El hambre del mundo cabe en una bicicleta
Es posible que las baterías eléctricas que propulsan tanto el trasto a pedales como ese móvil que algunas llevan fijados al manillar terminen un día en un vertedero de residuos en Ghana
El viernes pasado cogí el coche y bajé a la ciudad, al Campus de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, para participar como ponente en la sesión final de Hambre Cero, la V Cumbre Mundial de las Regiones sobre Seguridad y Soberanía Alimentaria. Es un congreso anual organizado por ORU Fogar (Organización de Regiones Unidas / Fórum Global de Asociaciones de Regiones), una organización creada en 2007 en Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, que cuenta con representación en más de 900 gobiernos subnacionales y que quiere dar voz e importancia a las regiones del mundo como interlocutoras, más allá de los entes estatales, en los asuntos internacionales. El objetivo de esta cumbre es acabar con el hambre en el mundo. Poca cosa.
Bajé a Barcelona, decía. Localicé un aparcamiento público cercano al auditorio donde se celebraba el acontecimiento, donde me esperaban centenares de líderes, representantes de organizaciones internacionales y de cooperación, y mandatarios regionales de todo el mundo; bajé por la rampa, siempre demasiado estrecha, siempre demasiado enrevesada, hacia el segundo nivel subterráneo, y aparqué el coche. Al dirigirme a la salida, dejé atrás la silueta amarilla de una mochila-contenedor isotérmica de Glovo colocada encima de una caja de plástico de fruta reaprovechada agarrada con bridas a la raqueta trasera de una bicicleta eléctrica, asegurada a una barandilla mediante una cadena y un candado. Fijado con siete vueltas de film de plástico de embalar, en el manillar izquierdo, había un teléfono móvil viejo.
En la cumbre oímos la voz de personalidades con larga trayectoria en el ámbito de la cooperación internacional como Núria Camps, actual directora de la asociación Nutrición sin Fronteras, preocupados por el aumento reciente de las cifras de desnutrición en Guinea y Gambia; a Moussa Danfakha, presidente de Saraya, en Senegal, y a Kenneth Lusaka, Gobernador de Bungoma y presidente del Comité de Agricultura del Consejo de Governadores de Kenya compartir experiencias de agricultura en contextos de escasez de agua; a Ahmed Youssouph, presidente del Consejo Departamental de Kaolack, hablar de formas de acercar prácticas agrícolas sostenibles a las poblaciones aisladas; al doctor Mohamadou Dewa, presidente del Consejo Regional de Adamaoua, en Camerún, exponer estrategias de agricultura regenerativa que protegen los campos del deterioro a la vez que garantizan la seguridad alimentaria a largo plazo en Camerún; o a Charlie Koffi, el chef de Costa de Marfil que dirigió grandes cocinas en Francia, pero volvió a su pueblo natal para abrir allí su restaurante. Tuve el honor de compartir escenario con él y de escucharle explicar su estrategia de recuperar las variedades locales, esas que ya están adaptadas al terreno y la climatología de la zona de donde son propias y que no requieren de uso intensivo de pesticidas ni de abono, como solución para muchos pequeños agricultores marfileños para mantener la autonomía frente a las grandes corporaciones internacionales que instalan en África monocultivos intensivos, que dan dos duros hoy por la propiedad de la tierra de los antepasados y aseguran hambre a los cuatro días de la transacción.
Yo hice lo que pude para mantener el tipo. Iba bien preparada y bien documentada. Llevaba meses planificando esa hora de intervención. Sentada en un butacón acolchado, con un vaso de agua filtrada a mano derecha, con traducción simultánea a cuatro idiomas en el oído izquierdo, tenía la imagen de la caja térmica de Glovo en la caja de fruta reciclada agarrada con bridas a la bici eléctrica asegurada con cadena y candado a unos barrotes a cien metros de donde estábamos latiendo dentro del cráneo.
La desnutrición avanza en Guinea porque en sus costas es donde se encuentran algunas de las más importantes refinerías de harina de pescado del mundo. Estas refinerías transforman pescado fresco en pienso para alimentar a los salmones de las grandes piscifactorías en Escocia y Chile. Esos salmones son los que después llegan a los mostradores de nuestros supermercados y pescaderías para que nos los comamos en forma de fuente de omega 3 rosácea a la plancha, de poke bowl o de tartar. Hoy es el pescado favorito de los españoles. Hace 40 años era difícil encontrarlo fuera de las estanterías Gourmet de El Corte Inglés, loncheado y ahumado.
El pescado que se captura para alimentar a estos salmones, a razón de 8 kilos de pesca por cada kilo de carne de salmón, sale de las costas de Guinea, Senegal y Sáhara Occidental. Este sistema mata de hambre a la población nativa, que tiene en la pesca artesanal con pequeñas embarcaciones su única fuente de proteína animal. Las grandes embarcaciones chinas y europeas trabajan en alta mar y capturan sus presas antes de que estas lleguen cerca de la costa, al alcance de las embarcaciones pequeñas. En Cataluña más de 200 especies autóctonas llegan a las lonjas de proximidad cada día, pero el consumidor prefiere el salmón.
Escuché. Hablé. Di las gracias por haber tenido el honor de estar allí. Y me marché. Me fui al aparcamiento, bajé al segundo sótano y me paré a contemplar la bicicleta. “Hasta es posible que las baterías eléctricas que propulsan tanto el trasto a pedales como ese móvil terminen un día en un vertedero de residuos en Ghana”, pensé. Tomé una foto. La mandaré imprimir y la pondré recostada en la lamparita que tengo a mano izquierda en el escritorio donde escribo, para que no se me olvide nunca la vergüenza que pasé al dirigirme a un auditorio lleno de personas importantes hablando de gente muriendo de hambre, como portavoz de una región del mundo cuyo principal problema a nivel alimentario hoy parece ser la terrible tragedia que es la pereza que da los jueves por la noche hacer la cena, o la pena que sería dejar de comer sushi de salmón de tercera en bandeja de plástico.
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