Por qué la riqueza arquitectónica de los cines clásicos merece ser salvada
La irrupción de las plataformas audiovisuales ha supuesto una debacle para las salas de proyecciones. El cierre del Cinema Dome de Los Ángeles es un paso más en el declive de estos espacios históricos que parecen abocados a convertirse en franquicias textiles o centros comerciales
El Cinerama Dome de Los Ángeles abrió sus puertas en 1963 para albergar el estreno de El mundo está loco, loco, loco, loco de Stanley Kramer. Desde entonces había sido uno de los cines más particulares e icónicos de la capital mundial del cine, frecuentado por grandes estrellas y premières, caracterizado por su cúpula geodésica de 21 metros de altura (inspirada en los diseños de Buckminster Fuller) y su colorido letrero a la entrada, un complejo que con el tiempo adquirió un adorable aspecto retrofuturista. Ahora, seis décadas después el Cinerama Dome, propiedad de la empresa Pacific Theatres, cierra sus puertas (o mejor dicho, no las reabre) víctima de la crisis de los cines agravada por la pandemia de la covid-19. Es solo una de las 300 pantallas que la empresa no volverá a poner en marcha. Por el momento no se conoce qué pasará con el edificio pero se espera que no sea demolido.
Aunque suceda a 9.000 kilómetros de distancia de España, la historia resulta familiar. La irrupción de las plataformas audiovisuales y la crisis económica de 2008, que fomentaron un estilo de vida más casero (lo han llamado cocooning, de cocoon, capullo en inglés) supusieron una debacle para las salas de cine.
Prueba de ello es la desaparición de la mayor parte de los cines de la Gran Vía madrileña, una calle que se caracterizaba por esta actividad y ahora es sinónimo de comida rápida y ropa barata. En muchas ciudades medianas y pequeñas ya no hay cines, y si los hay son grandes complejos en centros comerciales de extrarradio. La pandemia, con sus reducciones de aforo y el miedo de los cinéfilos a contagiarse, ha supuesto el palo definitivo para muchas otras salas. El 96% de las salas podría tener problemas de solvencia, según confirmó en octubre la Federación de Entidades de Empresarios de Cine de España (FECE).
Los cines son edificios particulares. En sus primeras versiones, a finales del siglo XIX, fueron algo parecido a barracas de feria donde, como una atracción de tipo popular que buscaba asombrar a los asistentes, se proyectaban películas de corta duración, según relata Daniel Villalobos, arquitecto, profesor de la Universidad de Valladolid y coordinador del GIRAC (Grupo de Investigación Reconocido de Arquitectura y Cine). “Podían ser lugares amplios, hasta para 500 espectadores, con estética tardobarroca y un órgano Gavioli que sonaba entre las proyecciones”, explica el arquitecto. Este modelo se radia de Paris a toda Europa, hay constancia de su llegada en 1896 a ciudades como Madrid, Valladolid o Santander. El cine era una atracción populachera que todavía no tenía el prestigio cultural que luego adquirió como la séptima de las artes.
Pronto los cines pasarían a ser un edificio por propio derecho que se consolida en los centros de las ciudades. La estética que se impone entonces es la modernista, que solemos seguir asociando a las fachadas de los cines con más solera (en contraste con la imagen de los teatros que solía ser de carácter historicista). Es el caso del madrileño cine Doré (1912), obra de Críspulo Moro, hoy sede de la Filmoteca Nacional. En 1916 sucede un hito en la arquitectura de los cines, cuando Le Corbusier diseña en Suiza el cine La Scala con forma de caja y con un anfiteatro en visera, modelo de cine que fue replicado hasta la saciedad y que aún se utiliza. Los años treinta fueron los tiempos en los que las corrientes racionalistas con aires ‘art déco’ llegaron a los cines, como el Barceló (1930), ahora discoteca Pachá en Madrid, obra de Luis Gutiérrez Soto o el edificio Capitol (1933), que alberga un cine en la plaza de Callao (y sostiene el famoso anuncio de Schweppes), obra de Luis Martínez-Feduchi y Vicente Eced y Eced.
“En época de posguerra, con el crecimiento de las periferias urbanas, nacen los cines de barrio, que suelen replicar los estilos de los cines del centro, pero de manera más modesta”, explica Villalobos. En los cines se aprecia, además, un giro estético hacia el eclecticismo. Pronto empezaría la competencia contra los cines, primero en forma de televisión o de videoclubs, ahora en forma plataformas online. Los cines se fueron convirtiendo en minicines o multicines que fragmentaban la oferta y trataban de dar máximo rendimiento al espacio (Alphaville en Madrid, Buñuel en Zaragoza, Van Dyck en Valladolid), algunos se construyeron en patios interiores de edificios de viviendas, a los que se accedía por bajos caracterizados por vistosas marquesinas de neón, sin ser ya edificios icónicos. En los años ochenta comienza el declive definitivo que sigue hasta hoy. “La experiencia colectiva del cine no creo que pueda ser sustituida”, dice el arquitecto, “aplaudir, llorar, reír juntos, tratar de dar el primer beso en la oscuridad… eso no se puede vivir viendo una plataforma en casa”.
Los cines de los centros urbanos van desapareciendo con su riqueza arquitectónica convertidos en restaurantes, supermercados, discotecas franquicias textiles o salas de juego, y la oferta cinematográfica se refugia en los cines satélite ubicados en grandes naves que, eso sí, permiten la instalación de pantallas enormes y cómodos patios de butacas. Un ejemplo de los peligros que corren los cines es el reciente derribo del madrileño Real Cinema, obra de Teodoro Anasagasti, frente al Teatro Real, una sala con una larga historia desde que fue inaugurada por Alfonso XIII.
Su lugar lo ocupará un hotel de la cadena OD Hotels. ¿Qué hacer con los viejos cines? “Debería buscarse un uso público que mantuviese el espíritu, algo que implicase lo colectivo: teatro, conciertos, eventos, conferencias”, opina Villalobos. Ya en 2015 diferentes asociaciones vecinales y culturales de Madrid lanzaban el manifiesto Salvemos los cines, protestando por el cambio a uso comercial e inmobiliario de los cines de la ciudad. “No queremos que Madrid se quede sin cines y teatros. Pensamos que los cines son espacios culturales y de convivencia vecinal. No queremos una sociedad de individuos aislados enchufados a su pequeña pantalla”, escribieron, “denunciamos la piratería y la especulación inmobiliaria como principales causas de estos cierres”.
Hay quien ve en la desaparición de los cines hasta una cuestión político-social, por su implicación en el rampante individualismo contemporáneo: “La desaparición de las salas es útil al control social. La pérdida de la visión colectiva produce individuos más manipulables. Por eso creo que son importantes lugares de encuentro como cines y teatros”, declaró a este periódico Luca Bigazzi, el premiado director de fotografía del cineasta Paolo Sorrentino.
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