El rastro salvaje del gato montés
Una jornada de divulgación del felino en Viladrau acerca al esquivo ‘gat fer’, fantasma de nuestros bosques y campos
Fuimos pocos los que el otro domingo preferimos acudir a una jornada de divulgación en Viladrau sobre el gato montés en vez de, qué se yo, jugar a pádel o ir a buscar bolets. Ellos, los que optaron por otras formas mucho menos interesantes de emplear el día, se lo perdieron: fue apasionante.
El gato montés (Felis silvestris) o gato salvaje -el wildcat de los británicos-, que en catalán conocemos como gat fer, es una pequeña pero corpulenta y feroz bestezuela, solitaria, arisca y agresiva, maravillosa, que vive sigilosamente en nuestros bosques y con el lince constituyen en la actualidad las únicas especies de felinos salvajes de Europa. Es una pena no tener tigres, leones o leopardos (de todo lo cual dispusimos en la prehistoria, cuando los paseos por el campo debían ser mucho más emocionantes), pero el lado positivo es que ahora no hay nada que te pueda comer e iniciar una siniestra carrera como devorador de hombres del Montseny al estilo del diablo moteado de Gummalapur o el terror listado del valle de Chamala. El gato montés, de natural desabrido, te puede llegar a dar un susto, esencialmente si lo cabreas, lo acorralas o es una hembra con crías, y se han dado casos muy excepcionales de ataques a humanos (está acreditada la muerte de un tal Percival Cresacre, aunque fue en York en 1477), pero la verdad es que encontrarte con uno de esos esquivos y extraordinarios animales es algo excitante y tan raro y portentoso como que te toque la lotería.
Así pues, me dirigí con mi habitual entusiasmo para estas cosas al Espai Montseny donde se celebraba el evento El Gat Fer, el felí dels nostres boscos, que incluía una exposición itinerante sobre el bicho, con atención a su presencia en la zona del Montseny y Guilleries, y un programa didáctico compuesto de una conferencia divulgativa y una salida “familiar” para visitar el hábitat del gato montés. La excursión parecía llevar implícita la observación de algún individuo, cosa bastante improbable dado que, como queda dicho, al gato salvaje, “fantasma de nuestros bosques”, no lo ve ni su tía.
Yo mismo, por poner un ejemplo, que salgo mucho por la montaña, me muevo silenciosament estilo comanche, me camuflo como un francotirador ruso y he tenido experiencias insólitas del copón -una vez me estuvo dando vueltas alrededor, al alcance de la mano, una gineta (gat mesquer) en lo que interpreté como una pauta de cortejo-, sólo he visto en cincuenta años en Viladrau un gato montés. Y fue de puro churro: estaba escondido un atardecer detrás de un árbol observando en los campos de Can Batllic un tejón que se comía los frutos caídos de una higuera cuando atravesó mi línea visual un gat fer, moviéndose con la contundente prepotencia y a la vez el disimulo de un Shere Khan en pequeño. Fue una visión inolvidable. Más aún porque llevo el gato salvaje en el corazón -y valga la imagen que parece de la Kate de La fierecilla domada, donde por cierto Shakespeare compara al gato montés con la díscola chica-. Lo llevo desde que a los 12 años leí El gato salvaje, de Allan W. Eckert (Molino, 1969), una preciosa novela protagonizada por un híbrido de gata doméstica y bobcat, lo que denominan gato montés en Norteamérica, donde no existe nuestro Felis silvestris, y que en realidad es el lince rojo (Linx Rufus).
En el relato, una preciosa historia de naturaleza, de aventuras y de amor a los animales, el pequeño mestizo es rescatado y cuidado por un chico, Toddy, que le pone de nombre Yowler, aullador (aunque no parece haber leído a Allen Ginsberg), y que se escapa con el felino cuando su padre quiere dispararle. La novela, en la que el gato salvaje se pierde y viaja hasta los bayous de Louisiana, es muy emotiva y tiene claras influencias de Huckelberry Finn y de la Llamada de lo salvaje. Eckert, por cierto, es el autor de la famosa Incident at Hawk’s Hill, novela en la que un niño es cuidado por un tejón.
El Espai Montseny de Viladrau es un dinámico y espectacular centro en las afueras del pueblo que sirve de punto de información turística del parque natural del Montseny y que acoge exposiciones y otras actividades. Ocupa un edificio inmenso y absolutamente singular, el Park Hotel, con un absurdo aire de mansión sureña a Lo que el viento se llevó, construido en los años cincuenta y que, abandonado por su propietario, nunca llegó a inaugurarse. En Viladrau siempre ha corrido la especie de que el proyecto de un gran hotel de lujo y casino fracasó al no autorizarse entonces, como se preveía, el juego en España. Durante casi medio siglo el edificio fue deteriorándose hasta parecer una casa maldita de Stephen King (la mansión Martens o el hotel Overlook) y los adolescentes solíamos colarnos en él para cazar murciélagos, explicarnos cuentos de terror o, más grandecitos, sustituir los románticos campos del tío Leopoldo en días de lluvia. Reformado con fondos de la Unión Europea, ahora es un centro cultural consagrado a la naturaleza.
En fin pues ahí estaba yo, en la sala Alicia de Larrocha del viejo Park Hotel remozado, bautizada en honor de la pianista, con tantas raíces en Viladrau (casada con Joan Torra y veraneante en Can Torra desde los años cincuenta). Las fotos de la artista en las paredes contrastaban con el tema del gato montés, muy alejado de la música como no sea la de Orfeo, que amansaba a las bestias. Ferran Sayol y Xavier Soler, que trabajan en el proyecto Gat Fer, consagrado a la investigación del animal en Cataluña y especialmente a determinar el estado y la distribución de sus poblaciones, aguardaban a que llegara el público. Cuando quedó claro que no vendría nadie más empezaron la sesión. Éramos cinco, incluidos ellos dos. Dado que los otros eran el director de las Monografies del Montseny -que les pidió un artículo- y una acompañante, estábamos como en familia. “Bueno, hace muy buen día, es normal que la gente prefiera hacer otras cosas”, arrancó con gran deportividad el biólogo Sayol.
Utilizando un audiovisual muy vistoso con imágenes sensacionales captadas por foto trampeo, nos ofrecieron de entrada unas nociones básicas: el gato montés es el único felino autóctono en Cataluña (y un patrimonio natural a cuidar), pues de momento no tenemos lince ibérico y ni te digo lince boreal. Es un depredador en lo alto de la cadena trófica, o sea que come y no es comido (aunque se ha encontrado una mandíbula de gato montés en un nido de águila). Se parece a un gato doméstico tabby, atigrado (es fácil confundirlos), pero es más mucho más robusto: vamos como mi Charly con anabolizantes y mucho gimnasio (y ganas de bronca). Pesa de 3 a casi 6 kilos, que ya es gato. La cabeza es proporcionalmente más grande, los ojos verdes con tonalidades doradas, la cola muy gruesa, con grandes anillas negras y redondeada en la punta. Una de las características básicas para distinguirlo del gato doméstico es la raya negra del lomo que acaba en el inicio de la cola. Se alimenta únicamente de carne y es un depredador muy especializado con predilección por los ratones y ratas de campo y los conejos, aunque ocasionalmente caza pájaros, anfibios y reptiles.
El gato montés vive, en libertad, unos 8 años. Solitario y muy territorial (hasta un kilómetro cuadrado de reino), sólo se relaciona con sus semejantes para aparearse, o las hembras con las crías. En Cataluña puede haber más de un millar de individuos. Tradicionalmente se le ha cazado en Europa por su gruesa y mullida piel, y por ser considerado una peste que diezmaba los cotos de caza. Se creía que algunas partes de su cuerpo tenían propiedades medicinales y que sus excrementos mezclados con grasa de oso curaban la alopecia: hoy se prefiere ir a Turquía.
Sayol y Soler explicaron que el gato montés, aunque en nuestro país goza de momento de buena salud (grado de “preocupación menor”), está amenazado por la pérdida de hábitat, especialmente la desaparición de espacios abiertos a causa del abandono de los campos. Pero el gran peligro que le acecha es la hibridación, el cruce con gatos domésticos, que puede provocar que la identidad genética de la especie se diluya hasta desaparecer. “El problema no son los gatos que se quedan en casa”, señaló Sayol al verme la cara de alarma pensando en que Charly cualquier día nos trae una novia salvaje (que se iba a decepcionar, pues nuestro gato está esterilizado), “sino los merodeadores y asilvestrados, que hay que recordar que son una gran amenaza a la biodiversidad, pues cazan sin medida y donde ellos están desaparece todo”. Aquí volvieron a aparecer el viejo farero de la isla de Stephens, su dichoso gato y el chochín extinto. Con los cruces, retomó Sayol, se va perdiendo el fondo genético del gat fer, “la hibridación degrada la especie”. Afortunadamente, parece que la integridad se mantiene en la actualidad muy alta: las muestras de ADN (estudio que hace Pau Federico) arrojan en los individuos analizados más de un 99 % de gato montés auténtico.
En la investigación, que coordinan Sayol y Marc Vilella, se han puesto cámaras -hasta 22 en Les Guilleries- que se activan automáticamente al paso de animales de sangre caliente para rastrear la presencia del felino. En Cataluña, hay muchos lugares aún donde constatar su presencia. En el Montseny se han detectado dos núcleos de población del felino en Sant Marçal y el Pla de la Calma. El estudio del gato montés se enmarca en uno más amplio del Grup Felis de la Institució Catalana d’Historia Natural (ICHN) encaminado a promover el conocimiento de los mamíferos carnívoros de Cataluña para mejorar su conservación. El porcentaje de aparición del gat fer en las cámaras da la medida de su representación en la fauna de mesocarnívoros (carnívoros de tamaño medio): mientras el zorro sale en el 50 % y hasta el 80 % de las imágenes, y la garduña (fagina), el 20 %, el gato montés no llega al 2,3 %: low profile cat.
¿Es tan feroz el gato montés como acredita su reputación? Nunca se lo ha domesticado y parece que no se lo puede domar. En Escocia, curiosamente -vistas las coincidencias con Cataluña- otro de los lugares de Europa en que más interés se pone en estudiarlo y luchar por su preservación, se lo ha tenido tradicionalmente como símbolo de ferocidad guerrera. Se lo conoce como “el tigre de las Highlands”. Los pictos lo veneraban, los celtas lo consideraban un animal mágico relacionado con las brujas, el Cath Sith (sic), y los clanes escoceses lo hicieron emblema suyo y era habitual además usar cabezas de gato montés como sporran sobre las faldas (véase The Scottish Wildcat, de Christopher Clegg, Merlin Unwin Books, 2017). El clan de los McKintosh tiene en su enseña un gato montés y el motto “no me toques sin guantes”. “Es muy salvaje”, señala Soler: “Hay documentado algún ataque contra gallinero y el pagés que se lo encontró dentro dice que era como enfrentarse a un pequeño león”. En Gran Bretaña se creó alrededor del gato montés el mito del Gato de Kellas, avistamientos de un misterioso e impresionante gran felino negro que se creyó que era una especie desconocida, carne de criptozoología, y que resultó ser un híbrido. No obstante, parece que hay ejemplares melánicos de F. silvestris.
Una parte importante del estudio de los gatos monteses son sus excrementos, que sirven para conocer sus hábitos gastronómicos y ofrecen muestras de ADN. La parte final de la charla consistió en una demostración práctica de cómo distinguir las heces del gat fer, para lo cual Soler extendió en el suelo varias deposiciones. Nos inclinamos sobre ellas: gineta, marta, tejón... Una ventaja (en este aspecto) del gato montés sobre el gato doméstico es que el primero parece que “no entierra sus cacas”, como expresó crudamente el investigador.
Tras convenir que no hacía falta ir de excursión, pues tampoco íbamos a ver al animal, me despedí de los investigadores no sin antes comprarles una de las bonitas camisetas que han estampado con el gat fer para ayudar a financiar su proyecto. Con ella puesta, un imán de nevera que me regalaron y que muestra las características principales del felino, y el encargo de “si ves uno avísanos”, me marché más contento que unas pascuas hacia Can Batllic, mi Walden particular, donde, pertrechado con todos mis nuevos conocimientos y el consejo de Thoreau (“tenéroslas con la naturaleza salvaje y su grandeza inexplorada, pasad frío, hambre, cansancio”) pienso montar guardia día tras día hasta que vuelva a ver otro gato montés, su esplendor feroz en el crepúsculo de los campos. ¡No hay uno sin dos!
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