Carme Elías: “Me siento más ligera que nunca, como si la vida me hubiera preparado para este momento”
Goya a la mejor actriz, ha roto tabús interpretando a mujeres que dan un volantazo a su vida y también a enfermas, drogadictas y alcohólicas. Tiene 71 años y hace unos meses anunció, con la emoción y la contención que caracterizan sus apariciones, que tenía alzhéimer. Nos recibe en su casa y habla con precisión y sin miedo.
En su luminoso loft del barrio barcelonés de Gràcia, Carme Elías (Barcelona, 1951) habla con precisión. Aun así, advierte que le cuesta encontrar las palabras. Es inevitable pensar en la autoexigencia de esta mujer cercana y atractiva. Con la cara lavada y los ojos desbordados, sus 71 años parecen 50. “A mí también me lo parece”, dice levantando los hombros. Desde que anunció que tiene alzhéimer, su hermano Joan la acompaña. “Doy gracias todos los días por tenerle. Si no fuera por él, estaría más despistada de lo que estoy. Me está regalando la libertad”. Pregunta si he llegado de Madrid solo para entrevistarla. “He ido muchísimo allí, pero ahora me parece una aventura, como ir a Islandia. Está claro que hay una distancia real y una íntima, que es la que pones tú”.
¿Cómo ha conseguido persistir como actriz durante 50 años?
Vocación. Persistir como actor es una frase certera de José María Rodero, porque es difícil. Tal vez he tenido trabajo porque actúo en catalán y en castellano. No he tenido que hacer nada para sobrevivir.
¿Ser amable es actuar?
Es educación, ¿no? Solo hay un camino para actuar: la verdad. Es la verdad en el aquí y el ahora. Dentro de la ficción uno revela sus propias verdades.
Sus padres tenían una mercería. Sus abuelos, una panadería. Y usted quiso ser actriz.
Todo tembló. Pero mi padre me apoyó. Y mi madre, muerta de miedo, lo apoyó a él. Fue la maestra del barrio, antes de que me llevaran a las monjas, la que dijo que actuara. Recuerdo el placer de subirme a la banqueta y recitar.
¿Fue una niña diva?
Actuar me salía del alma. El otro día me hicieron un homenaje en el teatro parroquial de mi barrio [Camp de l’Arpa, en Barcelona]. Pensé en las veces que me había ido a recoger mi padre. Luego ya trabajé en un banco, de azafata, y por las tardes iba al Institut del Teatre.
O sea que actuaba todo el día.
Excepto cuando iba en moto, del banco al Institut.
Su primera película fue La orgía.
De Francesc Bellmunt. Salía al final desnuda y ellos, en broma, estaban vestidos. Pensé: “Ay mi padre cuando lo vea”.
Empezó fuerte.
El Institut iba fuerte. Había entrado Boadella y la gente que hizo avanzar el oficio. El primer día, Fabià Puigcerver nos tumbó en el suelo. Allí conocí a Antonio Chic, que me llevó a Televisión Española para hacer teatro en Estudio 1. Empecé con papeles de una frase y terminé protagonista.
¿Qué la distinguía? ¿Su delgadez? Es lo contrario a una nieta de panaderos…
Mis abuelos tenían el Forn Elías que hoy lleva mi prima Anna. Su hijo gana premios.
¿No se hinchaba a ensaimadas?
Hombre, quería ser actriz. Sabía que no debía engordar.
¿Todavía le fascinan los perfumes?
Vendíamos a granel. Venían con la botellita y la llenábamos. Vivías envuelta en perfume.
Son tres hermanos.
Soy la del medio. Él [dice señalando a Joan, que la acompaña] es el pequeño y, pobre, está harto de oírme. Mira cómo bosteza. A este le admiro, pero a Josep Maria le admiramos los dos. Tuvo la mala suerte de coger la polio con cinco años. Lleva toda la vida en una silla de ruedas, y estudió Derecho, ha tenido una hija, conduce…, en fin. Es el ejemplo. Ahora yo no puedo ponerme a llorar me pase lo que me pase.
¿Han sido una familia unida?
Nos ayudábamos. Creo que esa unión, asociada al negocio y al barrio, ha desaparecido en la vida actual.
Usted no hubiera sido actriz si se hubiera quedado allí.
Claro. Buscamos lo que nos conviene y la familia se va diluyendo.
Una familia unida es poco cinematográfica. ¿El conflicto genera más guiones?
Sin duda. Pero en las familias siempre hay problemas. En la mía se han resuelto con disgusto pero con querencia. Si no fuera por mi hermano, y mi cuñada —que lo permite—, ¿qué haría yo hoy? Hay una época en la que los amigos lo son todo. Luego llega el tiempo de la necesidad…
No creó su propia familia.
Estuve casada pero no pude tener hijos. Bueno, mi pareja durante años, Joan Potau, un tipo talentosísimo, guionista y hombre para todo, no podía.
¿Hombre para todo?
Juntos abrimos el bar Minotauro en la plaza Real porque queríamos convertir el sótano en escenario y que el bar financiara el teatro. Pero hicimos un solo espectáculo, Molly Bloom, con Magüi Mira. Necesitábamos otra salida de emergencia y al final fue un bar de amigos actores.
¿Sus amigos han sido actores?
Sí. Pero han ido desapareciendo. Unos no están y otros hemos ido cogiendo caminos que nos han alejado. No tengo amigos de largo recorrido. Ya no.
Ha hecho mucha terapia.
Creo que todos la necesitaríamos, pero cada uno se sabe lo suyo. Haciendo terapia te conoces a ti y a los demás. Yo era muy intensa. Tenía conflictos internos.
¿Conflictos? Triunfaba, su familia la apoyaba…
Todo me pesaba y quería aligerar. Se me tachaba de actriz fría. Tal vez por mi físico.
Tiene el físico perfecto para anunciar cosméticos.
Nunca hice publicidad, puede que porque vivía con un publicista. Aunque luego hizo guiones.
¿Cómo lo conoció?
En el Institut del Teatre.
¿También era actor?
No, venía a buscar a su novia [carcajada]. No engañaba. Siempre estaba seduciendo.
Estuvieron juntos 20 años.
Eran tiempos en los que las cosas se afrontaban libremente. Nadie se quería atar con el primero que llegara. Nunca me casé [su hermano corrige que sí que lo hizo]. Quería decir por la Iglesia.
¿Es religiosa?
Nada. Solo de pequeña, cuando iba a las Escolapias.
Ganó el Goya por interpretar a una madre del Opus Dei.
Ese papel en Camino fue un gran regalo. Qué sensibilidad tiene Javier Fesser. Yo sabía que tenía que estar rota todo el rato: tu hija se está yendo. Y eso solo lo consigues conectando con tu dolor. Fesser entendía que no podía ponerme a fingir. Respetaba el tiempo de las actrices. Nos protegía. Vamos, el Goya es de él.
Conectar con el dolor. ¿El oficio de actor es de alto riesgo con uno mismo?
Es un dolor ya vivido. Y se puede trabajar de otras maneras. Hay gente que no necesita ese recurso.
Cuando ha estado más frágil, ¿ha sido mejor actriz?
Sí. Frágil soy más emotiva. Pero también he pasado más miedo. La fragilidad da miedo. Aunque he disfrutado mucho actuando. Le estoy agradecida a la vida “que me ha dado tanto” [dice cantando].
¿Se ha llegado a conocer?
En un momento, con un gran disgusto, decidí que tenía que conocerme. Si no te conoces, la vida te puede arrollar. Siempre llegamos a terapia llorando. Dolores tenemos siempre, pero el del corazón es el vacío. Lo has dado todo y te quedas con un hueco. Duele mucho. Pero aprendes mucho.
Ha roto tabús interpretando a mujeres fuertes. Incluida una que decide acabar con su vida.
Sí. En La distancia más larga, de Claudia Pinto. Hay que ser muy valiente para hacer eso. Pienso, ojalá yo fuera valiente. Pero es que no sabemos cómo va a ir esto. Lo estamos averiguando día a día. La cabeza y yo. Y los demás, claro.
¿Ha hecho testamento vital?
Sí.
¿Qué ha aprendido en 71 años?
Creo que más del dolor que de otra cosa. La alegría es chupar un biberón. El dolor te enseña de ti mismo. Pero cuesta. Siempre sentía que no era capaz de atrapar la felicidad.
Es que no se atrapa, ¿no?
Claro, se disfruta un momento, aquí y ahora. Ahora me siento más ligera que nunca, como si la vida me hubiera preparado para este momento que me toca vivir.
La gracia que nace de la desgracia.
A ver, igual mañana, si me pillas enfadada, te digo otra cosa. Y todo será verdad. Pero he ido ganando en alegría. Joan Potau, que era un tío muy alegre, no como yo…, tan densa e introvertida, me arrastraba.
¿Fue el amor de su vida?
El compañero. El amor de mi vida duró poco. Dejé a Potau por un amor que no duró. Y aprendí.
Luego cuidó a Potau hasta que murió.
Éramos una pareja inseparable, aunque no estuviéramos juntos. Tuvimos que pasar la gripe, pero una vez superada, nos teníamos. Él seguía con sus novias porque era un gran seductor y tenía una vitalidad contagiosa. Fuimos amigos hasta el final.
Lo contrario de su breve enamoramiento.
No duró tanto como me hubiera gustado, pero conocí el amor pleno y profundo. No fue un arrebato. Tuve la oportunidad de conocerme en una versión extrema: con todo lo bueno y luego con todo lo malo. Ese periodo de mi vida fue una burbuja de amor y alegría que se convirtió en una burbuja de tristeza y decepción. Y ahí es donde aprendes que lo que te toca en la vida debes gestionarlo.
Como le sucede ahora.
Aunque no se lo desee a nadie. La gente habla de luchar contra la enfermedad. Quizá se pueda luchar contra algunas. En mi caso solo se puede aceptar.
El aquí y el ahora.
Es la enseñanza de Claudio Naranjo. Mi amigo y maestro Juan Carlos Corazza, su discípulo, es compañero en este viaje hacia el presente. No sé si me estoy explicando demasiado. Soy como los tenores que van subiendo de tono…
Con 60 años, en Planes para mañana, de Juana Macías, interpretó a Antonia, una mujer que abandona a su hijo y a su marido y se va con un amor de juventud. ¿Eso es verosímil?
No me acuerdo de la película. ¿De la noche a la mañana? ¿Se va? Valiente la mujer, ¿no?
Como usted, ¿no?
Sí, lo planté todo y luego me abandonaron. Es el riesgo. Pero, insisto, cuando consigues aguantar el sufrimiento se convierte en una gran lección de vida.
¿Esa resignación no es una trampa?
Es el peaje. Sin esfuerzo no hay conocimiento. Lo inesperado es el regalo de la vida: fue Potau quien me acompañó cuando mi gran amor me abandonó. Al final las familias se construyen no con certificados, sino con amor.
Siempre ha escrito diarios.
Era una costumbre para volcar un interior volcánico. No siempre a los amigos les puedes contar lo que te pasa. Y es necesario sacar lo que llevas dentro. Ahora puedo hacer un recorrido por mí. Es gracioso. Veo la niña que fui. Lo que me acobardaba y lo valiente que era.
¿Qué la acobardaba?
Siempre he tenido miedo al salto mortal que es el cambio. Uno teme caerse.
Pero lo ha dado varias veces. “Queríamos comernos el mundo y el mundo se nos comió”, dice en La distancia más larga.
Se me está comiendo. ¿Hay algo más bestia a que te coman el cerebro? Bueno, hay muchas bestialidades. He dado saltos mortales. Y una vez he caído en el vacío. Solo una.
¿Decidió contar que tiene alzhéimer por valentía? ¿Por controlar?
Somos un grupo de tres amiguetas: Carme Sansa, Silvia Marsó y yo. Nos queremos a matar. Cuando lo supe, Silvia me convenció para que contactara con la Fundación Pascual Maragall. Me daba pereza. Tener alzhéimer en la intimidad te da cierta sensación de control. Pero te va separando del mundo. La Fundación me pidió que lo hiciera público y la que gané soy yo. Ha sido tal liberación… Si tú lo aceptas, los demás lo aceptan. Pienso que, si me pierdo, alguien me devolverá. Y, sobre todo, no tengo que disimular. Ahora me paran en la calle. ¿Qué tal lo llevas? Pues mira, bien. Todavía estoy aquí.
¿Ha sido una mujer valiente?
Creo que sí. De actuar en la mercería-perfumería a actuar en el teatro hay un camino. Me fui a Nueva York. No conseguí beca, pero tenía amigos con casa. Pasé por las escuelas de oyente. Allí me hice fanática de Carlos Gandolfo, un gran maestro de actores. Y cuando se fue a dirigir a Eusebio Poncela en La gata sobre el tejado de zinc caliente, me llamó para sustituir a la actriz que había fallado. Yo volaba por el escenario.
¿Sigue siendo amiga de Poncela?
No. Con la de noches que hemos llegado a pasar juntos… No sé qué ha sido de él.
¿Por qué deja tantos amigos atrás?
He vivido entre dos ciudades. Haces un amigo y te vas. Son relaciones fuertes que se diluyen. Y también hay amigos que nos decepcionan. O a los que decepcionamos…
¿La han llamado tras anunciar su alzhéimer?
Bastantes. Pero no he contestado. No te lo sé decir bien.
¿Querría volver a ver a gente que no ha visto en años?
No. Si me apeteciera, los hubiera buscado. Hay gente que viene a verte a casa como si no pudieras quedar en otro sitio. Eso no me gusta.
Quítese el teléfono fijo y no sabrán dónde está.
Es que ahora una llamada de fijo también me gusta. Es cómo ¿quién será? Creo que estoy bastante bien teniendo en cuenta que la situación es bastante mala. Eso no quita que me eche una lloradita y me desahogue.
Le agradezco que lo cuente.
No lo cuentas por no dar la lata. He buscado tiempo. Me he tirado meses sacando lo que tenía en el sótano para mirarlo. Toda mi vida profesional está allí.
¿No está en las películas y las obras de teatro?
También en el papel. Pienso que algún día alguien lo mirará y se sorprenderá.
¿De lo ordenado que lo ha dejado?
De todo lo que hay. A veces pienso: qué tonterías decías cuando te creías que eras la reina del mambo. Otras: aquí demasiado tímida.
Se examina.
Ha sido importante volver a ver mi vida. Ha sido rica, no exenta de decepciones, desilusiones y alguna desgracia. Si no viviéramos todo esto, no seríamos buenos actores o buenas personas.
¿Es perfeccionista?
Soy controladora.
¿Está dejando de serlo?
Me temo que no. Pero soy consciente. Y digo: ya estamos… Ahora intento controlar mi mente. Que no se vaya para donde no debe porque entonces me paso el día llorando. Y no quiero: los ojos se hinchan, te pones fea… Hay que salir de casa llorada pero sin que se note.
¿Le gusta cocinar?
Mira, no. Lo hago bien. Pero me fastidia la obligación. Me da por la limpieza. No es orden. Busco que el pasado no me pese. Y revisarlo me hace pensar que no debo quejarme.
Puede dejar de trabajar y vivir cómodamente. En su profesión es casi impensable.
Si quiero me encierro, pero sabiendo que estoy rodeada de la vida del barrio. No podría estar sola en el campo. Creo. Tengo una planta y, después de regarla, hablo con ella. Juan Luis Galiardo me llamó hace años para que actuara en una obra de teatro porque decía que conmigo se sentía seguro. Hacía de un hombre que vivía en un asilo y hablaba con su plantita. La llevaba a todas partes. Yo era su enfermera.
Y ahora le habla usted a su planta.
Me lo digo: ¡pareces Galiardo! La muevo para que le dé el sol como si fuera un perro, que también tengo. Siempre pienso que, si un día me despisto, me devolverá a casa.
¿Por fin, en su vida, tiene tiempo para hablarle a la plantita?
Claro. Con el ritmo que tenía ya la hubiera regalado. Sin la enfermedad no hubiera conocido esta calma.
Y se ha puesto a escribir.
Claro. El ritmo vital es al ralentí, pero el mental no para.
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