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A GUSTO
Columna
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Que no falte sopa en Navidad, aunque sea de piedras

Este relato es, traducido a mi manera, la versión de Xesco Boix, que yo escuchaba de pequeña en casete, de un cuento tradicional que tiene tantas versiones como personas la hayan contado

sopa de piedras
FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty
Maria Nicolau

La arqueología nos enseña que los humanos ya utilizábamos el fuego de forma esporádica, allí donde apareciese, hace más de un millón de años. Hace cerca de unos 400.000 aprendimos a controlarlo, a encenderlo y apagarlo a nuestro antojo, y gracias a esto nuestras vidas se alargaron, porque pudimos nutrirnos más y mejor cocinando, y también porque esto nos permitió estirar las jornadas, arañar unas horas extra de luz a la oscuridad, y mantenernos despiertos, calientes, vernos las caras, al fulgor de las llamas, de noche.

En ese espacio de resplandor fascinante alrededor del fuego construimos, de forma simultánea, allende el globo, allí donde fuese que hubiese un grupo humano resguardándose del frío, consciencia de ser y de pertenecer, identidad social y cultural, compartiendo historias, creando mitos, reforzando tradiciones, estimulando la imaginación, cocinando y contando cuentos.

Érase una vez, hace mucho tiempo ya, en un país muy muy lejano, una guerra. Una guerra terrible. Como todo el mundo sabe, cuando hay guerra no hay gente para trabajar la tierra, los campos arden, los animales huyen, no se siembra el trigo, no se muele el grano, no hay harina, no hay pan. Hay hambre. Y miedo.

En estas, en una mañana fría, a un pueblo perdido y solitario llega, harapiento, seco, escuálido, cansado, un soldado. Muerto de hambre, se acerca a la primera casa, y llama a la puerta. Suplica un mendrugo de pan a los ojillos suspicaces que asoman por el portón entreabierto, y éste se cierra de golpe entre improperios e insultos “¡loco!, ¡mal rayo te parta!, ¡largo de aquí!, ¡cómo va a haber pan para ti si no hay para nadie!”. Casa tras casa, puerta tras puerta, entre golpes y coces, el soldado obtiene siempre la misma respuesta a su ruego, “¡loco!, ¡fuera!”.

Cabizbajo, abatido, el soldado se marcha y se dispone a seguir su camino para probar suerte en la siguiente aldea cuando, ya a la salida del pueblo, da con un grupo de muchachas haciendo la colada en el río y, a su alrededor, revoloteando, un puñado de niños. Se le enciende una sonrisa, tiene una idea, y pega un berrido entusiasta, “¡Ey mozas! ¿Alguna ha probado alguna vez la sopa de piedras? ¡Ha! ¡No hay en el mundo una sopa de piedras mejor que la mía!”. Las mozas sueltan una risotada, pero los niños... ¡Ay, los niños! Ellos dejan al instante lo que fuese que tuvieran entre manos y corren a arremolinarse junto al soldado “¿sopa de piedras?, ¿qué es la sopa de piedras?, ¿está rica?”, gritan a su alrededor. “Rica, no. ¡Riquísima! Lo que pasa es que para poder hacerla necesito una olla bien grande, agua, ramitas para encender un fuego, un cucharón y un puñado de piedras de la mejor calidad.” Apenas ha terminado la frase, los niños salen disparados en todas direcciones para reaparecer, al cabo de unos minutos, con todo lo que el soldado ha pedido.

Él enciende el fuego, coloca la gran olla encima, la llena de agua, y se dispone a estudiar detenidamente las piedras que los pequeños han juntado. Separa diez, las limpia con mimo y las echa al agua, que ya empieza a calentarse, una a una. Los niños, criaturas impacientes y curiosas por naturaleza, con los ojos como platos, no pierden detalle de los movimientos ceremoniosos del soldado y preguntan “¿ya está lista?, ¿la podemos probar?, ¿cuánto falta?”. “Tranquilos”, responde él. Con parsimonia, toma un poco del caldo con el cucharón, sopla, lo prueba y asiente. “Deliciosa. Está saliendo una sopa de piedras excelente. Sólo le faltaría, quizás, una pizca de sal”. Una niña se pone en pie al instante “¡Mi madre tiene sal en casa!”, sale corriendo y vuelve con un tazón lleno de sal, que echan a la olla. Al cabo de un par de minutos, el soldado prueba la sopa de nuevo “Hummm deliciosa. En efecto. Sólo le faltaría, quizás, una puntita de tomate”. Un chiquillo salta al momento: “¡Mi madre tiene tomate en casa!”, y el pequeño sale disparado y se planta en su casa a rebuscar en la despensa hasta dar con el tomate y llevarlo adonde la gran olla hierve. Las muchachas del río, que observan la escena en silencio desde la distancia, van entendiendo de qué va el juego. Uno tras otro, los niños pequeños, que siempre han sido criaturas proclives a participar de lo extraordinario, van trayendo ingredientes y los van echando a la olla, que hierve, imparable. Unas hojas de col, unos tronchos de lechuga, un par de patatas, un hueso de jamón, una bola de sebo, un puñado de garbanzos secos. ¡Hasta hay quien aparece con una pata de pollo!

Tras cuatro horas de cocción, esa olla llena de agua, piedras y cosas emana un aroma que hacía años que nadie había olido en el pueblo. El soldado se pone en pie, anuncia que la sopa está lista y manda a los niños a ir puerta por puerta, por todo el pueblo, llamando a la gente, instando a todo el mundo a coger platos, cuencos, vasijas, tarros, cucharas y cuchillos, y a servirse sopa, de la que hay para todos.

Este relato es, traducido a mi manera, la versión de Xesco Boix, que yo escuchaba de pequeña en casete, de un cuento tradicional que tiene tantas versiones como personas la hayan contado. Su primera aparición escrita se titulaba Soupe au Caillou y fue publicada por una periodista francesa, Madame du Noyer, el 1720. En inglés se publicó por primera vez en una revista en 1806, desde donde saltó rápidamente a América dos años después. Según la versión portuguesa, los hechos tienen lugar en los alrededores de Almeirim. La misma historia se conoce como Sopa de clavos en los países escandinavos. En Rusia, Gachas de hacha. Hoy la historia es de ustedes.

Porque es Navidad, me he permitido la licencia de contarles un cuento, como si estuviéramos alrededor de un fuego, como para recordar quiénes somos. Aunque sólo sea porque es Navidad, que no falte sopa para nadie.

Feliz Navidad.

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Sobre la firma

Maria Nicolau
Es cocinera de oficio y por vocación. Durante más de veinticinco años ha trabajado en restaurantes de España y Francia. Autora del libro ‘Cocina o Barbarie’, prologado por Joan Roca en catalán y Dabiz Muñoz en castellano. Actualmente vive en Vilanova de Sau, Osona, donde ha conducido el restaurante de cocina catalana El Ferrer de Tall.
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