De llegar a España en patera a trocear champiñones: el restaurante que saca adolescentes de la calle triunfa en Trillo
El cocinero Chema de Isidro abre en Guadalajara La Cascada de La Raspa, un local con una veintena de chavales, que aprenden a hacer tortillas y ofrecen menús de 13 y 25 euros
Un tipo alto, con cinco grandes pendientes de aro en la oreja izquierda, otros tantos en la derecha, con pinta de batería de AC/DC, menudo, en vaqueros, tatuajes por los brazos y pelo largo recogido en un moño de canas —que manda a la calvicie al quinto pino— mira el televisor negro de 50 pulgadas de La Cascada de La Raspa. La Cascada de La Raspa es el restaurante que se acaba de abrir en Trillo. Trillo es un pueblo de Guadalajara que no supera los 1.400 vecinos, donde los mayores del lugar detectan al coche forastero con el clásico giro de cuello pronunciado de jirafa en la Sabana, sentados, a modo de bienvenida, en un banco acristalado. El hombre con aires de estrella de rock en la intimidad cree que es necesario bajar el volumen de la televisión. No son horas para el programa de La Resistencia. Ofrece explicaciones sin pedirlas a las nueve de la mañana:
—Este de la tele es el friki ese.
—¿David Broncano?
—Sí, así de cabrones son estos.
Los cabrones son los trabajadores del restaurante. El bonachón con pinta de baterista es el dueño. A sus 52 años, el cocinero Chema de Isidro ha dado un portazo a Madrid. Acaba de abrir este negocio en un lugar idílico, donde florecen los almendros y un par de cabras campean a sus anchas, aunque De Isidro las imagine cada día emplatadas con cebolla y patatas asadas. Desde el enorme ventanal del negocio, con vistas a una impresionante cascada de agua que rompe con fuerza al mismísimo Tajo, los comensales reconocen que vienen porque es una de las atracciones del pueblo. Y De Isidro, que se enamoró al verla cuando paseó por aquí con una caña de pescar al hombro hace años:
—Soy pescador de pesca sin muerte.
De Isidro ha dejado la capital de España hace 15 días. Se ha comprado aquí una casa. Ha alquilado un albergue entero para sus trabajadores. Los vecinos de la central nuclear más moderna de España ya le tutean. Es uno más. “¿Qué tal, Chema?”. “Buenos días, Chema”. El concejal de festejos, eso sí, sugiere mejorar ciertas novedades que el pueblo cuchichea a sus espaldas:
— Las cañas no pueden ser tan chicas, Chema.
— Son como las de Madrid.
— Aquí el doble son como dos cañas de Madrid.
— Entiendo.
También las juergas. No hay resacas en Trillo. No hay garrafón en Trillo, que solo cuenta con un agricultor, Miguel, el de los tomates que saben a tomates. El resto de los vecinos vive del uranio, que arroja al pueblo un presupuesto anual de nueve millones de euros. De Isidro ha aterrizado aquí con una veintena de muchachos. Ninguno ha estudiado cocina. Más bien, la cocina de Isidro les ha estudiado y les ha salvado de la ruina. A unos de vivir en la calle. A otros de escapar de bandas latinas. A la mayoría de drogarse, de pasar hachís, de esnifar pegamento. Robar. Atracar. Delinquir. Cumplir años como perros. Exclusión social es el nombre burocrático. Sobrevivir saltándose la ley quizá sea más apropiado.
4.000 chicos y chicas han pasado por las órdenes de este vallekano rockero que creó la ONG Gastronomía Solidaria hace seis años. Dice que la cocina tiene algo de magia curativa. “Es inmediata”, cuenta De Isidro mientras ordena sacar unos pinchos. “Es el progreso en tus ojos. Si coges unos huevos, los bates, y los echas en una sartén, ya tienes una tortilla. Ahí está. Es una cuestión de autoconfianza”. No tiene dudas. Presume de tener la mejor plantilla del mundo.
Tímido, Noureddine Chaouqi, de 22 años, es hoy el camarero de La Cascada de La Raspa. Conoció a De Isidro en 2018. Llegó en patera a España desde Larache, una ciudad portuaria a 85 kilómetros de Tetuán. Su madre pagó a la mafia 1.500 euros para que se marchara de allí cuanto antes. De madrugada, se subió a una barca junto a su cuñado, su tía y 43 paisanos. Estuvieron cinco días dando vueltas por alta mar, sin rumbo. “El GPS se perdió”, cuenta mientras recoge unos vasos de café. “Cuando estás en la patera no puedes comer. Lo que comes, se vomita. Tienes que aguantar. Alimentarte de frutos secos”. Al quinto día llegó a Barbate (Cádiz). Un hombre lo vio. Le dio cobijo durante tres noches. A la cuarta, le pagó un billete a Madrid, de donde no ha vuelto a moverse. Ya tiene papeles. Sonríe hasta en las patillas:
—Esto me ha cambiado la vida.
La semana pasada volvió a la capital a recoger unos bártulos, pero él, inquieto, quería regresar a Trillo el mismo día. “¡Y no tenía autobús!”. Pide un segundo. Acaban de llegar cinco bomberos forestales al local. Una cosa es explicar su vida y otra frenar la facturación. Necesita cinco pinchos de tortilla. Se adentra en la cocina:
—Oussama, cinco tapas.
Oussama es Oussama Chalout, otro marroquí de 21 años que hasta hace unos días vivía en Malasaña. Dice que con 16 años se metió en un camión de chatarra en Ceuta. “Tuve suerte. No me encontraron”. Escondido entre metales, viajó como un escombro de Ceuta a Tánger y de Tánger a Málaga. Sus padres siguen en Marruecos con sus tres hermanas. Fue a verles en 2019. Lo que más le gusta cocinar son las salsas. Hoy trocea champiñones sobre una tabla roja con un desparpajo inusual. De Isidro cree que en cinco años estará de jefe de cocina en un gran restaurante. Aquí, entre fogones, suena el reguetón, que pone la salvadoreña Claudia Melissa Sarabia, de 22 años. Hoy luce unos rizos como tirabuzones. El reguetón marida muy bien con hacer tiras finas de zanahorias:
Cuando estoy contigo, yo no miro el Rolex
Vamo’ a bailar 200 cancione’
Nadie me pone como tú me pone’
Sarabia pincha temas de YouTube con su móvil toda la mañana, como este de Bad Bunny con Bomba Estéreo. En la otra esquina de la cocina, Oussama cree que es demasiado meloso. El reggaetón, a su juicio, no liga bien con trocear champiñones. “Me está todo el día poniendo sentimientos”. Él es más de flamenco. De pronto, el camarero Noureddinne se adentra de nuevo en la sala de máquinas de los alimentos. Viene con prisas:
— Sácame ya las tortillas.
Afuera, sobre la barra, De Isidro escribe el menú del día. 13 euros de lunes a viernes y 25 los fines de semana, que incluye un concierto si es domingo. La Cascada de La Raspa no cierra nunca. Hoy toca sopa castellana, musaka, huevos rotos con chorizo, lomo de buey al vino, merluza, bacalao rehogado con pimientos de piquillo, calamares. De Isidro no logra terminar de escribir en la pizarra. Le suena el móvil. Es una psicóloga social madrileña que le cuenta que uno de sus chavales acaba de liarla. Lo pone en altavoz:
–Su padre lo ha echado de casa, Chema.
–Tráemelo. Ahora estoy en Trillo.
—Es buena persona, Chema, de verdad.
—¿Ha currado?
— Sí, y sabe nadar.
–Algo haremos con él. Tráetelo. Te mando la ubicación.
La Cascada de La Raspa
Dirección: calle de la Vega s/n. 19450, Trillo, Guadalajara.
Teléfono: 690 21 40 23
Web: https://www.lacascadadelaraspa.com/
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