La literatura de la España vacía
Una generación de escritores jóvenes da visibilidad a la hemorragia demográfica del interior peninsular. El autor de 'La lluvia amarilla' reflexiona sobre un fenómeno silenciado
Durante muchos años, la despoblación de la España interior a nadie le importó, como tampoco a nadie le importó durante décadas el paradero de los desaparecidos de la Guerra Civil, salvedad hecha de sus familiares y algunos, pocos, historiadores. La concentración del poder y de la información en las grandes ciudades, Barcelona y Madrid fundamentalmente, junto con el deseo de una sociedad de olvidar un pasado duro hicieron en ambos casos que tanto el desmoronamiento de la España rural como las cicatrices de la guerra y la posguerra desaparecieran de la actualidad y del interés general de los españoles solapadas por la sagrada Transición y por la posmodernidad cultural y social en sus múltiples versiones, de la movida a la subcultura de la corrupción de hoy, pasando por la del pelotazo económico y por el pensamiento débil que propició la burbuja de los noventa y de los primeros años del nuevo milenio.
Como siempre, tuvieron que ser las nuevas generaciones las que se interesaran por unos fenómenos que mientras se producían pasaron inadvertidos, olvidados por unos y voluntariamente ocultos por otros, acostumbrados a avergonzarse de su naturaleza en un país que todavía considera paletos a los de pueblo y a cualquier manifestación provincial o rural de segunda categoría. Que en la crítica literaria y cinematográfica se descalifique aún por rural una obra (como si las novelas o las películas fueran peores por suceder en un pueblo en vez de en una ciudad) o que nuestros políticos hayan impuesto el uso de una palabra (algunos incluso hasta en el nombre de su partido): ciudadanos, para referirse a todos los españoles, olvidando que, pese al doble significado del término —habitante de la ciudad y súbdito con derechos— deja fuera a un tercio al menos de aquellos, los que continúan viviendo en el campo, que no se sienten aludidos, indica hasta qué punto España sigue arrastrando grandes complejos históricos no sólo respecto de otros países sino de cara a sí misma. Así, no es de extrañar que tuvieran que venir los medios de comunicación extranjeros a interesarse por las excavaciones de las fosas comunes de la Guerra Civil para que los de aquí comenzaran a prestarles atención, o que de un tiempo para acá agencias inmobiliarias de Francia o Rusia ofrezcan pueblos enteros abandonados de nuestra geografía para que los españoles, los habitantes de las ciudades especialmente, se hayan enterado de un problema que desde hace ya mucho tiempo está royendo el tuétano del país y condenando gran parte de éste a la desaparición. Como escribió Manuel Vicent ya hace años en su columna en este periódico para manifestar la impresión que le producía viajar de Denia a Madrid cruzando parte de la meseta, después de décadas de emigración del campo hacia la ciudad y de las regiones del interior hacia el litoral, la península Ibérica se ha convertido en una campana con un gran vacío en su interior y un badajo (Madrid) en el centro que marca las horas.
La explicación todos la sabemos ya. A partir de los años sesenta del pasado siglo, cuando en España empezó el éxodo masivo del campo hacia las ciudades, las regiones del interior han sufrido una hemorragia demográfica de tal calibre y profundidad que no sólo ha diezmado provincias enteras, sino que ha condenado a la desaparición a miles de pueblos, convertidos en ruinas fantasmales al modo de la Comala de Pedro Páramo, del mexicano Juan Rulfo, o de la Celama de Luis Mateo Díez. Se calcula que en nuestro país son ya más de 3.000 los pueblos abandonados del todo y que en los próximos años otros tantos lo estarán también. Nuestro particular modelo de desarrollo —el famoso desarrollismo franquista—, que primó la industrialización de tres o cuatro regiones (Madrid, Cataluña y el País Vasco principalmente) en perjuicio de las demás, unido al boom del turismo, sobre todo en el arco mediterráneo y en las islas, ha llevado a que millones de personas abandonaran las zonas rurales del interior del país (Aragón, las dos Castillas, el antiguo reino de León, las sierras de La Rioja y de Extremadura, las comarcas interiores de Galicia y de Andalucía) para trasladarse a aquéllas, dejando detrás de sí comarcas y hasta provincias enteras abandonadas a su suerte. Los datos hablan por sí solos: en el último medio siglo, más de un tercio de los españoles se ha desplazado del campo a la ciudad y, a la vez, la mitad de ellos lo han hecho hacia la periferia.
Curiosamente, no obstante, el fenómeno de la despoblación —y del envejecimiento de la España rural como consecuencia de ésta, pues la emigración la han protagonizado sobre todo los más jóvenes— sólo les interesó hasta hace poco a los afectados directamente por él, tanto los que se fueron como los que se quedaron en sus lugares de origen, y a cuatro o cinco románticos para los que el espectáculo de las aldeas abandonadas constituía toda una metáfora de la vida y, a la vez, de la deriva de un país, el nuestro, que se avergonzaba de su pasado y su historia a medida que se modernizaba, como sucede con los nuevos ricos.
Son ya más de 3.000 los pueblos abandonados y en los próximos años otros tantos lo estarán también
Que un fenómeno de la profundidad social y las consecuencias del desmoronamiento de la España rural y agraria apenas haya tenido reflejo en la literatura y en la filmografía españoles —salvo Miguel Delibes (El disputado voto del señor Cayo) y Avelino Hernández (Donde la vieja Castilla se acaba) entre los escritores en castellano y Maria Barbal (Pedra de tartera) o Jesús Moncada (Camí de sirga) entre los catalanes, y la soriana Mercedes Álvarez con su preciosa película documental El cielo gira e indirectamente Iciar Bollain con Flores de otro mundo entre los cineastas, nadie se ha ocupado de él— indica hasta qué punto el fenómeno ha sido invisible para los españoles durante décadas. Solamente algunos libros locales, muchos de ellos de carácter ensayístico, como Las otras lluvias amarillas, relación de los pueblos abandonados del Alto Aragón de José Luis Acín (hay un blog, Pueblos deshabitados, de Faustino Calderón, dedicado a los de todo el país accesible en Internet), o los relatos de viajes por la meseta del segoviano Ignacio Sanz o de los leoneses Ramón Carnicer y Jesús Torbado, suplieron durante años ese vacío sin que su repercusión traspasara apenas los círculos más favorables a la temática. Como tampoco la traspasaron los trabajos fotográficos de todos esos fotógrafos que, de manera exhaustiva o circunstancial (Cristóbal Hara, José Manuel Navia, César Sanz, Encarna Mozas…), la han dedicado parte de sus esfuerzos profesionales o aficionados. El empeño de unos y otros caía casi siempre en tierra infértil, endurecida por la indiferencia de una sociedad ocupada únicamente en su prosperidad económica o, más tarde, en sortear la crisis a la que el cuento de la lechera y su propia ambición la condenaron.
De repente, sin embargo, la aparición de una serie de libros de autores jóvenes, algunos todavía en la treintena, y sobre todo, y como sucediera con el fenómeno de la exhumación de las fosas comunes de la guerra, la acuñación espontánea de un nombre que se ha convertido en definición del fenómeno: el de la memoria histórica en el caso de las fosas del franquismo y el de la España vacía en el de la despoblación de la España rural, algo fundamental en estos tiempos de publicidad y marketing, han hecho que el problema adquiera no sólo visibilidad, que se dice ahora, sino que todo el mundo hable últimamente de él, desde el Gobierno hasta el último “ciudadano”. Que la despoblación de la España rural es ya un problema de Estado se ha dicho recientemente en la cumbre en Madrid de presidentes autonómicos, y hasta se ha nombrado a un comisionado del Gobierno para intentar tratar el problema.
La expresión ‘España vacía’, título del libro de Sergio del Molino, ha definido espontáneamente el fenómeno
Sirvan para algo o no, se llegue ya demasiado tarde o no a poner remedio a una enfermedad que se ha extendido más de la cuenta sin que nadie haya movido un dedo por atajarla, sean sinceras o no las manifestaciones de los distintos agentes políticos y sociales sobre la cuestión, lo cierto es que ese interés repentino de los españoles por el vaciamiento de parte de su geografía se debe no a los políticos, ni mucho menos a la prensa, ocupada casi exclusivamente en la política y, dentro de ésta, a la de las comunidades autónomas más poderosas y a la de las ciudades en las que viven los periodistas y los políticos, sino a escritores como Alejandro López Andrada (El viento derruido), Emilio Gancedo (Palabras mayores), Jesús Carrasco (Intemperie), Paco Cerdà (Los últimos. Voces de la Laponia española), Fermín Herrero (Tempero, Tierras altas) y, sobre todo, el autor que ha dado nombre al fenómeno y cuyo ensayo/viaje/narración, que va ya por una docena de ediciones (algo común a los de los otros, lo que indica el interés que hay en él), constituye posiblemente el libro más importante, siquiera sea por necesario, que se ha publicado desde hace tiempo en este país: Sergio del Molino y La España vacía.
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