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¿Para qué sirve el dinero?

A menudo pensamos en él como si fuera algo natural y al margen de la ética y de la política. Pero ese enfoque es un error peligroso que nos lleva a confundir medios y fines. El año que entra volverá a ponernos a prueba en nuestra relación con el dinero

Especial fin de año

No tiene nada de raro ir a un bar y pagar el café tocando una pantalla con una tarjeta de plástico o un móvil. O incluso hacer ese gesto clásico y cada vez menos habitual de sacar la cartera y pagar con un billete o monedas.

Pero en realidad esto es extrañísimo: ¿por qué iba nadie a aceptar intercambiar un café por unos numeritos en una pantalla o por unos discos de metal? El dinero no es más que una institución social, como dice el filósofo estadounidense John Searle, o, en palabras de Yuval Noah Harari en Sapiens, es el sistema de confianza mutua más universal y más eficaz de la historia. Es decir, el dinero es dinero porque nos hemos puesto de acuerdo en que lo sea. Cualquier cosa puede serlo y muchas lo han sido: oro, sal, monedas, billetes, cigarrillos… Y, sobre todo, los números en una pantalla: más del 90% del dinero existe solo en forma electrónica.

El dinero tiene un aspecto casi espectral: resulta difícil incluso definirlo y es fácil pensar que está al margen de la sociedad y que tiene sus propias reglas. Pero no es así y su uso plantea dilemas éticos reales, comenzando por la pregunta de para qué debería servir y cuánta importancia deberíamos darle. Aristóteles se lo pregunta en su Política, donde subraya que el dinero es un medio y no un fin. El filósofo habla de la economía como administración del hogar para vivir bien: compramos comida y ropa, pagamos el alquiler. Pero también de la crematística, la acumulación ilimitada de riqueza. El objetivo ya no es vivir bien, sino tener cada vez más. Como escribe el politólogo Stefan Eich en The Currency of Politics (2022), si el dinero se convierte en un instrumento únicamente de acumulación, pasa a ser “una amenaza para cualquier comunidad política. En cambio, si se usa como herramienta de reciprocidad, sirve a la justicia”.

Pensemos por ejemplo en la supuesta colaboración con el sector privado en servicios públicos como la educación y la sanidad: corremos el peligro de que se confundan medios y fines, como en el caso del Hospital de Torrejón, de gestión privada. El fin de un hospital debe ser tratar a los enfermos. Y una de las herramientas para lograrlo es el dinero. Pero los gestores del hospital le han dado la vuelta y han convertido el dinero en el objetivo.

Hay filósofos más permisivos que Aristóteles, como Tomás de Aquino, que acepta acumular riqueza, pero solo si se dedica a fines virtuosos. Ni siquiera Adam Smith, fundador del liberalismo económico, defiende que el interés lo justifica todo: argumentaba que había bienes que debían quedar fuera del mercado (defensa, justicia, obras públicas, educación) y que la simpatía —ponernos en el lugar del otro— es el fundamento de la vida social.

Esta idea de que hay ámbitos en los que el dinero no debería meterse llega hasta el filósofo contemporáneo Michael J. Sandel, autor de Lo que el dinero no puede comprar. El problema del dinero es que no es neutral, sino que cuando lo introducimos en ciertos terrenos, los corrompe. Cambia la naturaleza de lo que estamos haciendo.

Como ejemplo, Sandel cita un experimento que consistió en multar a los padres que llegaban tarde a recoger a sus hijos a la guardería. Pero esta multa provocó que se incrementaran los retrasos, no que hubiera menos. Los padres no veían este pago como un castigo, sino como la tarifa de un servicio. No es que el interés se sume a otras consideraciones como la responsabilidad o el altruismo, sino que las contamina porque, como apunta por videollamada Delia Manzanero, catedrática de Filosofía Moral en la Universidad Rey Juan Carlos, algunos valores no tienen traducción en precio. Olvidamos que no nos movemos solo por dinero y que nuestra capacidad “de solidaridad y de bondad” está “completamente infravalorada”.

Por su naturaleza abstracta, el dinero parece la herramienta más pura, la solución a todos los males, como escribe Georg Simmel en Filosofía del dinero (1900). Como podemos ponerle precio a todo, tendemos a racionalizar la vida, pero también a permitirnos huecos de crueldad: pensamos que la pobreza es natural o que es culpa nuestra porque no nos esforzamos lo suficiente. Como afirma David Graeber en En deuda (2012), el dinero tiene “la capacidad de convertir la moral en un asunto de impersonal aritmética y, al hacerlo, de justificar cosas que de otra manera nos parecerían un ultraje”.

Y no hay dinero más abstracto, más puro, que las criptomonedas. Una criptomoneda solo es código: detrás no tiene ni oro, ni moneda física ni un Estado. Y si un bitcoin vale 77.000 euros en el momento de escribir estas líneas, es solo porque quienes invierten creen que los vale. Como no hay nada detrás, es increíblemente volátil: en octubre valía 107.000; hace una década, 400. Por esto mismo se ha convertido en una inversión y no se usa para comprar casi nada. Es un fin en sí mismo, un dinero que no se usa como dinero.

No es algo exclusivo de las criptomonedas: como recuerda Javier Martínez Contreras, director del Centro de Ética Aplicada de la Universidad de Deusto, gran parte del dinero se mueve “en circuitos financieros estrictamente especulativos, en burbujas sin ningún soporte real detrás”. Esta especulación está muy alejada de lo que tradicionalmente se ha llamado “economía real” —la producción y venta de bienes y servicios—, lo que ha llevado a un nihilismo financiero en el que ya no importa el valor intrínseco de lo que hacemos, sino solo los números en las pantallas, como en un videojuego.

Quizás por eso resulta fácil convencernos de que el dinero no tiene que ver con la ética o la política, y que puede tener sus propias leyes e instituciones al margen de la sociedad. El Banco Central Europeo y la Reserva Federal estadounidense deciden cuánto dinero ha de haber en circulación siguiendo criterios supuestamente técnicos. Pero esta idea, como apunta Eich, “es una fantasía peligrosa que disfraza un asalto al poder”.

Uno de los peligros es que repetimos errores. Karl Polanyi escribía en La gran transformación (1944) que es imposible sostener una sociedad sobre el mercado autorregulado, una utopía que requiere una labor de ingeniería social ingente —es decir, intervencionismo—. Toda esta arquitectura funciona como “una cáscara vacía” cuando se desvincula de los ciudadanos y se habla, por ejemplo, de nuestra contribución al PIB o de la inmigración como si fuéramos tuercas y no personas.

Según Polanyi, esta forma de pensar llevó a la Gran Depresión de 1929, al fascismo y a la Segunda Guerra Mundial. Hoy en día ha llevado a la Gran Recesión de 2008 y quizás lleve al autoritarismo populista de extrema derecha, con Trump y Putin a la cabeza. Aún tenemos defensas que previenen que acabemos como en 1939, como la redistribución de la riqueza mediante el Estado de bienestar. Por eso, entre otras cosas, ese bienestar es uno de los objetivos de los ultras.

Y por eso conviene sacar al dinero de su burbuja y recordar que es una herramienta. Como propone Amartya Sen, Nobel de Economía en 1998, la utilidad de la riqueza está en lo que nos permite hacer. La pobreza no consiste en un numerito muy bajo en una cuenta corriente, sino en la imposibilidad de tener una vida plena. De nada sirve, por ejemplo, que nadie me prohíba ir a la universidad si no la puedo pagar.

Para los anarcoliberales como Javier Milei, la redistribución de la riqueza mediante los impuestos es un robo, pero para filósofos como John Rawls es una cuestión de justicia. Como recuerda Delia Manzanero, cuando hablamos de redistribución se trata “de la arquitectura moral de una sociedad que decide quién carga con el peso, quién recibe el apoyo y quién se queda abandonado en la cuneta”. Y no es solo una cuestión de equidad, también puede serlo de egoísmo: una sociedad en la que no dejamos a nadie atrás también es una sociedad con más conocimiento, menos delincuencia y, por qué no decirlo, más consumo.

Aunque no necesariamente con más dinero: damos por hecho que hay una necesidad de crecimiento infinito, aunque solo sea por la inflación y los intereses de la deuda pública y privada. Pero como advierte Graeber, “si continuamos a este ritmo mucho más tiempo, acabaremos destruyéndolo todo”, porque esta “gigantesca maquinaria” está llegando “a sus límites sociales y ecológicos”.

La pregunta importante, escribe, es cómo disminuir la tendencia del capitalismo a imaginar su propia destrucción y pasar a una sociedad en la que “la gente pueda vivir más trabajando menos”. En fin, trabajar por dinero, no para el dinero. Y recordar para qué sirve. Algo que llevamos diciendo desde el principio de este texto: para entrar en un bar y tomarnos un café.

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Sobre la firma

Jaime Rubio Hancock
Redactor en Ideas y columnista en Red de redes. Antes fue el editor de boletines, ayudó a lanzar EL PAÍS Exprés y pasó por Verne, donde escribió sobre redes sociales, filosofía y humor, entre otros temas. Es autor de los ensayos '¿Está bien pegar a un nazi?' y 'El gran libro del humor español', y de las novelas 'El informe Penkse' y 'Sitges'.
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