Salir de la cueva
Para una niña de clase obrera nacida en los ochenta, Semana Santa significaba irse al pueblo a subirse a los árboles, a cazar cangrejos de río, a pescar lucios, a mear en cuclillas en un mar de espigas y amapolas, a mascar polvo y a degustar la mona de Pascua con los padrinos
Tenemos Semana Santa a la vuelta de la esquina y esto, para buena parte del mundo asalariado, significa “¡vacaciones!”. En esta época, junto con las golondrinas, vuelven también a nuestro paisaje las recetas y fórmulas de roscas, monas de Pascua, tonyas, panquemados, torrijas y dulces de todo tipo, venidos de los recetarios regionales tradicionales, que el gremio de la comunicación gastronómica saca a ventilar durante un par de semanas y guarda en el cajón de “recurrentes” a final de mes, hasta el año siguiente.
Para una niña de clase obrera nacida en los ochenta, Semana Santa significaba irse al pueblo a subirse a los árboles, a cazar cangrejos de río, a pescar lucios, a mear en cuclillas en un mar de espigas y amapolas, a mascar polvo y a degustar la mona de Pascua con los padrinos. Lo recuerdo perfectamente. Nos levantábamos el sábado muy temprano y con los ojos legañosos cargábamos hasta los topes el maletero del viejo Peugeot 305, un modelo rarísimo y difícil de encontrar en España que mi padre había comprado de segunda mano al suegro de Pirri, el mítico centrocampista del Real Madrid, por 125.000 pesetas, y tras cinco horas de viaje penoso sin aire acondicionado ni dirección asistida llegábamos a Tragó.
Tragó no era ni siquiera un pueblo vivo, sino las ruinas de una veintena de casas que un día habían sido pueblo hasta que fueron cubiertas de agua y abandonadas en los sesenta, cuando se construyó la presa del embalse de Santa Ana. Allá íbamos a comernos la mona con los clanes familiares de los colegas de la mili de mi padre, que hacían las funciones de padrinos, en un paisaje de secarral postapocalíptico desarrollista en la frontera entre Huesca y Cataluña; allí plantábamos la tienda de campaña y pasábamos las noches cantando, persiguiendo conejos y asando choricitos al calor del fuego, con el fru-frú del roce de los chándales de tactel de fondo. Y la gastronomía de Semana Santa es eso, más que cualquier otra cosa.
Me explico. ¿Se han fijado en cómo en esta época del año el recetario se llena de huevos? Roscas, pan de ovos y trenzas gallegas son elaboraciones tradicionales de Semana Santa hechas a base de buen brioche enriquecido con huevos, cosa que es, en parte, lo que diferencia estas roscas del roscón de Reyes; la crema de San José, llamada crema catalana fuera de Cataluña, cuenta con un extra de huevos y yemas para honrar la ocasión; la mona de Pascua, torta típica del lunes de Pascua, no es tal si no es coronada por huevos, de chocolate en su versión moderna, huevos cocidos en su versión tradicional. Antes de ser rebozadas en azúcar y caramelizadas con sopletes por ayudantes de pastelería adelantados en restaurantes estupendos, las torrijas en España habían sido siempre bañadas en huevo y fritas en aceite.
Hoy en día, en el mercado hay huevos en abundancia todo el año. Pueden subir más o menos de precio, pero nunca desaparecen, y nunca dejan de estar al alcance de todos los bolsillos. Es por esto, precisamente, que decimos que algo “está a huevo” cuando es fácil de conseguir. Años ha, en cambio, a estas alturas llevábamos un par de meses con escasez de huevos. No era hasta la llegada de la primavera que las gallinas, recuperadas del trasiego de la muda, que les fuerza a optimizar energía y reducir la puesta para centrarse en renovar el plumaje, y agradecidas por las temperaturas confortables pasada la dureza del invierno, arremetían la puesta de nuevo con brío y llenaban las despensas rurales de proteínas y calorías envasadas en cómodas cápsulas monodosis calcáreas.
El huevo no es el protagonista de las festividades de Semana Santa por su carácter simbólico. Allí donde no los hay, de hecho, la repostería de Semana Santa, si es que se celebra, es diferente. Primero son los huevos, después, a su alrededor, florecen la simbología y la gastronomía, entrelazadas, sincronizadas, en simbiosis cocreadora y codependiente. La tradición cristiana dicta que sea el padrino quien regale la mona de Pascua al ahijado el domingo de Pascua después de misa, y puntualiza que esta sea degustada en comunidad, juntando diferentes clanes familiares y amigos, en el campo, en una excursión al aire libre.
El origen etimológico de la palabra “mona” lo encontramos en la palabra latina munda, el plural de mundum, unas paneras llenas de dulces y huevos decorados que los romanos ofrecían a la diosa Ceres en el mes de abril. Esta teoría enlaza de forma fluida nuestra mona con los rituales de fertilidad precristianos: en la mitología romana, Ceres es la máxima responsable de la agricultura, las cosechas y la fecundidad. Retrocediendo un poco más en el tiempo hasta antes de la domesticación de las gallinas, podemos encontrar el origen de la tradición de comer huevos en primavera en la última Edad de Hielo, cuando tras el duro y largo invierno las aves migratorias volvían del sur con las temperaturas suaves y empezaban la puesta de huevos, de los que nos alimentábamos los humanos, débiles y hambrientos, con los alijos vacíos de provisiones, al salir de las cuevas, hasta recuperar el vigor y poder cazar de nuevo.
Salir del refugio, de la cueva; ir al encuentro del huevo, de la naturaleza y de la comunidad; reunirse con los amigos; reconquistar el espacio público, los parques, las plazas; ¡irse al pueblo! Celebrar la calidez, la fecundidad y la exuberancia que promete la primavera, son ingredientes tan importantes en la mona o en la rosca de Pascua como las cantidades precisas de harina, azúcar y leche que hay que emplear para elaborarlas. La gastronomía es nuestra vía de interlocución más directa con la naturaleza. Conocer no tanto el recetario en particular si no el porqué de su forma concreta es acercarnos un poco más a saber quiénes somos, de dónde venimos, cuál es nuestro lugar en el mundo y, por qué no, a entender por qué es absolutamente necesario que tengamos vacaciones justo ahora. Hay que salir al campo. Hay que observar a los pájaros. Hay que cuidar de amistades y gallinas. Hay que compartir.
¡Pasen unas vacaciones estupendas!
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.