El rey de la alta decoración francesa, de Saint Laurent o Lagerfeld a Carolina de Mónaco: “Encuentro más placer en la acción que en la posesión. Compro algo casi todos los días”
Jacques Grange reina en el interiorismo de altos vuelos gracias a su gusto omnívoro y sólidamente antiburgués. Le entrevistamos en la feria de antigüedades PAD París
Jacques Grange camina ágil a sus 77 años. No es fácil sentarle en su coqueto sofá de capitoné fucsia años cuarenta: galeristas, periodistas y diseñadores que pasean por la feria de antigüedades PAD París interrumpen esta entrevista constantemente para saludar al rey de la alta decoración francesa. Grange fue el primero que se atrevió a maridar antigüedades Luis XV con obras pop y está detrás de todas las casas de Yves Saint Laurent, de los Lauder, de Carolina de Mónaco, de François Pinault Pinault, de Valentino o de Karl Lagerfeld. Hablamos con él de Yves, de Warhol, del Nueva York de los años setenta, de ricas armadoras griegas, de su piso parisiense en el Palais Royal donde vivió Colette, de subastas y, sobre todo, de antigüedades, su gran debilidad.
Yves Saint Laurent fue clave en su vida. “Dejé mis estudios de secundaria para estudiar en la École Bule y en Camondo porque me interesaba mucho la decoración, y le pedí a un amigo que me presentase a Henri Samuel [el histórico interiorista francés] para hacer una beca con él. Creo que era 1962. Todo llegó al mismo tiempo: las antigüedades, el diseño, la decoración… la creación, en definitiva. Solo tenía 24 años, pero tuve mucha suerte y pude convencer a gente con un talento artístico enorme, como Yves Saint Laurent, para quien creé tres casas y su maison de couture, para que me dejaran hacer. De él aprendí mucho, era el mejor colorista del mundo de la moda”, recuerda Grange, y advierte que no era él quien escogía las piezas, sino su socio y pareja, Pierre Bergé. “Él hacía una preselección para Yves, que finalmente decía sí o no. Yo aconsejaba, Pierre ejecutaba e Yves decidía en todo lo estético. Siempre fue así. En cuanto a la decoración, todo lo que quería, se hacía. Como cuando en el Château Gabriel, en Benerville-sur-Mer, construimos un lago. Cuando Yves se bañó lo encontró pequeño y, aunque Bergé gruñó y se resistió, lo acabamos cambiando”.
El interiorista afirma que Saint-Laurent no era difícil. Le daba un tema para los interiores, sin entrar en detalles, y le dejaba investigar sobre ello. “La primera vez que trabajé para él fue en su estudio, y me pidió que lo ambientara como una película de Antonioni. ¿Fácil, eh?”, dice con ironía. “Le pedí ayuda a su asistente, para que me explicara sus gustos, hice el trabajo, quedó contento y ya nunca me dejó. Decía ‘Llamemos a Jacques, le adoro’, c’est mignon! Le hice sus casas de costura de París, de Nueva York, Moscú, San Petersburgo, y con placer. Era muy divertido”. Cuando murió el diseñador, Bergé, todavía su socio pero ya expareja, se deshizo de la enorme colección que habían acumulado juntos. Grange, que había ayudado a componerla, acudió a aquella subasta histórica de Christie’s (en la que se recaudaron casi 400 millones de euros) “en busca de algo para mí y para clientes. Me compré un asiento, una mesita de noche, una placa… recuerdos suyos. Para unos clientes me hice con la sublime colección de espejos de Claude Lalanne, una mesa de Jean-Michel Frank…”.
Él mismo protagonizó una sonada venta monográfica, Jacques Grange Collectionneur, en Sotheby’s en 2017. El total recaudado ascendió a 28 millones de euros. En ella se deshizo de picassos, sugimotos, klees, magrittes y obras de la realeza del diseño como Jean-Michel Frank, Jean Royère o Eileen Gray. “Me divierte ver que mi mirada fue certera, que esas piezas se han revalorizado, y tener no solo una reputación como decorador –y dice esa palabra sin complejos, aunque otros la evitan por considerarla frívola–, sino también como coleccionista”. Afirma que lo que le mueve es la curiosidad. “Por eso soy tan ecléctico en mis compras. Mi preferido es el diseño del XX pero estoy abierto a la creación contemporánea. Amo también el XVIII francés, especialmente los muebles Luis XVI pintados o los de caoba de final de siglo: los neoclásicos, no los dorados”, especifica. Comenzó muy joven. “En los años setenta conocí a los Lalanne, pero no podía permitirme sus piezas, así que se las ofrecía a mis clientes”. Hasta que se compró el mueble bar Les Autruches: una fantasía kitsch de François-Xavier Lalanne, dos avestruces de metal y porcelana de Sèvres cuyos cuerpos esconden botellas y accesorios. Fue la pieza más cara, le costó algo más de 6 millones de euros. “No tengo apego por los objetos. Encuentro más placer en la acción que en la posesión. Compro algo casi todos los días”, dice.
Estas compras fueron posibles gracias a su triunfo como interiorista. “He tenido una carrera muy constante. Cuando ya había hecho muchas cosas en París me fui a Estados Unidos y triunfé. Tuve la suerte de que presentaran a Ronald Lauder [de la famosa casa cosmética], presidente del MoMA y un gran coleccionista de arte, quien me hizo varios encargos y me abrió la puerta de la alta sociedad neoyorquina. Hay que tener mano, pasión, trabajar mucho… y tener suerte, ¿no?”. La presentación la hizo Nathalie Valentine, la hija menor de Marie Laure de Noailles, de quien dice que fue la gran musa de su juventud. “Estaba cenando en Venecia con ella y acababa de comprar una partida fantástica de muebles de Jean-Michel Frank [el inventor del lujo despojado en los años veinte]. Le tomé el pelo diciéndole que ella nunca me pagaría lo que yo pedía, que solo alguien alguien como Ronald Lauder lo haría. Y ella me respondió muy seria: ‘Mañana desayuno con él, te lo presento’. Y, efectivamente, me lo presentó, vino a París, me compró los muebles y me invitó a ir a Estados Unidos a trabajar para él. Aunque ya conocía mi nombre: nos habíamos enfrentado por una mesa de despacho de Robert Mallet-Stevens diseñada para Villa Noailles, en Hyères, que se subastaba en Nueva York y yo la quería como recuerdo, así que pujé y pujé, había subido muchísimo hasta que mi contacto de la sala por teléfono me dijo: ‘Jacques, déjalo ya, tu oponente no va a parar.’ Era Lauder, que la compró y preguntó quién había sido el que se lo había hecho pagar tan caro”.
Grange detesta las consolas y las cómodas, y eso que admira la de Pierre Le Tan del stand del galerista Pierre Passebon, su pareja desde hace años, donde le retratamos y donde tiene lugar la entrevista. “Nunca las uso. Son demasiado burguesas”, dice con un susurro coqueto. En su panteón de dioses, el omnipresente Jean-Michel Frank. “Lo depuró todo, supuso un antes y un después. También amo la modernidad de Pierre Chareau y el Movimiento Moderno francés años treinta, Mallet-Stevens…”. De esta vigesimotercera edición del PAD se queda con el montaje de la galería Laffanour, lleno de piezas originales de Isamu Noguchi; con los muebles del fallecido ilustrador Pierre Le-Tan y con un asiento de Studio Mumbai en la rompedora galería Maniera.
La conversación continúa salpicada de nombres de la jet predigital, como Paloma Picasso (“mi mejor amiga”), Pauline Karpidas (“cuando se casó con el armador, el galerista Alexandre Iolas le dijo: ‘Tienes que vestir de Saint Laurent y decorar tu casa con Jacques”), Giovanni Volpi, Willy Rizzo, Sol LeWitt… “Todos los días me piden que escriba mis memorias”, suspira divertido. Y da por terminada la entrevista con impaciencia. “Allez, on fait la photo?”.
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