De lo que no hablamos en 2024 cuando hablamos de gastronomía
El tema del precio de los alquileres nos ha estallado en las narices, pero no hemos hablado de cómo es hacer la cena en una cocina de cinco metros cuadrados en un piso compartido con tres personas
Que el año nuevo arranque en plena noche oscura del alma del mundo, con las bestias hibernando al resguardo de sus cuevas y la tierra en un estado de muerte aparente bajo la escarcha, no tiene ningún sentido. El inicio del año natural es la primavera, con su despertar de nuevo a la vida, su rebrotar, su florecer, y el arranque de los ciclos agrícolas. Pero los humanos somos así, caprichosos y contradictorios, y celebramos cuando el calendario dice que estamos en el día uno del mes uno, aunque nos agarre a contrapelo. Aunque siente como despertar de sopetón en un cuarto a oscuras después de una siesta mal echada con el cuerpo vuelto del revés como un calcetín, un pegote de baba seca en la mejilla y una mala hostia formidable. Somos criaturas curiosas.
Y toca hacer balance. En mi caso, eso significa ponerse cara a cara con lo escrito este año y prestar atención a los silencios; a lo no dicho. Wittgenstein, uno de los filósofos más importantes de la historia, afirmaba que “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Esto es, cómo hablamos del mundo acaba dibujando el mundo del que hablamos. El lenguaje crea la realidad y, más allá de hablar de lo que vemos, cómo hablamos determina lo que vemos y cómo lo vemos. Lo que no decimos no existe.
Este año el tema del precio de los alquileres nos ha estallado en las narices, pero no hemos hablado de cómo es hacer la comida o la cena en una cocina de cinco metros cuadrados en un piso compartido con otras tres personas, ni de lo que es sentir un escalofrío en el espinazo al pensar en la factura de la luz al hacer el gesto de encender el horno.
Hemos pregonado el consumo de proximidad, pero no hemos solucionado el asunto de comprar productos del campo cercano cuando no se pueden guardar en condiciones; cuando te corresponden una balda en la alacena, un estante en la nevera y la mitad de uno de los cajones del congelador.
Pienso en el medio cordero comprado directamente al pastor, en el queso artesano que viene en piezas de 700 gramos, en la cesta rebosante de productos de la huerta de la cooperativa con esa col inmensa, o en el pan de hogaza de kilo que se guarda cortado y congelado para poder ir sacando rebanada a rebanada y no tener que estar comprando baguettes industriales a diario ni pan de molde de blandura perenne en el supermercado.
Articulistas y columnistas compartimos trucos y astucias de todo tipo para sacar partido hasta de la última monda de patata. Cantamos las bondades de la cocina de aprovechamiento para que las familias tomen consciencia y actúen contra el despilfarro alimentario. Mientras tanto, la destrucción de plátanos en Canarias llega este año a los 13 millones de kilos, las naranjas se quedan en el árbol porque el coste de recolectarlas es mayor que el precio de venta y la fruta que nos llevamos a la boca viaja 2.500 kilómetros de media antes de aterrizar en la tienda. Pienso en esto y también en las tabletas de turrón para perros, con sabor a yogur griego y arándanos, que vi encima del mostrador en la última visita con mi perra al veterinario. Somos criaturas curiosas, decía. Profundamente contradictorias. Y nos organizamos fatal.
Hace pocos días supimos que el gobierno prepara un decreto que obligará a ofrecer frutas y verduras a diario, prohibirá las bebidas azucaradas en los comedores escolares y fomentará los alimentos de proximidad. Ese verbo “fomentar” se queda corto. El gobierno no debe fomentar: el gobierno debe instaurar la obligatoriedad del uso de productos de proximidad en todos los colegios, institutos, hospitales, residencias y centros que reciban dinero público, sean del tipo que sean: por la salud de los comensales, por la del sector primario del país, y por coherencia. Podemos celebrar el nacimiento del año con nocturnidad, abrigo grueso y desencajados de los ritmos naturales de la tierra en la que vivimos, pero con los temas serios hay que ponerse serio.
El fondo del que bebo, en cualquier caso, siempre es el mismo: vivo en la certeza de que siempre será más bueno, más bonito y más barato saber cocinar que no saber. Que, en ese piso compartido, hacer una sola olla o cazuela comunitaria será más sabroso, significativo, eficiente, ecológico y económico que comprar precocinados cada uno por su cuenta. Pero ningún tema relevante puede ser abordado desde un punto de vista único, simplista ni estático. Y cuantos más participen en el debate, mejor. Hacen falta más voces y más valientes que se atrevan a ir más lejos de lo habitual, a ensanchar los márgenes de la conversación, a compartir mucho más que recetas y trucos, a hablar de lo que no se habla.
En palabras de T. S. Eliot en Little Gidding, el cuarto y último poema de sus Cuatro Cuartetos “for last year’s words belong to last year’s language, and next year’s words await another voice”, las palabras del año pasado son del año pasado, y las palabras del año que viene esperan otra voz.
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