. El dueño de un local de ambiente ya cerrado en Oviedo lo resume con el humor lacerante propio de un buen travesti de aquellos antiguos escenarios. “¿Nos echáis de menos? Pues la culpa fue vuestra por dejar de venir”.
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