Jorge Drexler: “Fui un ejemplo de fracaso en la industria discográfica durante mucho tiempo”
Hace más de dos décadas que el músico uruguayo llegó a Madrid. La ciudad le ayudó a encontrar su camino cuando triunfar parecía imposible. Una historia de fracasos, éxito superlativo y la búsqueda de un lenguaje universal.
Jorge Drexler no puede soltar el libro. Acaba de preparar un café chileno “fuerte y muy rico” y, al ir a sentarse en el sofá de su estudio, se ha topado con él encima de la mesa. Su hijo Pablo, que también entra y sale del estudio cuando quiere, debió de dejarlo ahí y Drexler lo agarra, y estamos de acuerdo con que es un ensayo estupendo. Se trata de Songwriters on Songwriting, de Paul Zollo, una obra que recoge multitud de entrevistas en profundidad a músicos de primer nivel sobre el arte de componer canciones. “¿Sabes cuando empiezas a subrayar y estás subrayando todo y ya no tiene ningún valor? Pues esto pasa con este libro”, dice con una risa. El marcapáginas está en la entrevista con Graham Nash. “Mi hijo debió de quedarse en Nash. A ver qué hay por aquí…”, dice mientras empieza a ojearlo y a revisar frases subrayadas de entrevistas. Drexler lo leyó hace tiempo y ahora pasa páginas. Graham Nash, Neil Young, Elvis Costello… Se detiene en la de David Byrne. “Just connect”, dice en inglés. “Simplemente conecta”, traduce Drexler. Esa frase, subrayada en lápiz y redondeada con un círculo, podría ser una más de tantas que en ese “oráculo” literario permite entender el misterio de la composición musical, pero para Drexler es algo más: es un mandamiento, y se diría que también el resumen perfecto para explicar su carrera artística desde que hace 23 años dejó Montevideo y llegó a Madrid sin nada en los bolsillos y un puñado de canciones bajo el brazo hasta convertirse en uno de los músicos más reconocidos y personales a ambos lados del Atlántico.
Es mediodía de un jueves soleado y Drexler ha publicado nuevo disco, Tinta y tiempo (Sony), una obra que refleja una vez más el universo particular de un creador que se maneja con una soltura admirable en canciones muy sentimentales y aparentemente sencillas, composiciones con aroma a cuento o susurro travieso que viajan por diversos estilos con alegría y determinación, a medio camino entre la canción latina tradicional y el pop más redondo. Tanto es así que en Tinta y tiempo le acompañan latinos como Martín Buscaglia y el gigante de la salsa Rubén Blades, así como otras voces más jóvenes, actuales y urbanas como C. Tangana y la israelí Noga Erez. Probar y probarse es una constante en su carrera. “El título del disco se refiere a la impaciencia. Por eso es tan importante la hoja en blanco que aparece en la portada. Trato de decir que, incluso a estas alturas de carrera, hay que quitarle hierro a todo. Lo que se escribe no siempre queda tallado en el granito. Hablo de dejar que la hoja en blanco, la tinta y el tiempo hagan su función y, si se tiene que pintar, se pinta. Puede ser con una canción o con cualquier aspecto de la vida”.
Bajo esta premisa, Drexler acaba de pintar un nuevo álbum que emociona y que, reconoce, no sabe bien de dónde ha venido. Justo unos minutos antes, cuando estaba ojeando el libro, se detuvo en el capítulo dedicado a Leonard Cohen. Leyó en inglés y tradujo: “Si supiera de dónde vienen las canciones buenas, iría de cabeza allí cada día’. ¡Es tremenda la frase de este tipo!”. Y la reflexión de Cohen vuelve a ser recuperada para referirse a su nuevo disco. “Nadie sabe de dónde vienen las canciones… ¡Relájate!”, recuerda, y reconoce que con este álbum tenía una presión especial porque había fichado con un contrato importante por Sony y estaba “asustado” porque también “acumulaba canas”. “No quiero que la gente me trate con respeto y como un maestro. Quiero probar cosas nuevas y, por eso, el trabajo con C. Tangana y Nora Erez. Hay una canción en este disco que habla de esto. Se llama ‘Cinturón blanco’ y viene a decir: ‘No intervengas, estás desconcertado, deja que todo llegue a su manera, estás estrenando el mundo”.
El encuentro transcurre en su estudio de altos techos en pleno corazón del barrio madrileño de Chueca. La sala está presidida por una enorme mesa de madera. Las fundas de varias guitarras descansan en estanterías llenas de libros y vinilos y, en una esquina, sin apenas llamar la atención, hay una vitrina vieja en la que se guardan algunos de los premios más importantes que le han dado sus canciones: un Oscar, un Goya, un par de Grammy… Cualquiera diría que, con tal cantidad de galardones, Drexler habla muy serio cuando dice que quiere estrenar una hoja en blanco. Sin embargo, es así. Asegura que siempre tuvo que hacerlo de esta forma porque nunca perteneció a ningún sitio. Y, una vez más, el músico uruguayo recupera una frase de Cohen vista en el libro y la cita: “Aquel que se casa con el espíritu de su generación es un viudo en la siguiente generación”.
Él ya lo cantaba en sus primeras canciones en Montevideo, mucho antes de volar por primera vez para España. De hecho, sentado en su estudio, se pone a interpretar el verso de De amor y de casualidad: “En este mundo tan separado no hay que ocultar de dónde se es, pero todos somos de todos lados”. Él se sentía de todos lados, y también fuera de cualquier generación y escena. “Yo no pude casarme con el espíritu de mi generación porque era muy inexperto para eso. No tengo un peso que me ate a los ochenta ni a los noventa. Empecé a vivir de la música a los 30 años. Me perdí el espíritu de mi generación. Y, como no pude casarme con él, pude ser amante de todas las generaciones”, reflexiona. Se pone a echar la vista atrás y recuerda aquellos días en Uruguay donde “la contaminación de la dictadura” le llevó, según él, a escuchar música que por encima de todo le tocaba políticamente. “Estaba mucho más centrado en la apertura política que en la música. Y eso me llevó a ser un fanático de la identidad uruguaya. Los procesos totalitarios funcionan siempre en espejo: se responde de manera totalitaria. Es muy difícil esa retórica y dinámica. Yo estaba centrado en una lucha que dependía del totalitarismo”. El mapa emocional de Drexler antes de llegar a Madrid no se puede entender sin su tierra natal, pero tampoco sin Israel. Sus padres estaban “muy quemados” de la dictadura y se fueron a vivir allí. Solo fue un año, pero hoy el músico lo recuerda con cariño porque en Jerusalén acudió a su primera manifestación y dio su primer beso. “Fue a una chica norteamericana, mayor que yo. Me lo dio en la parte de atrás del colegio. No me acuerdo de su nombre, pero sí de su maquillaje”, rememora.
Llegó a Madrid en 1995 impulsado por las palabras de “un mesías”. “Lo único que me sacó de Uruguay fue Joaquín Sabina. Quizá reconozco que estaba pensando que viniese el mesías desde Brasil, pero vino de España”, dice entre risas. Tenía su vida ya consolidada en Uruguay cuando tomó la decisión. Tenía pareja, una casa y un trabajo en una clínica de la que era socio, y lo dejó todo por hacer carrera musical en España. Al aterrizar en Madrid, compartió piso con siete uruguayos más en la calle de Bretón de los Herreros. “Llamábamos a la casa Bretoña”, recuerda. “La primera impresión de Madrid fue de enorme libertad. Tenías un anonimato maravilloso. Nadie te conocía y tú no conocías a nadie. Pero descubrí pronto otra virtud de esta ciudad. A la semana de estar aquí, andando de arriba para abajo en el metro, te sentías muy en casa. Veías la posibilidad de ser de aquí. Todo el mundo venía de Soria, Bilbao, Valencia, Extremadura… Era fantástico. Como dice Joaquín Sabina: ‘Mi mujer ha nacido en Lima, por tanto, es madrileña”.
El madrileño nacido en Montevideo que es Jorge Drexler pasea ahora por Chueca, que es su casa. Dice que Madrid “ama con todo el corazón, pero es muy dispersa”. “Desde el primer día, me pareció una ciudad completamente irresponsable, inmadura, narcisista… La gente hablaba en los conciertos y yo me volvía loco. En una actuación de Caetano Veloso el primer año, yo decía: ‘Qué hacen yendo a la barra’. Había un ruido en La Riviera para ver a Caetano absolutamente contraindicado. ¡Qué hacían todos en la barra!”. Los primeros días en la capital se movía buscando a Sabina. Tenía un teléfono y una dirección que le había dado en un papel de cuando se conocieron en Montevideo, y tal como canta en la canción Pongamos que hablo de Martínez. Tenía una dirección, pero nadie abría nunca la puerta. Tampoco cogían el teléfono. Llegó a creer que ambos eran inventados. Un día, alguien atendió al teléfono y fue a casa de Sabina, quien llamó para ese día a dos tipos que quería que Drexler conociese: Pedro Guerra y Luis Pastor. “Joaquín debió de aterrorizarse al verme. Siempre que se lo cuento se mata de risa. Soy más loco de lo que pienso con esa decisión”. Pedro Guerra le invitó a su concierto en la sala Libertad 8. “Me conmovió profundamente lo que vi esa noche en Libertad 8. Vengo de una ciudad muy chiquita que es Montevideo, donde la música va por un carril muy diferente. En Uruguay, Jaime Roos había plantado la semilla de la música grupal, con muchos instrumentos, todo muy centrado en la identidad y en el despliegue instrumental. Yo no encajaba del todo en ese patrón porque venía de la escuela de João Gilberto, de Brasil. Tampoco encajaba en otro movimiento liderado por Fernando Cabrera, otro de mis ídolos, muy de guitarra, pero era un fenómeno marginal. Entonces, veo lo que pasa en Libertad 8: un tipo solo con su guitarra, dejando subir a otros a cantar, toda la pequeña sala sabiéndose las letras y cantando con el músico… El tipo estaba centrado totalmente en la comunicación”.
Just connect, simplemente conecta, que decía David Byrne. Comunicación. Drexler afirma que aprendió en Libertad 8 a “cantar desde los ojos”. “Fue mi escuela. Aprendí a leer al público, a salir de la endogamia de la que venía y a buscar lo universal en los códigos increíblemente provincianos que tenía. Era muy provinciano en el sentido bueno y malo. Me vino muy bien conocer el mundo para contar mi aldea”.
Camino de Libertad 8, el lugar donde dio su primer concierto en Madrid, dice que también aprendió rápidamente a saber cómo funcionaba el negocio musical. Recomendado por Sabina, se fue con su disco recién editado en Uruguay a BMG-Ariola. “En esa primera entrevista, el tipo que me atendió en ese momento escuchó diez segundos de cada canción. En ese poco tiempo, me dijo que no tenía nada que hacer en España. Me dijo que tenía que probar con este disco en Argentina, pero no en España. En el fondo, era un buen consejo, pero yo lo tomé como un agravio. Pensé que no le gustaba lo que hacía, pero en verdad eran los códigos, que eran muy provincianos y uruguayos. Me fui al estudio e hice las mismas canciones con guitarra y voz, en el modo de Libertad 8. Desnudé las canciones. Eso me ayudó y enganchó bastante rápido”. Ese disco tuvo una vida de 14 minutos, lo que se tardaba caminando entre la calle de Hortaleza, 34 de la antigua compañía Virgin y la sede de Los 40 Principales en Gran Vía, 32. “Toda la apuesta de marketing era que el disco lo aceptasen Los 40 Principales. En ese momento estaban las Spice Girls y los Backstreet Boys. Mi disco vivió lo que se tardaba entre la discográfica y Gran Vía, 32. Ahí murió mi disco un viernes a las diez de la mañana, recién salido a la calle. El día anterior me iba a comer el mundo y al día siguiente estaba muerto. Nadie te da un certificado de defunción en una discográfica y tardé en darme cuenta. Ben Sidran lo llama el slow know. Cuando nadie te coge el teléfono y pasan de ti sin decirte nada”.
Drexler toca el piano en Libertad 8. Asegura que suena mejor ahora a cuando él lo tocaba todos los martes en la sala, allá por los noventa del siglo pasado. Más de dos décadas le separan de aquellos días en los que empezó y cada disco que sacaba era un fracaso. “Saqué cuatro discos y ninguno funcionó. Era un ejemplo de fracaso en la industria musical”. A través de Sabina, conoció a Víctor Manuel y le llevó un casete de canciones. Él se lo pasó a Miguel Ríos. Cogió dos canciones y Ana Belén otra. Y Víctor Manuel le encargó otra para una colaboración con Pablo Milanés. De un día para otro, había colocado cuatro canciones en la parte alta de la música española. “De repente, tenía mi vida resuelta en un par de años. Pude firmar adelantos y pensar en el futuro. Y lo mejor fue que Sabina anticipó todos estos pasos en Uruguay en aquella noche de diciembre de 1994 en la que le conocí”. A partir de ahí empezó a escribir para otros músicos, como Ana Torroja, Ketama o Pablo Milanés, y tenía ingresos por el lado de los derechos de autor, pero no por el discográfico. “Era una ruina. Y, aun así, fui feliz durante esos casi 10 años. Generaba un arraigo con la audiencia en directo. Tenía un Renault Clio de cuarta mano y pagaba un alquiler en El Escorial. Me bastaba. Intenté plasmar esa felicidad en el disco Eco”.
Sobre una de las paredes de Libertad 8 cuelgan fotos de un Drexler jovencísimo rodeado de Javier Álvarez, Pedro Guerra, Paco Bello y Ana Laan, su primera esposa y madre de su hijo Pablo. También recortes de periódico de cuando ganó en 2005 el Oscar por la mejor canción original (Al otro lado del río, de la película Diarios de motocicleta). “Bravo, Jorge”, se lee escrito a bolígrafo en un papel. “El Oscar fue una tempestad. Yo iba en un barquito, pedía que hubiese un poco de viento para moverme y apareció un ciclón. Intenté usar ese viento grande para moverme en la dirección que yo quería. Se plasmó en 12 segundos de oscuridad, un disco muy querido. Tenía que haber sido otro muy distinto”. Aquel año fue el primero en el que conoció el verdadero éxito, un éxito descomunal. “Se me pedía haber hecho un disco en Los Ángeles de crossover latino porque llevaba un Oscar en la maleta. Ganar un Oscar te hace pertenecer a una especie de estrato social que debe de ser lo más parecido a una monarquía. Es una sociedad muy estratificada y donde el pico más alto es el éxito de Hollywood. Con un Oscar debajo del brazo, puedes sentarte y elegir el productor que quieras. El de Beck, el de Neil Diamond… Pues ahí lo tenía. Hice lo contrario. En parte, lo hice porque estaba en una profunda crisis personal. Estaba en una situación tan delicada como una separación y planteándome la distancia con mi hijo. Siempre digo que estuve en shock durante un tiempo. La gente piensa que Leonor [Watling] apareció justo seguido, y no. Fue un tiempo de crisis e hice el disco, que es oscuro, hay muchas canciones de duelo por una relación. En fin, un disco completamente inapropiado para Los Ángeles”, dice, de nuevo entre risas. Y añade: “Me gané conmigo mismo mucho respeto. Me dije: ‘Mira, tío, es justo el momento para decidir por qué has entrado en este trabajo’. Me llegó todo muy tarde y por eso me permitió pensar en todo lo que había hecho antes. Mucho más poderoso que conocer estrellas de medio mundo era decidir sobre mi destino y coger el timón”. Todo eso le llevó a componer y grabar Amar la trama, un disco que, según sus propias palabras, es de “amor a Madrid”.
Atardece en Madrid y Drexler camina por Chueca. “Madrid me dio siempre la posibilidad de reintegrarme y, sobre todo, reinventarme. Necesitaba la experiencia vital distinta. No seguir el predicamento ni el programa esperado”, asegura este músico que lleva muchos años cogiendo el timón con las dos manos. Es dueño de una carrera envidiable que se asienta con firmeza a ambas orillas del Atlántico. España y Latinoamérica le admiran por igual. Y, con todo, dice que todavía hay muchas cosas en las que debe fijarse para seguir aprendiendo. “Hay una cosa que envidio enormemente de cancionistas como Kiko Veneno y Andrés Calamaro. Es la libertad casi displicente en la forma de la canción. No me interesa nada el éxito de la canción, ni la logística, ni la estética ni nada, sino lo que está pasando dentro de la canción. Eso me da envidia. Ayer estaba escuchando Flaca y me impresionaba el grado de libertad de la canción. No repite ninguna estructura métrica, el texto está claramente sin terminar… Se puede decir lo mismo de Volando voy. Todo lo que te enseñan en Berklee en la estructura de las canciones sale por los aires con ellos. Es una cosa que a mí me cuesta mucho, pero porque soy hermano mayor y tiendo a pensar demasiado en ser responsable”.
Y, como si se le encendiese una bombilla, le viene la frase de David Byrne: “Just connect”. Simplemente conecta. El mandamiento en el que Jorge Drexler cree por encima de todas las cosas. La filosofía por la que, después de décadas componiendo canciones y cosechando éxitos, le permite seguir estrenando el mundo.
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