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A GUSTO
Columna
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¿Por qué no ha habido una buena temporada de setas en veinte años?

Antonio hace años que observa meticulosamente los mapas que hay encima del crucigrama y del sudoku. Anota mentalmente los días de lluvia, las cantidades de agua, las temperaturas y las jornadas de viento de cada pueblo a cien kilómetros a la redonda

Setas - GASTRO
FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty
Maria Nicolau

Siscu es de esa clase de buscadores de setas que creen que volver del bosque con menos de veinte kilos es volver con las manos vacías. Pasa de largo de las angulas de monte, los camagrocs o las senderuelas. Llenar el cesto con ellas da dolor de espalda y agacharse sólo por un puñado es cosa de niños, mujeres o domingueros. Si no es para cargar el maletero hasta los topes, no sale de casa.

Cuando va a por setas, cosa que, según él, no pasa nunca —”Nah. Este año, nada”, “la ventolera del otro día lo secó todo”, “¿el campo? Un páramo yermo”— se levanta a las cuatro, en plena noche, baja al garaje, se monta en el viejo Land Rover sin ITV y lo baja por la rampa con las luces apagadas, dejándolo caer en punto muerto hasta la calle, para no hacer ruido. No prende las cortas hasta rebasar la curva que hay pasado el pino grande, cuando el coche queda fuera del ángulo de visión de la ventana de Antonio, su vecino. Allí toma el camino de carro que bordea el pueblo por las afueras, entre los campos, hasta ir a desembocar a la carretera principal por la punta del municipio que queda más alejada de su casa. Entonces pisará el pedal del gas a fondo y desaparecerá en el horizonte, dejando una nube negra de aceite quemado tras de sí.

El caso es que Antonio, un ser más listo que el hambre en un disfraz de hombre ausente, ya se conoce los trucos de gato viejo de su vecino. En el bar del pueblo, su extraña afición a las páginas de pasatiempos de la prensa comarcal es motivo de sorna para sus contertulianos, que lo interpretan como un síntoma simpático de senectud. En el pueblo no hay estación de tren, ni de autobús, ni obras que supervisar. La señora de Antonio es todo un carácter, dicen, y con algo tiene que entretenerse el pobre hombre fuera de casa, visto que ni lee, ni caza, ni bebe, ni juega a las cartas. Pero Antonio hace años que observa meticulosamente los mapas que hay encima del crucigrama y del sudoku. Anota mentalmente los días de lluvia, las cantidades de agua, las temperaturas y las jornadas de viento de cada pueblo a cien kilómetros a la redonda y, fiel al mantra de “ande yo caliente, ríase la gente”, cuando en algún punto se alinean las señales y se dan las condiciones propicias, ese día se levanta de la mesa y se despide con el escueto “hasta mañana” de costumbre, pero al llegar a casa avisa a la parienta: “Hoy dormiré en la autocaravana”.

El despertador suena a las tres y media. Se levanta con la misma ropa con la que se acostó, saca la vieja Citroën C-15 del porche, la conduce con las luces apagadas unos metros y para el motor a la vuelta de la esquina del número 26 de la calle mayor, a dos portales de donde vive Siscu. Se agazapa en el asiento.

El Land Rover no tarda en aparecer. Cuando lo ve esfumarse tras el pino grande de la curva, él arranca la Citroën en dirección contraria, atraviesa raudo y veloz el pueblo por el centro, para el motor del coche en un arcén en la rotonda de la urbanización en penumbra, y al ver pasar a Siscu, fugaz como un cometa por la carretera principal, se marcha tras él.

Cinco horas más tarde, a las nueve y cinco, como cada día, Siscu entrará en el bar del pueblo recién duchado, bien aseado y peinado. Sin rastro de ramitas en la gorra, ni de la descarga de adrenalina del cazador-recolector primitivo en los ojos. No dirá “buenos días”, dirá “qué hay”, como siempre. Pedirá un cortado y se sentará, como cada mañana del mundo, en la mesa de los habituales a discutir los temas de actualidad. Tiene cuarenta kilos de setas en el garaje y una opinión muy firme sobre el porqué de los resultados de las elecciones en Estados Unidos, la celebración en Azerbaiyán de la Cumbre del Clima y la evolución de la cotización de los bitcoins de las últimas dos semanas.

Veinte minutos después, como cada día, aparecerá Antonio, que como todo el mundo sabe es de tomarse las cosas con calma y levantarse tarde. Lleva la misma ropa de ayer. Ya habrá reñido con la mujer. “¿Qué, las setas? ¿Salen o no salen?” dirá, como quien no quiere la cosa. Tiene cuarenta kilos de níscalos en la autocaravana.

“Naaada. Este año, un desastre”.

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Sobre la firma

Maria Nicolau
Es cocinera de oficio y por vocación. Durante más de veinticinco años ha trabajado en restaurantes de España y Francia. Autora del libro ‘Cocina o Barbarie’, prologado por Joan Roca en catalán y Dabiz Muñoz en castellano. Actualmente vive en Vilanova de Sau, Osona, donde ha conducido el restaurante de cocina catalana El Ferrer de Tall.
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