Tormenta sobre el catalán
La inmersión lingüística escolar ofrece a los hijos de los inmigrantes la plena integración cultural en el país, justamente lo que combaten formaciones políticas como PP, C’s y Vox
Las emisoras de radio y televisión en catalán emitieron durante toda una jornada a principios de mes una declaración del presidente del FC Barcelona, Joan Laporta, en la que advertía de que l’estadi es cau a trossos. En catalán las cosas cauen, no es cauen, pero Laporta no lo sabe, o si lo sabe, se le olvidó. Sucedió que por las mismas fechas unos conspicuos letraheridos catalanes se lanzaron contra el equipo de gobierno del Ayuntamiento de Barcelona por unas incorrecciones lingüísticas de tipo léxico en un cartel municipal. La incorrección de Laporta, en cambio, no mereció la atención de los guardianes de la lengua.
Un brote de estrabismo político-gramatical como este no merecería ser recordado si no fuera porque refleja muy bien la compleja situación en que se halla la lengua catalana. Malhablada y mal escrita por los catalanohablantes, preterida por los jueces, combatida por el nacionalismo españolista envalentonado por su reciente victoria contra los independentistas, ahora es insensatamente rebajada por sus propios hablantes a la categoría de arma arrojadiza entre ellos. Para atacar a Colau, cómo no.
Eso ocurría pocos días después de que el Tribunal Supremo obligara a las escuelas catalanas a impartir en castellano por lo menos una cuarta parte de las clases. Y coincidía con el estallido en Canet de Mar del primer problema social provocado por esta decisión político-judicial. Mal asunto. Unos a favor, otros en contra. Lo peor que podía ocurrir. ¡Pobre idioma catalán! Cuarenta años después de que se levantara la interdicción que lo aplastó durante la dictadura franquista, los rectores de la política lingüística de los sucesivos gobiernos de la Generalitat asisten impotentes a su imparable reducción al rango de idioma minoritario en su propio marco geográfico por una evolución demográfica en la que cada día son una mayoría más grande los hijos catalanes de un progenitor que tiene el castellano como lengua materna. La catalana es una sociedad mestiza y el catalán es un idioma sometido desde hace más de un siglo a un sostenido proceso de hibridación con el castellano por un cúmulo de circunstancias que escapan a todo intento de control desde Cataluña.
Sólo el 36% de los ciudadanos de Cataluña tiene el catalán como lengua habitual. Y la tendencia es de retroceso
Las últimas estadísticas sobre usos lingüísticos han alarmado incluso al gobierno de la Generalitat, al que no le gusta reconocer fracasos en esta materia. Sólo el 36% de los ciudadanos de Cataluña tiene el catalán como lengua habitual. De cada 10 catalanohablantes, ocho cambian de lengua cuando su interlocutor les habla en castellano. Y la tendencia es a que el uso social del catalán siga retrocediendo.
Todo esto tiene variadas consecuencias políticas, en planos muy distintos. Una de ellas, nada desdeñable, es que el núcleo duro del nacionalismo catalán vive en una permanente sensación subjetiva de estar convirtiéndose en una reserva. De ser una minoría en su propio país, los últimos de una estirpe. De personificar el fin de una lengua, una cultura, una civilización, implacablemente sustituidas por otras ajenas. Esta angustiosa percepción alienta reacciones de tipo defensivo que fácilmente derivan en demonizaciones del diferente o en propuestas de soluciones autoritarias para reforzar la identidad amenazada. Una década de derrotas políticas sucesivas alimenta esta deriva. De ahí surgen discursos como el del diputado Joan Canadell, por citar un caso notorio.
Quienes combaten la inmersión y hablan de apartheid son justamente los que prefieren su exclusión
En las redes sociales es fácilmente perceptible este estado de ánimo, muchas veces a través de perfiles anónimos que permiten expresar sin tapujos lo que todavía es minoritario y generalmente considerado como inaceptable. El grueso del catalanismo asiste incómodo a la incipiente emergencia en su seno de un sector ultranacionalista cuyas ideas y actitudes conectan con los movimientos y partidos que en Francia, Polonia, Hungría o Estados Unidos agitan la defensa de las identidades nacionales frente a enemigos internos o externos, caen en el racismo y la xenofobia y acaban rechazando a los extranjeros pobres. Es un deslizamiento hacia posiciones de la nueva extrema derecha, distinta a la que tiene sus orígenes en los partidos fascistas, que por otra parte siguen existiendo y en España son y han sido históricamente anticatalanistas.
La consolidación de este deslizamiento sería, de prosperar, un triunfo del anticatalanismo encarnado hoy en la triple derecha española, PP, Vox y Ciudadanos. Llegados a este punto, el objetivo de los Casado, Abascal y Arrimadas es lograr que el catalanismo termine convirtiéndose en la caricatura con la que ellos lo denigran continuamente: un movimiento xenófobo y excluyente. Esto es, sin embargo, lo contrario de lo que persigue la política escolar de inmersión lingüística puesta en práctica por el catalanismo: ofrecer a los hijos de los inmigrantes una posibilidad de integración social y cultural plena en la lengua del país. Quienes combaten la inmersión y cínicamente hablan de apartheid en Cataluña son justamente los que prefieren su exclusión.
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