El bar, la última trinchera de la España vacía
“No se puede concebir un pueblo sin su bar”. Los vecinos de los lugares con riesgo de despoblación buscan alternativas para que no desaparezcan sus templos sociales, en peligro de extinción desde que estas localidades empezaron a vaciarse. Son un arma poderosa contra la soledad
Niebla, lluvia, frío y soledad. Esa es la imagen de Calabazas de Fuentidueña (Segovia) desde el campanario de su iglesia en una mañana de domingo de enero. Por una de sus calles, la única que tiene tránsito a mediodía, uno de los 16 vecinos camina hacia el bar, en el centro del pueblo. Allí se encuentra una decena escasa de personas. Heraclio Calvo (69 años), originario de esta localidad segoviana y ahora jubilado tras pasar más de media vida trabajando fuera, utiliza el tirador de cerveza como un experto. Dice que siempre lo ha hecho. El bar de su pueblo, autogestionado por los propios vecinos, es uno de los que resisten al despoblamiento de las zonas rurales.
Los bares son la cuna del rito del terraceo, de la caña a media tarde —y, a veces, a media mañana—, de las charlas interminables frente a la barra… Pero en los pueblos en riesgo de despoblación, esos templos sociales están en peligro de extinción. De los 8.131 municipios, 1.435 (el 17,7%) carecen de bar, según los datos aportados por la Confederación Empresarial de Hostelería de España (CEHE) e incluidos en el informe La dimensión social de la hostelería. En total, 142.781 personas viven en un municipio sin este establecimiento, y la comunidad más afectada es Castilla y León, con 70.441, casi la mitad del total.
La desaparición progresiva de estos espacios es otro problema más para la ya castigada España vacía. En la primavera de 2023, Teruel Existe presentó una propuesta de ley en el Congreso para dotar de ayudas económicas, financieras y administrativas a estos bares. Meses más tarde los medios de comunicación se hicieron eco de las ofertas públicas en las que se brindaban viviendas en alquiler por un precio simbólico —en algunos casos llegó a ser de 10 euros— a cambio de llevar el negocio del bar municipal, pagando el inquilino en torno al 30% o 40% de los gastos de calefacción y luz. Otro de los requisitos era ser una pareja o una familia con niños para poder repoblar el pueblo. Dos de estos ejemplos fueron Hontanar (Toledo), con 145 habitantes, e Irueste (Guadalajara), en la comarca de la Alcarria, con 68. Ambos colgaron el cartel de abierto este enero, meses después de la oferta, tras recibir miles de solicitudes.
En Calabazas de Fuentidueña, Heraclio Calvo tira cañas en una mañana de domingo de mediados de enero. El local se autogestiona desde hace casi 40 años. Cuando Patricio Minguela, el anterior dueño del local, decidió cerrar el negocio a finales de los ochenta, un grupo de jóvenes, entre los que se encontraba Calvo, decidió agruparse para conservar su espacio de reunión. Consiguieron la cesión de la antigua fragua y empezaron a equipar el bar. La asociación, llamada Todo es Ponerse, adquirió las mesas y sillas de madera que cubren la planta baja del local. Poco después llegó el barril de cerveza, los taburetes de la barra, el televisor… Y hace unos años, una cocina industrial de un familiar que trabajaba en hostelería se instaló en el piso superior. La organización se encarga de llamar a los proveedores para los aperitivos, las bebidas —principalmente cervezas—, que pagan gracias a las cuotas de socios de la agrupación —15 euros para los adultos, 9 para los menores—. En total, entre familiares, los propios vecinos y visitantes de otros pueblos, hay más de 400 socios.
El éxodo de Calabazas de Fuentidueña se remonta a la década de los años sesenta y setenta, cuando los más jóvenes dejaron sus hogares. “Nuestras familias querían que nos fuésemos a estudiar fuera a buscarnos un futuro en las ciudades”, cuenta Heraclio Calvo. Se fue del pueblo poco después de haber cumplido los 11 años, terminó sus estudios y se puso a trabajar. Fue jardinero en Torrejón de Ardoz, hasta que, cuando se jubiló, decidió volver al pueblo y se convirtió en uno de los 16 habitantes de la localidad segoviana.
Ahora responde tras la barra del bar de Calabazas de Fuentidueña. “Aquí todos hacemos de todo. Servimos cervezas, cocinamos, preparamos la cuenta… Y todo es de todos”. Explica el sistema de autogestión: “Uno viene, se sirve y deja el dinero en la caja”.
En Madrid, a 160 kilómetros del pueblo segoviano, Eliseo Vega, administrativo en la capital y presidente de la asociación, muestra los presupuestos de 2023. Los ingresos del local fueron de casi 15.000 euros. “No se puede concebir un pueblo sin su bar. Y aunque esto no sea un negocio, es nuestro hogar”, dice. No vive a diario en Calabazas de Fuentidueña, pero, al igual que muchos otros, suele acercarse los fines de semana. “Para la gente que no conoce nuestra historia es una novedad. Pero vete a pasar el invierno a un pueblo con 16 personas, con nieve, y tan solitario. Es muy duro”.
El sistema de autogestión del bar de Calabazas de Fuentidueña se repite en La Nuez de Abajo, una pedanía a 15 minutos en coche desde Burgos. Allí, Luterio Cantero (Burgos, 69 años) camina por las calles del pueblo. Desde hace 20 años vive en esta localidad de 28 habitantes. Es la persona que cada día abre el bar, cedido de forma gratuita por el Ayuntamiento, a las dos de la tarde.
El trasiego de gente comienza poco después de su llegada: tres jubilados, una mujer que se asoma para pedir una cerveza, dos trabajadores procedentes de Santibáñez-Zarzaguda —un pueblo cercano que hace poco más de un año se quedó sin bar— y varios jóvenes.
Es miércoles, y día de timba. Sobre la mesa hay dos tortillas hechas con patatas de la huerta de los vecinos y un chorizo preparado por Marta Serna (La Nuez de Abajo, 35 años). Pero Cantero, tras la barra, es sincero: “Hay días que estoy yo solo, y solo me quedo”. Allí los vecinos pagan 10 euros por asociarse —5, los menores de edad—. Pero el sistema es distinto. Utilizan vales de 10 euros para pagar. Por ejemplo, si van a consumir una cerveza, tachan la casilla de un euro, que es lo que cuesta el botellín. Y así hasta que se tachan todas las casillas.
La autogestión no es el único método para que el bar de un pueblo sobreviva. En La Hoya (Salamanca), Ana Isabel Sánchez (Madrid, 50 años) dispone de un local alquilado por el Ayuntamiento para desarrollar su propio negocio. “Por un precio módico, simbólico”, dice. Allí sirve bebidas, cafés, tapas y, de vez en cuando, comidas. Los 31 habitantes del pueblo acuden a diario al establecimiento. Hace años, los trabajadores de las pistas de esquí de La Covatilla y los visitantes también se pasaban por aquí, pero ahora apenas hay una veintena de montículos de nieve en la subida a la montaña a mediados de enero. “Me da lo justo para vivir”, afirma Sánchez. En 1995 cambió su vida en Madrid, donde trabajaba en hostelería, para abrir su propio bar en La Hoya, el pueblo donde pasó su infancia y parte de su adolescencia. Estuvo al frente de él intermitentemente —por el nacimiento de sus dos hijos— hasta 2006, cuando ya se asentó definitivamente en el local.
Una de sus clientas habituales, Victoria Sánchez —con la que no tiene ningún parentesco—, acude cada día a tomarse una manzanilla, un café o un vino al bar. Sentada en una de las tres sillas rojas de la terraza, junto a los pequeños restos de la pasada nevada, que dejó incomunicado al pueblo durante unas horas, relata su vida. Se fue con 8 años, y con 67 volvió. Ahora, con 82, pasea por las calles de la localidad salmantina.
—¿Qué significa para usted el bar?
—Es el corazón del pueblo.
A casi 90 kilómetros de allí, en Salmoral (Salamanca), hay otro ejemplo de alquiler municipal. Hasta principios del verano pasado había dos bares en el pueblo. Uno privado y el otro del Ayuntamiento. El primero cerró por los problemas de salud de sus dueños poco antes de las fiestas veraniegas, y el segundo pasaba de inquilino a inquilino de julio a septiembre, cuando el pueblo, de 80 habitantes, multiplica su población hasta las cerca de 2.000 personas. “Salmoral no puede quedarse sin ningún bar cuando acoge a tanta gente”, explica el alcalde, Carlos Hernández. David Hernando (Palaciosrubios, Salamanca, 40 años) y Eusebia González (Peñaranda de Bracamonte, Salamanca, 41) firmaron el contrato de alquiler en julio. Y en septiembre renovaron por un año.
Los expertos coinciden: el primer síntoma de despoblamiento aparece cuando el símbolo de su pasado, la escuela, desaparece. Así empezaron Calabazas de Fuentidueña, La Nuez de Abajo, La Hoya y Salmoral. Pero el bar, su presente, resiste. A estos establecimientos acude gente joven, como Rocío Ibeas (Burgos, 23 años), que viaja a La Nuez de Abajo, donde nació su abuela, cuando su trabajo en Madrid lo permite, y más mayores, como Alfonso Serna (65), alcalde de la localidad burgalesa. En el resto de los lugares, la edad media ronda los 60.
En las paredes de los locales cuelgan carteles con precios parecidos. Un euro el botellín de cerveza, a veces 50 céntimos más, aperitivos, refrescos, zumos… Y, para las grandes ocasiones, como los domingos, los vecinos compran comida —o sirven lo que cazan— y después hacen cuentas en las hojas corroídas por el tiempo de viejos cuadernos publicitarios.
Las conversaciones son similares a las de los encuentros en las grandes ciudades. La familia, la política, el último partido de fútbol… Pero en estos pueblos se une un elemento más: cómo va la huerta, los nuevos locales que han abierto en una ciudad cercana… Y, por las tardes, los clientes se entretienen con juegos de cartas o de mesa.
Los bares de la España vacía no solo son resguardo del frío, sino también de la soledad. El trabajador social Damián Rojas asegura en el informe La dimensión social de la hostelería: “Si se cierra un bar, se quiebra parte de la vida del pueblo”. A ello, por correo electrónico, añade: “El sentirse acompañado en un entorno repleto de soledad es fundamental psicológicamente”. Por eso, a lo largo de la geografía nacional surgen iniciativas para que los bares sigan en pie.
El frío del invierno invade cada una de las calles de los cuatro pueblos. La imagen se repite en toda la España vacía, desde Aragón hasta las zonas más recónditas de las dos Castillas. Allí sus habitantes luchan para que su último batallón de resistencia contra la despoblación no se extinga. “Si nos quedamos sin bar, el pueblo desaparece con él”, lamenta Heraclio Calvo.
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