Galdós llega a Madrid
Galdós acepta su propia vida, su propio yo, desde que pisa Madrid
Cuando Benitín llegó a Madrid llevaba en las maletas, a partes iguales o entre los huecos de sus calcetines, el miedo a lo desconocido y el ansia por liberarse de sus traumas familiares como el último dentro de una estirpe con 10 hijos. Probablemente él ya llevara en mente un plan de vida trazado como escritor y quisiera dejar atrás su infancia de niño enfermizo con 19 años cumplidos. Pero, en principio, se trasladó a la capital desde Las Palmas de Gran Canaria para estudiar Derecho en la Universidad Central.
El primer viaje fue una odisea perfecta para agudizar su sentido de observación. Partió de Tenerife en barco hasta Cádiz en una travesía que duró tres días. Después, tren hasta Sevilla y Córdoba, diligencia por tierras manchegas, que le sorprendieron por su inmensidad horizontal, dijo. En Alcázar de San Juan volvió a tomar el último ferrocarril ya hasta Madrid.
No le debió molestar el traqueteo porque a partir de ahí no dejó de viajar compulsivamente por toda España y Europa –que conoció al dedillo– para sentirse un autor abierto a su tiempo. Debía pesar mucho en él cierto trauma insular. Apenas regresó a Canarias y no le costó transmutar su identidad para hacerla compatible– fundirse y repelerse al tiempo- con la búsqueda de una manera de ser cosmopolita.
En Memorias de un desmemoriado –más un fiable cuaderno de viajes que una autobiografía con sentido, uno de sus peores y más decepcionantes libros, de hecho- despacha sus años de niñez con una frase de cumplido y en buena parte fingida: “Omito lo referente a mi infancia, que carece de interés o se diferencia poco de otras de chiquillos o de bachilleres aplicaditos”.
Fue testigo de la transformación populosa de la ciudad. Cuando llegó, contaba con 300.000 habitantes. Al morir, sobrepasaba el medio millón
Mentía, cómo no. Sencillamente, no quería mirarse en el espejo. Puede que por no volver a ver a su madre, doña Dolores, que le provocaba pavor y llevaba las riendas de la casa con más firmeza que su padre, Sebastián, militar. Puede también que por no observarse a sí mismo como la criatura mimada que, por qué no, luego le proporcionó el cuajo emocional suficiente para convertirse en escritor. Todo son dudas en ese capítulo. Todo evasivas.
Galdós, de hecho, acepta su propia vida, su propio yo, desde que pisa Madrid. Fue testigo de la transformación populosa de la ciudad. Cuando llegó, contaba con 300.000 habitantes. Al morir, sobrepasaba el medio millón, comenta Francisco Canovas Sánchez en su biografía sobre el autor (Alianza). El joven Benito, ya nunca más quiso que le llamaran Benitín y comenzó a forjar una forma de rebeldía. Hace novillos ya de entrada en la Universidad: gandulea, dice, por el gozo de observar la vida bulliciosa e ingente de la ciudad que con los años inmortalizó para siempre.
En esa época aprende aceptar al muchacho que ha roto lazos y al joven comprometido que se topa en las vías con sangre derramada de estudiantes e insurgentes a causa de motines y fusilamientos, como los que describe tras la noche de San Daniel, en 1865 o más adelante, un año después, con la sublevación del cuartel San Gil. “Madrid era un infierno”, cuenta. Buena excusa para buscarle las esquinas al paraíso, por tanto.
Al tiempo, tomó conciencia –y partido- por la transformación radical de una sociedad que siempre consideró injusta, desarticulada, desigual y atada a dinámicas atávicas perniciosas. Se alojó aquellos primeros meses en una pensión de la calle Fuentes, cercana a la Puerta del Sol. Desde allí frecuentaba los teatros –el Real y el Español, principalmente- y salía de farra con sus paisanos canarios. Así fue como comenzó a hacerse con las virtudes y los vicios del territorio para poblarlo de todas aquellas criaturas que alumbró y son el alma transida e inmortal de nosotros mismos.
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