La palabra verdad
Yo, la verdad, no creo que —más allá de los hechos más banales— exista la verdad sino verdades


En argentino, lengua cruel, muchas frases empiezan diciendo “la verdad que…”. La verdad que, en esos casos, es mejor no creerlas. Para eso, también, sirve la verdad. Si alguno se la atribuye, mejor huye, mejor huye.
Porque la palabra verdad no tiene sentido. O, si acaso: tiene tantos que no tiene uno. En griego la verdad —ἀλήθεια, alezeia, Alicia— significaba des-ocultar, revelar: la verdad era algo escondido que había que encontrar. Los hebreos, en cambio, decían —אמת, emet— que es verdadero lo que se corresponde con su esencia: Dios, por encima de todo. Pero nosotros usamos el latín: veritas significa algo así como “la conformidad entre lo que se piensa y la realidad”. Lo cual nos lleva a otro problema: la realidad. ¿Existe? ¿O solo existen percepciones? Estas hojas verdes que veo mientras escribo, ¿son verdes? Sí, lo son para mí. ¿Pero qué verde ve ese chico que se trepa al árbol? ¿Y cuál esa señora que pasa más atrás? Entonces, ¿cuál es la verdad sobre esas hojas?
La verdad existe en matemáticas: que 2+2 sea 4 puede ser verdadero o falso, y ya. Pero sabemos que ya no existe en la física, donde el observador modificará la verdad de lo que observa, y mucho menos en las ciencias más humanas. Y en la vida cotidiana es fácil suponer que tampoco. Si acaso en casos muy banales: si yo salgo de mi casa a las 9 y digo que salí de mi casa a las 9 estoy diciendo la verdad, pero si digo que salí a las 9 como todos los días es necesario averiguar si lo hago todos los días —si es verdad— y si digo que salí a las 9 porque así llego antes al trabajo, la verdad empieza a dividirse: puede ser verdad que me crea que llego antes, puede no ser verdad que llegue antes, puede serlo a veces y otras no, y así de seguido. En cuanto algo se complica un mínimo, la posibilidad de la verdad se difumina.
Pero hay ideas e ideologías basadas en la existencia de una verdad incontestable. La religión es el ejemplo más evidente. Para aferrarse a una de ellas hay que creer que ciertas cosas inverosímiles son absolutamente verdaderas, sin ningún titubeo —qué bonita la palabra titubeo.
Así que las religiones se dedicaron a convencernos de que la verdad existe. Lo necesitan: lo único verdadero es su dios y lo que su dios nos dice y, por lo tanto, los únicos verdaderos son sus intérpretes, sus sacerdotes —y debemos creerlo y creerles. La verdad —la idea de una verdad indiscutible, que nadie debe discutir— es la base de la existencia de las religiones, la clave de su poder y su dominio.
Y de la misma forma funcionan otras ideologías: el “patriotismo”, por ejemplo, esa manera de asumir como verdad indiscutible que los habitantes de cierto territorio comparten valores e intereses por el hecho de haber nacido en ese territorio —y, con demasiada frecuencia, por el hecho de haber nacido de una misma “raza”. Los totalitarismos —los gobiernos, las religiones, los medios, los amores— necesitan convencernos de que hay una verdad, y que la saben. Así, lo que muchos llaman verdad son reflejos de la ideología del momento. ¿Es verdad que las mujeres son más débiles que los hombres? Durante siglos esa “verdad” fue inapelable; ahora hay que ser muy débil para seguir pelándola.
En tantos otros campos la idea de verdad se discute más y más. Una pelea en la calle, tres o cuatro personas que se atizan. Unos cuantos los miran: cada uno tendrá su versión del asunto, lo contará a su manera; no habrá “verdad” sobre lo que allí pasó, sino versiones, miradas, percepciones. Cuando se puede establecer una verdad, esa verdad es banal, puramente fáctica. Sí, es cierto que aquí y ahora son las 9, pero qué importa. En cambio no es verdad —ni mentira— que sea tarde o temprano: pura subjetividad, puro cruce de tantos elementos.
Yo, la verdad, no creo que —más allá de los hechos más banales— exista la verdad sino verdades: sujetos que afirman cosas que honestamente creen pero asumen la posibilidad de haberse equivocado. Que no dicen esta es la verdad sino yo lo vi así, así creo que es. Esa es para mí la verdad: la honestidad de saber que nunca hay una.
La conclusión es básica pero puede servir, por lo menos, para el periodismo. Saber que nuestra posibilidad de decir “la verdad” se termina en la relación de ciertos datos —y que, aún allí, la forma en que los relatamos y relacionamos supone sin duda una opinión.
Pero si la verdad no existe, la mentira cada vez existe más. Entonces, sí, la urgencia del compromiso: no asegurar que dices la verdad —porque no hay una— pero sí garantizar que no vas a mentir. Solo con eso, todo sería tan distinto.
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