El último safari de Jorge de Pallejá
Antes de fallecer el pasado noviembre, el conservacionista y escritor, que hubiera cumplido cien años el martes, dejó deberes para alguno de sus amigos
Han pasado los días y ya me hago a la idea, además de que no volverá a llamarme ni a escribirme, de que Jorge de Pallejá no me ha dejado en herencia una de sus cornamentas de búfalo cafre para colgarla en casa (lo que probablemente ha evitado que nos hayamos tenido que ir a vivir a otra parte, el trofeo y yo). Al búfalo que le tenía echado el ojo es al que le disparó Jorge en uno de sus safaris de antaño, cuando aún no había abjurado de la caza, y que cargó contra él con toda la fuerza y la mala baba que tienen esos animales, en especial cuando son viejos y solitarios y están malhumorados (tres cosas que van juntas, como puedo atestiguar personalmente después de una mala experiencia junto al Sand River de Masai Mara). La última vez que nos vimos en su casa, bajo los cuernos y el trozo de frontal de cráneo en el que se podía apreciar el agujero del balazo que le pegó mientras se le venía encima el bicho, nos bebimos unas copas del Oporto que llevé y Jorge luego se tomó un vaso de leche (una combinación casi tan letal como la carga del búfalo). En esa ocasión, conversamos como solíamos de animales, de libros y de las mil cosas interesantes que mantenían tan despierta la cabeza de Jorge de Pallejá a pesar de sus 99 años y los achaques consustanciales. Es difícil expresar cuánto le echamos de menos todos los que le conocimos. En el vacío que nos ha dejado caben África y la India, con todos sus leones y tigres.
En su estupendo número de invierno (salen José Luis Copete, la visita de Costeau a l’Estartit y los buhos), El Bruel (por el reyezuelo listado), la revista de la Asociación de Amigos del Parque Natural de los Aiguamolls de l’Empordà (APNAE), le ha dedicado un amplio espacio a Pallejá, benefactor del parque y mecenas del Projecte Llúdriga, que repobló de nutrias los humedales. La publicación recupera la preciosa entrevista que le hizo otro amigo, el ornitólogo y naturalista Jordi Sargatal en Moratell, la finca de Jorge en Madremanya (Gavarres). En esa entrevista, el cazador reconvertido en conservacionista explica la triste historia de la elefanta moribunda (le había disparado otro miembro del safari) que le abrazó con la trompa y junto a la cual un Jorge devastado se quedó hasta el final acompañándola, como un imposible Dumbo aguileño y con sahariana. Sargatal escribe en un in memorian que el día de la muerte de Pallejá vio una nutria en los Aiguamolls a mediodía, lo que es muy raro, y no pudo dejar de pensar que Jorge le decía adiós de esa manera. La medida de lo que vales la da lo que dice de ti la gente que te quiere.
En fin, me habré quedado sin búfalo, pero tengo montones de cosas —como si hiciera falta— para recordar a Jorge: la bala de cazar elefantes que me regaló y que atesoro como si me la hubiera dado el propio Allan Quatermain, el fragmento de una película de super 8 que filmó él mismo y editó aparte para mí de una serpiente nadando en el Orinoco (de la época en que viajó a los Llanos con Félix Rodríguez de la Fuente) y, una de mis posesiones más preciadas, un guion original, dedicado por el autor, William Goldman, de The Ghost and the Darkness, la película con Val Kilmer y Michael Douglas sobre el coronel Patterson y los leones devoradores de hombres del Tsavo (aquí llamada Los demonios de la noche). Al regalármelo, Jorge añadió su propia dedicatoria a la del autor: así que tengo dos leones, como los del Tsavo.
Me queda también una tarea que me ha dejado, pues bueno era Jorge: que escriba sobre un libro que me regaló con esa condición. Ese libro (en dos tomos) es nada menos que Sendas de caza africanas (African Game Trails), el relato de Theodore Roosevelt de su legendario safari de 1909 y 1910. Se trata de una cuidadísima y restringida edición de 200 ejemplares numerados (el mío es el 155) de ese gran clásico venatorio realizada por La Trébere con traducción de Rafael y Luis Bernar Solano y maravillosos dibujos del primero (además de impagables fotos históricas), enriquecida además con datos biográficos por Ignacio Ruiz-Gallardón García de la Rasilla (los pongo a todos, como habría querido Pallejá). En la dedicatoria, Jorge me anotó: “Para Jacinto, para que se le ocurra algo divertido que se publique con su sentido del humor”. Es un reto escribir algo divertido del safari de Roosevelt y más con el último safari de Jorge en la cabeza, su safari a esa ignorada región cuya frontera no vuelve a traspasar viajero alguno, como diría el príncipe danés, y que no es precisamente Opar, ni las minas del rey Salomón.
He leído el libro con la sensación de tener a Jorge mirando sobre mi hombro, con su sonrisa pícara y sus comentarios mordaces. Juntos hemos acompañado al ex presidente estadounidense en sus andanzas cinegéticas con salacot (patrocinadas por el Smithsonian y ¡organizadas por Selous!), que arrancan, precisamente, con una frase del Enrique IV de Shakespeare: “Hablo del África y de sus placeres de oro”. Y dice cosas tan inesperadamente bellas como “no hay palabras que puedan explicar el espíritu oculto de lo salvaje ni desvelar su misterio, su melancolía y su encanto”. Expresa su fascinación por “los lugares solitarios y silenciosos, las lunas tropicales, el resplandor de las nuevas estrellas” y los momentos cuando el viajero aprecia “la grandiosa hermosura de los amaneceres y atardeceres en las áridas inmensidades de esta tierra, parajes inalterados por la mano del hombre, solo sujetos a los cambios producidos por el lento discurrir de la eternidad”.
Me ha sorprendido, aparte de que llevara una biblioteca con clásicos en su safari (algo que te puedes permitir cuando te acompañan 200 porteadores, además de los escopeteros, tent-boys, caballerizos y ascáris), el moderno concepto de preservación de la vida natural del Rough Rider Roosevelt, que hace algunas afirmaciones que parecen salir de la boca de Jorge. Y tiene esos detalles que le encantarían como debatir si el pelaje del puma es mejor camuflaje que el del leopardo o comparar el valor de los masáis y los comanches (a favor de los segundos), o señalar que la denominación “White hunter” viene de que Lord Delamere contrató dos cazadores profesionales, uno de los cuales era somalí y el otro blanco y para evitar confusiones les llamaba “cazador negro” y “cazador blanco”, así de tonto. Es cierto que tanta caza y algunas impresentables consideraciones sobre los negros tiran para atrás en el libro, pero las historias de serpientes me han gustado mucho (como la de que el mejor remedio contra la ceguera momentánea causada por el veneno de una cobra escupidora es lavarse los ojos con leche), por no hablar de las collalbas de Livingstone. La muerte de Roosevelt, el 6 de enero de 1919, la comunicó su hijo Archie a sus hermanos con un telegrama que rezaba: “El viejo león ha muerto”. El detalle le encantaba a Pallejà, autor de Simba.
Así que bueno, ahí está el comentario del libro acordado, Jorge. Espero que te parezca una buena despedida, ahora sí, el deber cumplido. Aunque nada de lo que pueda yo escribir llegará a la suela del zapato de lo que dijo tu nieta Camila en tu funeral (lástima que te lo perdieras: esperábamos que aparecieras, como un crecidito Tom Sawyer; el sacerdote era negro, congoleño, lo que pareció un guiño a tu amor por África). Explicó tu nieta, de 11 años, cómo le gustaban los paseos que dabais para coger renacuajos y las historias que le contabas, y dijo que te echa de menos como a Perdigón, nada menos, el burrito de la finca, que también se murió, y que espera que estéis en un buen sitio tú y él, junto a la abuela Vanesa y la tía Rocío. Y no se puede añadir más ni mejor, y todos te deseamos lo mismo querido Jorge. Buen safari.
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