Un pastor senegalés en el Montseny
Una fría tarde de invierno en Viladrau acompañando a un rebaño de cien ovejas y a su propietario de origen africano
Salí a caminar por la montaña con el ánimo ensombrecido por la reciente pérdida de dos amigos, Edward O. Wilson y Richard Leakey, grandes amantes ambos de la vida salvaje. A ver, no es que fueran amigos míos personalmente, en realidad ni siquiera los conocía, pero les debo grandes momentos en la naturaleza y lecciones inolvidables. Con Leakey -en sus libros, desde el iniciático La formación de la humanidad (Serbal, 1981)-, he excavado fósiles de homínidos en el Turkana y he seguido con el corazón en un puño el destino de los elefantes y la pérdida de sus dos piernas, las de él, no las de los elefantes (En defensa de la vida salvaje, RBA-National Geographic, 2002)-. Mientras que, en el caso de Wilson, con el que compartía la pasión por las serpientes, he aprendido a pasear descubriendo las maravillas del mundo natural, a no menospreciar a las hormigas (y menos aún chafarlas) y a entender que el naturalista ideal “piensa como un poeta y después trabaja como un contable” (Biofilia, Errata Naturae, 2021, y Cartas a un joven científico, Debate, 2014).
Salí a caminar, decía, como a veces lo hacemos, a la deriva, sintiendo una gran pena en el corazón y dispuesto a sumergirme, embriagado de soledad, en la melancolía del paisaje invernal, que a veces parece que lo pongan para que te abandones a un lirismo delicuescente punteado por el crepitar de los petirrojos al atardecer. Así que ahí estaba, caminando por Viladrau como si estuviera en Alabama con Wilson o en Amboseli con Leakey y suspirando ruidosamente, cuando tuve uno de los más extraños encuentros que quepa imaginar en el Montseny: un pastor negro.
Por un momento creí que de tanto pensar en Kenia había materializado a un samburu. Pero a pesar de que pestañeé varias veces la visión no desapareció. De hecho, el individuo se me acercó gesticulando, visiblemente alarmado, y caí en la cuenta de que yo -con prismáticos al cuello, boina de paracaidista, macuto con provisiones de supervivencia y red de camuflaje- debía parecerle también una visión sorprendente. Cuando lo tuve enfrente me pareció un tipo de una presencia y una gravedad dignas de un actor de Peter Brook. Lucía una corta barba cana en un rostro negrísimo, un gorro de lana y un abrigo de lona largo. Casi esperé que comenzara a recitarme un monólogo de La tempestad, “estamos hechos de la misma materia de los sueños”. Pero lo que me estaba diciendo, en un castellano algo extravagante, es que quién era y qué hacía y que no le espantara el rebaño, collons (esto no lo dijo en castellano ni en inglés isabelino sino en catalán con acento de Osona).
Le expliqué que era un observador de aves, ahorrándole la tristeza de las muertes de Wilson y Leakey, y eso le tranquilizó. “Ah, un científico”. No quise decepcionarle, sobre todo porque ya no esgrimía amenazadoramente el bastón y ponerme una etiqueta parecía haberle sosegado. Me explicó que era senegalés y que se llamaba Kisima. Mi nombre le provocó una primera sonrisa llena de dientes muy blancos. Conversábamos y mientras lo hacíamos mi soledad y mi melancolía se disolvían como un azucarillo en un tazón de café caliente.
Vivía el hombre en Hostalric y cada día venía a Viladrau para pastorear las ovejas y algunas cabras y conducirlas con el crepúsculo al corral en la vieja masía de Can Batllic, en la que habitualmente no vive nadie y que para mí desde siempre es el equivalente local a Cumbres Borrascosas; de hecho, la gente leída que me encuentra deambulando por la casa y los campos me confunde con el fantasma de Heathcliff. En total el rebaño lo componen un centenar de animales, no sabría decirles de qué raza, ya le preguntaré a Gabi Martínez. Mientras hablábamos íbamos caminando y de repente me di cuenta, con creciente alegría, de que estaba yo también haciendo de pastor, como David. Me sentí animado, orgulloso, capaz de sostener una guerra con los ganaderos por el uso de los pastos, como en Furia en el valle (The sheepman, 1958, con Glenn Ford).
Kisima me explicó que había entrado en el negocio -con un pastor bien conocido en Viladrau, Paco- tras quebrar la empresa de construcción en la que trabajaba e invertir en el rebaño el dinero del finiquito. No es mala vida, me dijo, y añadió que le gusta mucho la naturaleza. Intercambiamos informaciones, yo le dije que había visto un pico menor y encontrado plumas de faisán (hubo una suelta para tirarles el otro día). Él, que las cabras paren más que las ovejas y que cada vez ve menos animales salvajes y pájaros. Que no haya lobos en Viladrau le facilita mucho las cosas, aunque los zorros se cobran algunas crías de oveja cuando acaban de nacer. Es difícil impedirlo porque las hembras que van a parir se separan del rebaño. También a veces los cuervos y las cornejas se ceban en individuos débiles o enfermos y el pastor no descarta que pueda hacerlo algún gato montés.
Hablamos de cosas personales, él tiene tres hijos, dos chicos y una chica; convinimos lo difícil, y caro, que es educarlos hoy en día. Le pregunté por Senegal. Es de un pueblo cerca de Dakar, me parece que de etnia sarakholé (pastoreando es difícil tomar notas, no wolof en todo caso), se marchó a los 19 años en busca de mejor vida a través de Marruecos. Al principio fue muy difícil. Ha regresado alguna vez a su país, del que dice que la situación es muy triste y hay mucha miseria. Por muy mal que estés aquí allí es mucho peor, recalcó. Compartimos una tableta de chocolate Suchard que llevaba yo (mi concepto de la supervivencia es muy particular) y de repente nos dimos cuenta de que nos encontrábamos solos. Las ovejas no estaban. Mi compañero se agachó y estudió las huellas. Se habían marchado corriendo, empujadas por el perro, Pardo, demasiado joven e impulsivo. Lo llamó con grandes gritos y silbidos y cuando apareció le pegó un bastonazo que hizo gemir lastimeramente al animal y a mí, al cabo bienintencionado pixapins educado con 101 dálmatas, estremecerme. Nos apresuramos, yo algo inquieto: mi primer día de pastor y ya había perdido el rebaño.
Encontramos a las ovejas en Can Batllic, hacía mucho frío y las muy listas se habían ido a casa visto que estábamos entretenidos conversando. Ayudé a Kisima a darles forraje en el corral (”come in! come in !, Cathy, do come!”) y mientras caía la noche el pastor negro se subió a la motocicleta en la que se traslada esforzadamente cada jornada desde Hostalric -una baqueteada Derbi de 50 cc- y la puso en marcha. Me explicó que el día antes se le había cruzado un jabalí cerca de Arbúcies y lo había tirado al suelo. Se le rompió la maneta del embrague y se hizo daño en un pie. Nos despedimos como dos amigos de toda la vida y le vi partir de regreso a su casa. Casi no había luz -excepto una franja púrpura en el horizonte- y me quedaba un largo camino para volver a la mía. Pero no me importaba, era la hora de los chotacabras y los búhos, la noche hervía de vida alrededor, y ya no me sentía solo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.