Galdós, dibujante
"Tengo dibujados a lápiz todos los personajes que he creado", decía el escritor del que era su método de trabajo y su otra vocación
En su manía puntillosa, Galdós dibujaba cada uno de sus personajes. Tal vez quisiera así volverlos realidad física y no fantasmagórica, tal vez dirigirse a ellos, tratarles con la familiaridad del padre que adora o ve como nadie los defectos de sus propios hijos. El caso es que plasmarlos en volumen carnal, a lápiz, sobre un papel, fue parte de su método de trabajo.
“Para escribir me resulta un complemento porque antes de crear literariamente los personajes de mis obras los dibujo con el lápiz para tenerlos después delante cuando hablo de ellos”. Es algo de lo que hasta se sorprende: “Es muy curioso. Tengo dibujados a lápiz todos los personajes que he creado”, recoge Francisco Cánovas Sánchez en su biografía.
“Pintad la época presente, pintad vuestra época, lo que veis, lo que os rodea, lo que sentís”, aconsejaba Galdós a sus amigos pintores
No ocurría esto sólo con quienes concebía en carne y hueso. Predicaba y ejercía una visión integral del arte y también diseñaba ambientes, casas, estancias. El caso es que el escritor siempre llevaba a mano un lápiz y unas cuartillas por si se topaba con algo que le llamara la atención. Extraía los bocetos de la realidad, como un notario físico de su época. No divagaba con imaginación abstracta. Los veía, analizaba, quizás tomara medidas, y luego, solo, en su despacho, los esbozaba en cuartillas.
Aquella afición la cultivó desde niño. Quién sabe si en vez de escritor hubo días en que soñó dedicarse a los pinceles. El hecho es que desde muy temprano probó suerte y concurrió en exposiciones como la Provincial de Industria, Agricultura y Artes canaria en 1862. Lo hizo con tres dibujos que le propiciaron sus menciones honoríficas.
A su llegada a Madrid, los contertulios del café Universal le reconocieron arte y buena mano como dibujante. Incluso exploró la caricatura en un periódico como Las Canarias, que se publicaba en Madrid y daba oportunidad a los isleños que acababan en la capital para acentuar su morriña pero también su propensión al cachondeo. De esa época data el Atlas zoológico de las islas Canarias, un conjunto de dibujos satíricos que aplaudieron mucho sus amigos y paisanos.
Cuando la literatura lo absorbió de lleno no dejó de dedicarse al arte. El hecho de que en los márgenes de sus libros o de sus pruebas de imprenta se conserven algo más digno que unos garabatos, da prueba de una afición que fue para él tan obsesiva como liberadora.
No quedaba ahí su vinculación con el diseño. Concibió algunas de las casas que habitó junto a los arquitectos que las proyectaron y luego, encargó los muebles a su propia medida, como no, dibujados por él. Eso hizo con Casimiro Pérez de la Riva para su finca de San Quintín, en Santander.
Cuando hablaba de arte, sabía lo que decía. Ejerció la crítica y cultivó amistad con varios pintores. Sus referencias a Goya, Velázquez, Ribera o Murillo son habituales. Comparte con ellos la complicidad de saber recrear el país que todos vivieron a fondo, con un ojo fijo en el paraíso y un pie anclado en el infierno.
De su época, prefería entre todos a los realistas y admiraba a Fortuny, Sorolla –cuyo retrato del escritor se ha convertido en una referencia-, Juan Luna o Enrique Mélida. “Pintad la época presente, pintad vuestra época, lo que veis, lo que os rodea, lo que sentís”, les aconsejaba. Predicaba eso en contra del academicismo y de la idealización de los modelos clásicos preconizados de quienes, según él, daban la espalda a lo que les rodeaba.
Fue, además, un gran coleccionista. Aparte de obras de Sorolla, en las paredes de sus casas, sobre todo en Santander, colgaban creaciones de Rusiñol, Salas, Alfaro o piezas de escultores más jóvenes que lo veneraban, como Victorio Macho. Todos reconocían en él, al hombre que había escrito a través de toda su obra el manual de orientación más grande sobre el país que habitaban.
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