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El ‘Rodríguez de la Fuente’ de Yosemite

John Muir, el naturalista que luchó por la protección del parque californiano, inculcó, con textos como los que ahora se reeditan, el placer de disfrutar la belleza del medioambiente

Theodore Roosevelt (izquierda) y el naturalista John Muir contemplan Yosemite desde el Glacier Point, en 1903.
Theodore Roosevelt (izquierda) y el naturalista John Muir contemplan Yosemite desde el Glacier Point, en 1903. Bettmann (CORBIS / GETTY )

¿Por qué razón hemos de conservar la naturaleza? Habrá quien diga, simplemente, que porque lo manda la ley o es la costumbre, en tanto otros manifestarán motivos más profundos e íntimos. No faltará quien utilice argumentos éticos. Y muchos, seguramente, responderán que necesitamos los recursos naturales y debemos usarlos con prudencia. A título personal, cualquiera de esas explicaciones es más que suficiente, y mejor aún la mezcla de todas ellas.

Las cosas cambian, sin embargo, al trasladarnos al mundo social o político. Cuando se trata de condicionar a otros, hay que dotarse de argumentos contundentes. Simplificando las cosas, podemos agrupar los fundamentos para cuidar de la naturaleza en dos grandes bloques. Para unos, el valor del medio natural es intrínseco, trasciende a su utilidad, mientras que para los otros es al contrario. Ambos defienden la necesidad de conservar el ambiente, pero los primeros entienden por ello básicamente preservar espacios libres de la influencia humana (por ejemplo, los parques nacionales), en tanto los segundos se refieren a conservar los recursos naturales usándolos comedidamente (por ejemplo, las pesquerías).

Por este motivo, históricamente se llamó a los unos preservacionistas y a los otros conservacionistas. Y la persona a la que indefectiblemente aluden todos los textos cuando mencionan la preservación de la naturaleza es ­John Muir. Con su escritura luminosa y vívida, Muir convenció a centenares de miles de americanos de que merecía la pena mantener espacios naturales libres de explotación a cambio de la belleza, la paz interior y el vigor espiritual que podían obtenerse visitándolos.

Alto, delgado y con luengas barbas cuando adulto, John Muir nació en Dunbar (Escocia) en 1838, pero con 11 años emigró acompañando a su familia a Estados Unidos. Su padre compró unas tierras en Wisconsin y levantó una granja donde obligaba a sus hijos a trabajar de sol a sol. John consideró esa fase su “bautismo en el cálido corazón de la naturaleza” y poco a poco se convirtió en un detallado observador de la vida en derredor.

Con su escritura luminosa y vívida, Muir convenció a centenares de miles de americanos de que merecía la pena mantener espacios naturales libres de explotación

En 1867 un accidente laboral estuvo a punto de costarle la vista. Sus viejos sueños de exploración parecían esfumarse, aunque sorprendentemente logró recuperarse. Quería encontrar el rastro de Humboldt en la Amazonía, y seis meses después iniciaba un viaje a pie de más de 1.000 millas desde Indianápolis a Florida para embarcar hacia Sudamérica. Según cuenta Andrea Wulf, apenas comenzó a andar, ligero de equipaje, se detuvo un momento para anotar en la primera página de su cuaderno de viaje: “John Muir, planeta Tierra, universo”.

En Florida, enfermó de malaria y pensando en un lugar donde establecerse con un clima más benigno, escogió California. Casi con 30 años, en marzo de 1868, llegó a San Francisco, ciudad que le disgustó profundamente. Apenas aguantó una noche. A pie, se alejó del mar rumbo a las montañas, hasta establecerse en la zona baja de la Sierra Nevada. En los meses y años siguientes escaló montañas, acampó donde le venía bien, se regaló con tormentas y huracanes. Pero simultáneamente se dedicó a la observación de las flores y los escarabajos, o se entretuvo con los ciervos. Nada para él carecía de interés, desde los más grandiosos monumentos geológicos a las más modestas criaturas.

Durante algún tiempo ocupó una cabaña de madera que él mismo había construido. Escribía cartas y llevaba un diario cuajado de anotaciones y dibujos, hasta que en 1874 comenzó a redactar artículos para los periódicos, convirtiéndose pronto en un escritor de éxito. Sus textos pretendían que la gente admirara los grandes espacios abiertos, pero derivaron después hacia el activismo. Leyéndolos, miles y miles de americanos se sentían transportados a las montañas, acariciados por su viento, purificados por las cascadas, a la vez que constataban que aquellas maravillas podían desaparecer.

Pasado un tiempo, inició una campaña para asegurar la conservación de Yosemite. Reclamaba para la Sierra el estatus de parque nacional

Pasado un tiempo, Muir inició una campaña para asegurar la conservación de Yosemite. Reclamaba para la Sierra el estatus de parque nacional como el creado en Yellowstone en 1872, algo que sucedió finalmente en octubre de 1890. En 1892 creó el Sierra Club, una asociación protectora de la naturaleza, con el ánimo, dijo, de “contentar a las montañas”. En 1901 publicó el libro Nuestros parques nacionales y, tras leerlo, el entonces presidente Roosevelt le escribió solicitando que le guiara en una visita a Yosemite, que tuvo lugar en mayo de 1903. Se fotografiaron juntos en Glacier Point y acamparon entre secuoyas, sobre la nieve y bajo la enorme pared vertical de El Capitán. Alguien ha escrito que aquella acampada “cambió América”. Hasta el final de sus días, John Muir trabajó por la naturaleza y viajó por el mundo. Falleció en Los Ángeles el día de Nochebuena de 1914.

En la historia de las ideas sobre la conservación de la naturaleza Muir ha sido catalogado como adalid de una línea “romántico-trascendental”, pues sin duda la importancia de lo inmaterial en sus textos fue muy notable. De hecho, probablemente una de las claves de su éxito fue invocar ante sus lectores la perfección de la obra de Dios, reflejada en la naturaleza virgen. Desde mediados del siglo XIX los inmigrantes norteamericanos se consideraban un pueblo elegido que debía “implementar el reino del cielo en la tierra”. La colonización del oeste, sin embargo, mostró que estaban destruyendo la naturaleza.

Algunas cosas que he leído sobre él me han recordado, con las debidas distancias, a Rodríguez de la Fuente y su capacidad para impactar en la sociedad española del último tercio del siglo XX

George Perkins Marsh, en su notable libro Man and Nature (1864), subrayó el profundo efecto de las actividades humanas sobre el ambiente. En el este, escritores “trascendentalistas” como Ralph Waldo Emerson y sobre todo Henry David Thoreau, defendían la necesidad espiritual de mantener el contacto con la naturaleza prístina. John Muir supo popularizar los puntos de vista de estos autores, a los que leyó tras su primer verano en Yosemite. Si el Romanticismo había puesto el énfasis en el misterio vivo de la naturaleza, Muir trasladó a sus compatriotas que Dios estaba detrás de tal misterio, que debía preservarse.

Algunas cosas que he leído sobre él me han recordado, con las debidas distancias, a Rodríguez de la Fuente y su capacidad para impactar en la sociedad española del último tercio del siglo XX. Muir (y también Félix) fue un activista de la conservación, pero más porque convencía a sus lectores de que la naturaleza era hermosa e imprescindible que porque directamente hiciera llamamientos a cuidarla.

John Muir publicó a lo largo de su vida una docena de libros y más de 300 artículos. Combinando una gran expresividad y un evidente talento literario con frecuentes apelaciones a lo sobrenatural y al valor del individuo, logró generar un poderoso sentimiento nacional de respeto hacia la naturaleza virgen, transformado en una decidida vocación por la creación de santuarios protegidos. Lean su Cuaderno de montaña, merece la pena.

Miguel Delibes de Castro, profesor ‘ad honorem’ del CSIC y miembro de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, es autor del prólogo de ‘Cuaderno de montaña’ (Volcano), una selección de los textos del naturalista escocés John Muir.

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