Agur, Zuberoa: la última comida en el restaurante donde las verdaderas estrellas son los platos
Visita de despedida al templo gastronómico de Hilario Arbelaitz en Oiartzun (Gipuzkoa), que cerrará definitivamente sus puertas el día 30 de diciembre
Llovía. Por si algo faltaba. Paraguas plegados. Un olor a campo mojado, un algo de otra época, algo así como la intuición de que sensaciones así, tan simples y tan embriagadoras como el sirimiri calando los setos, están llamadas a desaparecer como los dinosaurios, que también pensaron que tendrían tiempo para salvarse y mira cómo les fue. Nos hemos ganado a pulso extinguirnos antes de tiempo, y el cambio climático corre que se las pela pese a los cegatos profesionales que no quieren verlo. Así que nada mejor que una buena despedida. Bueno, aún no la nuestra, pero sí la de Zuberoa, templo del placer. Ahí siguen la hierba verde, las piedras claras, la madera oscura y las vajillas antiguas del caserío Garbuno del barrio Iturriotz, Oiartzun (Gipuzkoa). 700 años nos contemplan. Y semejante peso de la Historia solo se alivia de un modo: pasando al comedor.
Desde que el pasado mes de octubre el cocinero guipuzcoano Hilario Arbelaitz y su familia anunciaron que las puertas de su restaurante cerrarían a finales de año sin solución de continuidad, ellos y su equipo entonan aquí cada día y cada noche su particular Agur jaunak (“Adiós, señores”, aunque este canto tradicional vasco es también un ritual de bienvenida) ante clientes y amigos como mejor saben hacerlo: oficiando en cocina y sala.
El chef lanza miradas nerviosas hacia el comedor en cuanto se entreabre la puerta de la cocina. Entre bastidores, sobre un mostrador alargado, su hermano Eusebio ya prepara las comandas, como siempre: serio, aplicado y trajeado. Hoy, una vez más, entre las dos y media y las cinco y media de la tarde, en el elegante reservado que nos ha tocado en suerte al grupo de amigos que hemos peregrinado hasta Iturriotz, el desfile de estrellas será la demostración absoluta de por qué este agur anunciado se convirtió en una de las noticias gastronómicas del año, de los últimos años.
Aquí, la palabra “estrellas” no se refiere ni a Woody Allen ni a Oliver Stone, ni a Robert de Niro ni a Bruce Springsteen (“¡Dios, esta es la mejor tarta de queso que he comido jamás!”, dijo) ni a los políticos, ni a los artistas ni a los reyes que un día colocaron sus célebres posaderas en las sillas de Zuberoa. Aquí, la palabra “estrellas”, tal y como puede comprobarse en este jueves de otoño, se refiere a los raviolis de cigala al fumet de trufas, al foie-gras salteado en caldo de garbanzos (dos de los tesoros clásicos paridos por Hilario Arbelaitz inamovibles de la carta por los siglos de los siglos), a las cigalas crujientes con tocineta ahumada y al bogavante asado servido con raviolis. Otras tantas creaciones que son puros testimonios de la profesión de fe de los Arbelaitz: elegir y comprar el producto —siempre el mejor—, cocinarlo con honestidad y sabiduría y jamás descartar la posibilidad de aportarle un toque, cómo llamarlo... de modernidad.
Lo mismo podría decirse de las estratosféricas pochas trufadas de chez Arbelaitz, y del flan de foie con crema de castañas, y del pichón con setas, otros clásicos de la carta. Por no hablar —eso son palabras mayores— de algunos imprescindibles de la casa que también hoy, en esta visita de despedida, aterrizan en el plato: puré de patatas, tarta de queso, cochinillo confitado, cordero asado. La cuenta: 135 euros por cabeza, vinos y propina incluida. Menos que en cualquiera de los infinitos restaurantes prescindibles con ínfulas que abundan en España. El menú degustación, que este grupo de amigos descartó prefiriendo la carta, asciende a 176 euros: siete platos, dos postres, bebidas no incluidas.
Elevar a efímera obra de arte platos, así de eternos y así de simples, tiene su aquel, y ahí radica gran parte del éxito de Zuberoa. Un lugar donde ningún jefe de sala —y mucho menos que ninguno, Eusebio Arbelaitz— le soltará al comensal un rollo macabeo de cómo se tiene que comer esto, o de cuáles son las 14 especias que lleva aquello, o de las mil y una tonterías de lo de más allá. Y como a veces una anécdota puede ser elevada a categoría, léase este comentario reciente de un cliente, Edu1976, de Barcelona, en TripAdvisor: “La calidad de la comida compensa el glamour y la tontería de otros restaurantes”. Amén.
Dicho de otro modo: la cocina tradicional de raíz vasca, esa que hacían la madre y la tía de Hilario, Eusebio y José Mari Arbelaitz (cuarta generación a bordo de estos fogones) cuando esto era un merendero, apenas teñida con alguna que otra pátina de nueva cocina: el lema de lo que se dio en llamar en los años setenta la nueva cocina vasca de los Arzak, Subijana, Argiñano y compañía.
Resumiendo: defensa a ultranza del recetario vasco tradicional, incluyendo la recuperación de platos e ingredientes olvidados, pero asumiendo que se está en el siglo XXI y asumiendo también que las papilas gustativas y las terminaciones nerviosas de los comensales no son iguales ni siquiera parecidas —y quizá por eso algunos clientes de Zuberoa adoran su ostra Gillardeau a la plancha y otros huyen de ella como del demonio—. Eso sí, respetando por encima de todas las cosas las leyes de oro del fogón, que no consisten en otra cosa que la calidad irreprochable del producto y bordar un día sí y otro también los tiempos, los puntos, las salsas, las texturas, las presentaciones y el gusto.
No todos pueden decir lo mismo. Ni siquiera muchos poseedores de estrellas Michelin pueden decir lo mismo. Ni siquiera muchos poseedores de tres estrellas Michelin pueden decir lo mismo. Zuberoa, al que le quitaron la segunda estrella en 2008, sí puede decirlo. Claro que a lo peor ofrecer cochinillo y puré de patata les parece chusco a los inspectores de la guía. Conclusión: que Zuberoa tenga una estrella Michelin es un drama. Un drama para la guía Michelin, cuyos escasamente científicos criterios de atribución de macarons (ver el libro El inspector se sienta a la mesa, de Pascal Rémy, editorial Planeta, 2004) incluyen la obligación para los grandes cocineros de ser, además de eso, otras cosas: saltimbanquis de feria en feria, o de congreso en congreso, o de medio de comunicación en medio de comunicación, o de fondo de inversión en fondo de inversión… gimnasia esta que jamás fue del gusto de Hilario Arbelaitz, personaje y chef poco mediático donde los haya. Y así le ha ido… de bien.
“Cerramos, cerramos, creemos que ya está bien… así que, definitivamente, el 30 de diciembre será el último día. La vida son ciclos y a las cosas hay que ponerles fecha, y si no le hubiéramos puesto esta, pues total habríamos tenido que ponerle otra”, comenta Hilario Arbelaitz apoyado en la barra de la entrada y con un gesto a medio camino entre la melancolía y el alivio.
Tiene 71 años y lleva más de 50 entre estas cuatro paredes —donde nació— cocinando para clientes fieles llegados de todas partes. “Ya no queda ni un cubierto de aquí a ese último día, no damos más abasto con las reservas, ha sido una locura; para las fechas de Navidad siempre nos hacen reservas clientes de Madrid, que vienen para celebraciones familiares, y a veces al final cancelan algunos, pero esta vez no, no habrá cancelaciones”. Y se da la vuelta y se va. Muchas manos que estrechar, muchas explicaciones que dar...
Hilario Arbelaitz estudió para cura. Pero cambió la sotana por el delantal y se hizo definitivamente cocinero antes que fraile. Y, abusando del refranero, cogió la sartén por el mango e hizo de Zuberoa uno de los santuarios mundiales de la alta cocina. En Nochebuena, más de 50 integrantes de la familia Arbelaitz cenarán juntos aquí, en el caserío Garbuno. Seis días más tarde servirán la última cena. Esta vez sí: La Última Cena.
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