Dime lo que llevas a una cena de grupo y te diré cómo eres
Tortilla casera, empanada de súper o pastel congelado: estos son los perfiles de invitado que puedes encontrar en una comida donde cada uno aporta algo (si no identificas alguno, seguramente seas tú)
A alguien se le ocurre que podríais celebrar el día de cobro en la oficina con una comida en la que cada uno traiga un plato para compartir. Tu cuñado, que no sabe guisar y anda canino de pasta, propone la misma idea para celebrar los 47 de tu hermana con una cena en su casa. Tu madre arroja el mantel y se planta: este año tendréis que llevar cada uno algo para la enésima merienda de celebración del cumpleaños de algún nieto.
Las comidas y cenas colectivas con aportaciones propias, en las que todos los comensales se ven obligados a ser también anfitriones parciales, salpican nuestros calendarios. Sin embargo, estas reuniones -que podrían ser una de nuestras mejores tradiciones contemporáneas-, también son un retrato de quiénes somos, donde asoman la generosidad y la miseria a partes iguales. “¿Quién ha sido el jeta que ha traído esa tarta de gominolas secas que corona la mesa?”. Porque, efectivamente, siempre hay alguno (y si no lo localizas, es posible que seas tú).
Veamos pues qué virtudes y vilezas podemos extraer de una mesa llena de viandas variadas que adapta el bufé hostelero, popularizado en Francia en el siglo XVIII como un convite informal. Sin tanto ringorrango, podríamos de la clásica merendola española del siglo pasado, o un desayuno si se convoca a media mañana (convertido mágicamente en “vermut” si hay alcohol de por medio, o su versión “torera” si se alarga más de lo conveniente). Así se desarrolla cualquiera de estos banquetes colectivos, cuya jerarquía psicológica y culinaria de aportaciones desgranamos a continuación.
La tortilla de patata
Empezamos con la reina de la fiesta, indispensable como los cimientos de un edificio, y también principal medidor del tipo de gente que vamos a encontrar en el sarao. Si nadie lleva una tortilla, probablemente el grupo esté compuesto por personas heterogéneas y desconocidas entre sí. Una cena a ciegas, huérfana; pero si existe algún tipo de amistad previa dentro de esa red de relaciones improvisadas por la mesa común, alguien se atreverá a aportar una. Digo “se atreverá” porque plantarse en una fiesta con una tortilla casera es el mayor acto de generosidad y, a la par, de audacia, pues ningún plato sometemos a un juicio tan severo y parcial como el que resume nuestra gastronomía nacional. La tortilla es un sentimiento, una añoranza, una bifurcación de nuestro sistema límbico que a cada uno nos crece de forma distinta, según la abuela, la madre, el padre o el bar donde desayunas.
El invitado que opta por llevar una tortilla, o bien es el mejor de la reunión o es un absoluto insensato (ambas buenas razones para amarle, aunque lo acabemos de conocer). Quien acude con una tortilla en brazos se toma, primero, la molestia de cocinarla. Después, se somete a la opinión de propios y ajenos, que siempre, siempre, van a encontrar un “pero” respecto a sus preferencias sobre el punto de cocción del huevo y la patata, la pertinencia de la cebolla y hasta la temperatura.
Además, el o la tortillista se arriesga a cruzarse con una segunda tortilla de patata casera, traída por un segundo comensal igualmente desprendido, pero que de inmediato establece una competición silenciosa y demoledora cual péndulo de Edgar Allan Poe. “Está mejor la más doradita”, se escuchará entre murmullos. “Esa de ahí está un poco tiesa”. O simplemente, una de las dos tortillas, perfectamente cortada en damero, desaparecerá en cuestión de minutos, dado a dado, dejando a la intemperie el veredicto general.
Primer mandamiento; alabad siempre al autor o autoras de la tortilla casera, porque encarnan nuestro mejor yo: el que asume la responsabilidad principal, el que encara la cena como si fuera el único hospedador, el que sacrifica su tiempo y su reputación con tal de que no falte en la mesa lo único de lo que no podemos prescindir en cualquiera de nuestras fiestas alimentarias. Este tipo de gente, espléndida y altruista, es la que sostiene la democracia.
Puede suceder, no obstante, que la tortilla o tortillas no sean caseras, sino compradas. Ora en un bar especializado en nuestro pincho nacional (“que las borda”), ora en un supermercado (“que casi no se nota que la has comprado, ¿verdad?”). O que la haya realizado la madre del invitado. Si la llevan de supermercado, y siguiendo con el símil literario relativo a Poe, podéis poneros de acuerdo entre el resto de invitados y emparedar a la persona en cuestión. Nunca lo tendréis tan fácil, podéis perpetrar el muro con su propia aportación a la cena (cuidado con dejarse al gato dentro, no queremos que los encuentren y sigan haciendo de las suyas).
Empanada
Cambiemos “tortilla” por “empanada”, otro de los platos habituales en estos eventos: casi nadie se curra una empanada para una cena colectiva, porque requiere pericia y experiencia (quien lo hace, pertenece al grupo de las tartas, que veremos más adelante). Lo normal es encontrar una empanada de panadería/repostería muy rica, o de supermercado; bastante menos apetecible.
En el primer caso, el responsable, probablemente consciente de su incapacidad para la cocina, ha optado por desembolsar un dinero en beneficio del grupo. En el segundo, ha hecho lo mismo pero sin rascar el monedero, no sabemos si por cicatería o por carestía. Ambos merecen nuestro respeto, pues la empanada también nos retrotrae al campo, a la familia, al espíritu comunal. Si llevas una empanada es que atesoras algún recuerdo asociado a ella de cuando la gente, por defecto, nos caía simpática. Aunque la de supermercado, dura como un adoquín y con un relleno escaso e incierto, acabe la reunión casi intacta, porque además de mala, forma un emplasto en la boca que amenaza con obstrucción y asfixia.
Patés y sus variaciones
Esa voluntad de agradar, salvando las limitaciones propias, se expresa también en el invitado que lleva unos patés en los que ya se ha especializado: queso azul con pasas, mejillones de lata triturados con queso crema, o quizá otra receta sacada de esta casa. Este aficionado a los untables, al que inevitablemente alguien le pide siempre la receta -”muy sencilla, lo mezclas todo y lo bates”-, se sitúa con modestia en el último escalón del grupo que efectivamente cocina: es consciente de que su elaboración no es sofisticada, pero ha certificado en decenas de ocasiones similares que funciona. Podríamos decir que no se complica la vida, pero en realidad sí lo hace, ya que siempre aporta dos o tres variedades, que sirven de refugio para llenar el buche con regañás o tostadas cuando el resto de platos de la mesa son de calidad ínfima. Todo grupo humano necesita un o una “patetista”, alguien que asegure que vas a poder comer algo.
Una variante de este personaje modesto es el “volovanero”, quien, armado con un pelín de ambición, ha dispuesto su paté, o quizá una farsa de ensaladilla, dentro de un hojaldre -en el mejor de los casos-, o de un recipiente de esos precocinados que, como la empanada industrial, también son imposibles de disolver con la saliva humana. Este afrancesado merece igualmente nuestro aplauso, independientemente del resultado, de si aquello es delicia o emplasto, porque se ha tomado la molestia de prepararnos algo. Este, queridas amigas y amigos, es el criterio principal para reconocernos en la cena: aquellos que han dedicado tiempo y/o dinero, sea en una ensalada de pasta, una bandeja de embutidos y quesos, o unas latas de conservas sabrosas, frente a los que han resuelto el brete sin apenas empeño o voluntad.
El que llega por mensajero
Esa bandeja de sushi mustio, o de gyozas expuestas en la mesa sin haberles quitado siquiera la bolsa de Glovo. O unos saladitos embalsamados, unas croquetas congeladas o unas alitas de pollo tan pequeñas que no pueden provenir de ningún ave conocida. Esos baos con una presunta costilla de cerdo que entrega el repartidor sobre la marcha, porque el invitado se había olvidado de la comida. ¿Qué hacemos con esta peña, que a priori demuestra un desprecio por el ágape colectivo, y que incluso, en ocasiones, se las da de cosmopolita con su elección de quinta gama? Pues quererlos también. Ese vago escurridizo es el mismo que te asoma en tus abandonos, en los días de pereza, en tus ataques de misantropía, en tu cansancio del teletrabajo, las redes sociales y la supuesta idiocia social.
Siempre hay un jeta porque todos somos a veces unos jetas; asúmelo. No eres mejor, no eres distinto, no eres especial; y menos, en una mesa compartida: hoy le ha tocado a él exhibir su desgana, pero quizá en la siguiente fiesta seas tú quien se olvide del encargo, o no tenga ganas de cuidar tu aportación al mantel. Así que ríete para tus adentros si quieres, con el mismo amargor y cariño mezclados que te dedicas a ti mismo cuando encargas la hamburguesa con doble de bacon, y prueba con cuidado el sushi. Igual está bueno, vete tú a saber. ¿Acaso no te sabe deliciosa la pringosa pizza barbacoa que te tragas los domingos de resaca? La democracia, compañeras y compañeros, exige encontrarnos afuera y adentro.
El cocinero de corazón (y el que no)
El extremo opuesto al convidado egoísta es el cocinero experto: el que siempre sorprende con una elaboración destacable. Este grupo engloba a diversas raleas, empezando por el cocinillas soberbio pero discreto, que coloca con discreción un formidable escabeche de caballa, una bandeja con canelones caseros, unos sandwiches de pastrami con pepinillos, mayonesa de anchoas y mostaza de estragón. Platos que no anuncian con su apariencia la delicadeza interior, hasta que atizas el primer mordisco y flipas, preguntando de inmediato en voz alta quién ha preparado semejante ambrosía. Este tipo de cocineros de espíritu anónimo debería encabezar las listas electorales a todo tipo de parlamentos.
También, lógicamente, aparecerá algún exhibicionista. El típico chapas que remata su preparación en público con el sifón, o arrojando el aliño con ceremonia, detallando todos los ingredientes y pasos que ha requerido el manjar que estáis a punto de catar. Bien, también paciencia aquí. Como todos, este o esta narcisista sabe de sobra que el triunfador de la comida acabará posteado en Instagram, mientras que el perdedor —el autor del inevitable comistrajo que solo de verlo asusta—, será pasto de múltiples grupos de Whatsapp distintos al creado para la reunión en curso. El exhibicionista, obviamente, quiere ganar, ha venido a ganar; piensa que se trata de ganar. Seamos indulgentes con su dependencia del halago virtual, de su adicción al escrutinio del like, pues también todos arrastramos algo de esta egolatría contemporánea: simplemente, no cuelgues la foto y ya está.
La repostería
Es probable, además, que ese pódium digital lo gane la tarta, porque en las mejores cenas compartidas siempre aparece una gran tarta. Esa amiga o ese amigo que domina la repostería y que asume en cada invitación un reto: una red velvet, una tarta Guinness, o su infalible tarta de zanahoria (a veces en versión vegana, para que todo el mundo pueda disfrutarla, porque el corazón pastelero es, ante todo, grande).
Si no perteneces a este tipo de especialistas, asistir con un postre como contribución supone un riesgo mucho mayor que hacerlo con una tortilla: el tartista asume igualmente la responsabilidad de poner el lazo dulce al encuentro, y por tal razón merece nuestra genuflexión. Aunque se le escape cierta vanidad, comprensible y perdonable, porque la tarta está riquísima, hasta el punto de que andas contando los pedazos para ver si puedes repetir sin que nadie se dé cuenta.
El espíritu de grupo
Que se sepa, nadie cocinó en la Última Cena: el menú fue frugal, la conversación, tensa, pero los convidados salieron sintiéndose parte de algo, de un algo superior a ellos mismos. El vino ayudó a dicha sensación, como ayudan la bebidas que normalmente aporta el anfitrión (junto a las patatas fritas y las aceitunas). La virtud de cualquier mesa, con sillas o sin ellas, es acercar gente.
Si además cada cual ofrece lo que buenamente puede, en función de sus habilidades, fondos, ánimo y carácter, la comida o la cena se convierte en banquete. No por la calidad, sino porque eleva la simple reunión a la categoría de celebración. Esa es la virtud inefable de la comida, el mejor camino que podemos tomar para restablecer todos los vínculos sociales que hemos perdido desde la pandemia. Lo cual no quita, por supuesto, que quien ha traído la tarta de gominolas chungas nos deba una explicación de qué es esa mierda (y por qué ha pensado que nos la íbamos a comer).
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