La misión de Margarita del Val en África
La malaria mata cada año a más de 10.000 personas en Costa de Marfil, de las que más de un millar son niños menores de cinco años. Ahora el país se ha convertido en el primero de África en incluir la vacuna contra la enfermedad en su calendario de vacunación y la científica española ha viajado para seguir de primera mano el proceso. El objetivo: aprenderlo todo sobre la inmunización en un país en desarrollo


“Absorbe todo”. Margarita del Val (Madrid, 65 años) acepta la misión que le ha encomendado su hija en la primera vez que la científica visita el continente africano. Desde que aterriza en Abiyán, la mayor ciudad de Costa de Marfil, la inmunóloga que nos explicó a los españoles durante meses qué era el coronavirus y la importancia de vacunarse, se aplica en cumplir el encargo de su familia —dice que siempre les hace caso porque son ellos, su marido y sus hijos, quienes le ponen los pies en la tierra—. “He venido a aprender. Tengo muchas preguntas”.
La primera investigación de Del Val, para la tesis de su carrera de Ciencias Químicas (en la especialidad de Bioquímica y Biología Molecular) en la Universidad Autónoma de Madrid (UAM), fue fallida. “Me pidieron desarrollar una vacuna que no existiera para un virus. No lo logré, pero no me frustré”, recuerda. Se dio cuenta de que tenía que comprender mejor “el sistema que nos defiende”. Desde entonces, ha dedicado toda su vida a investigar en los laboratorios los patógenos y cómo el cuerpo humano y el de los animales se defienden de ellos para poder desarrollar vacunas que nos protejan de enfermedades y de la muerte.
En los 19 años que trabajó en el Instituto Carlos III, Del Val dio el salto “al mundo real”. Entró en contacto “con los aspectos sociales de la inmunología” y empezó a indagar en la historia de las epidemias, en la influencia de la demografía, el comportamiento de la ciudadanía, las creencias y el medio ambiente. Pero nunca le había surgido la oportunidad de viajar a África, donde se concentran los grandes retos en la lucha contra las enfermedades infecciosas, muchas de ellas prevenibles con vacunas. “Esto es un paso más. Un baño de realidad”.



Costa de Marfil es el primer país en África que ha decidido incluir la vacuna R21/Matrix contra la malaria en su calendario de rutina de inmunización desde el pasado 15 de julio, con el apoyo de Gavi, la alianza global para las vacunas que ha facilitado junto con Unicef este viaje. En 2022, España se convirtió en el primer donante del programa de malaria de la organización y ahora están implementando ambas vacunas contra el paludismo aprobadas (RTS,S y R21) en 11 países africanos a los que sumarán otros 12.
La primera reunión en la agenda de Del Val es en Yamusukro, la capital marfileña, con el doctor Fadiga Abdoul, jefe del programa nacional de inmunización de este país de 29 millones de habitantes y 70 etnias. La científica dedica la mayor parte del trayecto desde Abiyán, a unas tres horas en coche, a ampliar lo que ya sabe sobre el sistema sanitario del país, su demografía y otras curiosidades como que en Yamusukro se puede visitar la basílica de Nuestra Señora de la Paz, conocida como el San Pedro de África al tratarse de uno de los templos católicos más grandes del mundo. Anochece y fuera llueve; los mosquitos —transmisores del paludismo— hacen su aparición cuando Del Val llega a la reunión. Ella se presenta enumerando sus múltiples funciones: como investigadora, viróloga e inmunóloga del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en el Centro de Biología Molecular Severo Ochoa, coordinadora de la Plataforma Interdisciplinar de Salud Global que puso en marcha en el CSIC al estallar la pandemia y miembro del Comité Experto Asesor en Vacunas de la Comunidad de Madrid. “La malaria es un problema de salud pública en Costa de Marfil al tratarse de una enfermedad grave que afecta especialmente a los niños de cero a cinco años, que son los que pagan el precio de la enfermedad. Muchos mueren”, comienza Abdoul. Todo el territorio marfileño es zona de riesgo de transmisión, el paludismo es la cuarta causa de muerte en el país, en 2023 mató a más de 10.000 personas, de las que un millar eran menores de cinco años.
Del Val escucha y anota todo en su libreta cuando le traducen al inglés, aunque con el paso de los días se le hace el oído al francés, del que tiene algunas nociones. “Todos los años hacemos campañas de reparto de mosquiteras, realización de pruebas diagnósticas y tratamiento. Todo gratuito”, continúa Abdoul. “Pero no es suficiente. Ahora, tenemos una nueva herramienta”. Del Val sigue escribiendo. “Hemos recibido y estamos inoculando las primeras 600.000 dosis de vacunas”. La primera fase consiste en llegar a 250.000 niños, de los que se alcanzó a unos 49.000 en los primeros siete meses.
“¿Cómo es la logística?”, dispara Del Val. “El reto es llevar las vacunas de los almacenes a las aldeas. Gracias a la covid, ahora tenemos 11 almacenes y los agentes de salud comunitarios las llevan en moto a las comunidades. Pero necesitamos más de estos trabajadores. Hemos empezado a vacunar de la malaria en 38 de los 113 distritos. Y en nueve meses esperamos llegar a todo el país”, responde Abdoul.
Una vez roto el hielo con la primera pregunta, Del Val no frena su curiosidad.
—¿Cuántos niños nacen al año?
—1.200.000.
—Necesitáis más dosis —hace el cálculo rápido.
“Solo pensaba en no perderme nada, en entender todo, cómo hacen y por qué. Como tomo muchas notas, luego repaso lo que escribo, recuerdo las situaciones y reflexiono”, recordaría después la investigadora.
En el dispensario de Kokumbo, una aldea de la región de Bélier, en el centro del país, su interés se enfoca en conocer las dificultades de suministro, de control y de acceso para las familias. “Cada jueves hacemos una gran vacunación, pero, para los que no pueden acudir, tenemos dosis disponibles cualquier día. Les hacemos seguimiento con la cartilla, aunque con la del virus del papiloma humano es más difícil que se acuerden de acudir porque se pone cuando los niños son más mayores, así que vamos a las escuelas”, le resume la enfermera jefa, Toho S. Ide.
El paludismo es la cuarta causa de muerte en el país. En 2023 mató a más de 10.000 personas
Una de las madres que ha acudido con su bebé, Marie Joelle Tie-lou, de 32 años, explica que la mayor de sus dos hijas, de siete, ha padecido malaria varias veces; la última, hace un año, fue muy fuerte. “Me asusté mucho. Le subió tanto la temperatura que convulsionaba y no se podía levantar. Vinimos al centro médico y se quedó en observación unas horas hasta que vieron que respondía a la medicación. Me siento más segura si los vacunan”, dice arrullando a su pequeña Miracle, de seis meses, minutos antes de que le inyecten la primera dosis de las cuatro de la pauta completa de la R21/Matrix, la número 512 que inoculan en este puesto de salud. “Con este llanto empieza una historia de protección y finalizan años de investigación y un periplo hasta que la vacuna ha llegado aquí”, reflexiona Del Val.
La faceta divulgadora de la científica sale rápido. Tras cada visita a una clínica, entrevista con una autoridad local, personal sanitario o pacientes, traduce lo indagado. Lo hace de tal forma que evita emitir juicios de valor. No califica, no adjetiva. Vuelve a convertirse en aquella Del Val que explicaba de forma sencilla la covid-19 en los medios de comunicación y defendía la inmunización frente a los antivacunas. La inmunóloga empezó a cultivar su habilidad comunicativa en una cafetería de Madrid donde todavía organiza la tertulia Ciencia y chocolate. Y en 2011, creó un blog junto a su marido, el biólogo Enrique J. de la Rosa, con el mismo nombre. Pero fue en la pandemia cuando su nombre se hizo conocido para el gran público. La llamaban para aparecer en los medios y ella cuenta que siempre decía sí. “Por responsabilidad”.


Del Val aparca unos días el ayuno intermitente que sigue y convierte las cenas en un momento de distensión en el que comparte sus sensaciones. “Estar aquí, en África, es un paso más en mi evolución como científica, para aprender de cuestiones que no se ven desde la barrera”, cuenta antes de explicar usando sus propios dedos sobre el mantel cómo funciona uno de sus hallazgos: el diseño de la primera vacuna experimental basada en epítopos T aislados, concepto que ha sido posteriormente la base de varios ensayos clínicos frente al VIH o la malaria. “Todos los investigadores nos acordamos del día que descubrimos algo maravilloso. Enseguida fuimos a decírselo a los compañeros o la familia. Pensar ahora que alguna de mis contribuciones forma parte de este gran océano que llega hasta este final es muy bonito y anima a seguir. También me ayuda a inspirar a la gente de mi laboratorio”.
Durante el viaje ha podido presenciar cómo opera la red de agentes de salud comunitaria que existe en numerosos países del sur global, personas que voluntariamente ejercen de referente en cuestiones sanitarias para sus vecinos y que, en las campañas de vacunación, son fundamentales porque movilizan a los habitantes del barrio para que acudan a vacunar a sus hijos.
El trabajo de estos agentes le genera especial interés. “Siempre he luchado para que se hable a la gente sobre las vacunas, que no toda la información sea por escrito. Aquí tienen voluntarios que conversan con las personas. Confían en ellos. En nuestros países nadie habla calmadamente con los padres. Lo hemos sustituido todo por lo escrito”, dice. Del Val recuerda el caso de una mujer de Madrid que no vacunaba a sus hijos porque en realidad no podía pagar una de ellas, que no era gratuita. Tras una larga charla, la científica se percató de que era la vergüenza lo que frenaba a la mujer y acabó convenciéndola de que acudiese a ponerles al menos las vacunas sin coste.
Comprueba en terreno marfileño que las vacunas de rutina, aunque estén disponibles en los congeladores, no llegan a mucha gente por razones geográficas, por una atención primaria débil sin presencia en zonas remotas donde los habitantes no disponen de la información o los recursos para desplazarse. A menudo, simplemente, los caminos se inundan y son intransitables. “Tienen el conocimiento, la preparación, pero no los recursos estructurales”, lamenta Del Val.
La estrategia más común es que, cuando la gente no va al centro de salud, este sale a su encuentro. Es lo que se conoce como inmunización exterior y que en muchos casos, como en Costa de Marfil, puede suceder debajo de un árbol para resguardarse del imponente sol tropical, donde se instalan bancos de madera, mesas para los facultativos y sillas de plástico para los pacientes.
Es lo que presencia Del Val en Abobo, el barrio del extrarradio de Abiyán, a una hora en coche del núcleo urbano, en el que la enfermera Emma Jocelyn N’Guessan administró al pequeño Kalim la primera vacuna contra la malaria en Costa de Marfil en julio de 2024. “Vino el ministro de Salud, representantes de Gavi, muchas autoridades, estaba un poco nerviosa”, recuerda sin dejar de vacunar a las decenas de niños que han acudido al hospital, esta vez sin más boato que la presencia de la científica española y una pequeña representación de Unicef que acompaña. Los libros manuscritos en los que anotan nombres y vacunas revelan que Kalim ya ha recibido la segunda dosis de cuatro.
Cuando la gente no va al centro de salud, instalan un punto de vacunación a la sombra de un árbol
Media hora más allá del hospital, por unos caminos prácticamente intransitables incluso en todoterreno por los baches y el agua acumulada, Marceline Tarron vacuna sin pausa, a veces hasta practicando los pinchazos de dos en dos, pero sin error, a decenas de niños en una plazuela flanqueada por precarias viviendas y un gran cacaotero que aporta sombra. Muchos de los pequeños son los llamados “cero dosis”, aquellos que no han recibido ninguna vacuna. En Costa de Marfil son un 21%. “Me sorprende muchísimo. Así no logras la inmunidad colectiva”, analiza Del Val.
“Como científica, encontrarte con la vacunación debajo de un árbol no es normal. Todo lo que estaba ocurriendo en ese pequeño sitio era espectacular. Las vacunas llegan en la moto de un agente de salud comunitaria llevando los refrigeradores en la parte de atrás. Igual que en España nos reparten la comida. Parecía improvisado, pero todo estaba organizado, incluso hacían test de cáncer de cuello de útero y venían niñas del colegio para vacunarse contra el virus del papiloma humano”.
La científica observa, charla con unos y otros, sobre todo con los voluntarios, y relata de forma descriptiva lo que ve y escucha. “Por mucho que leas, hasta que no lo ves, no lo haces tuyo. Esto ya lo he hecho mío. Hablo mucho de vacunas, de protección, de amenazas, de riesgos infecciosos… Y saber cómo se está respondiendo me ayuda también a transmitirlo”, admite a su regreso.
—¿Qué es lo que transmite ahora?
—Uno de mis objetivos, cuando surgió la oportunidad de esta experiencia, era intentar transmitir a la gente la idea de que, para que no vuelva a suceder una pandemia, por egoísmo y por justicia, tenemos que actuar en los países que tienen el mismo conocimiento que nosotros, pero muchas más necesidades. En Europa vivimos mirándonos el ombligo y muy lejos de los países en vías de desarrollo.
Así hizo en una reciente entrega de premios de una farmacéutica española que está trabajando en una vacuna contra la tuberculosis. “Otra de las grandes lacras es la morbilidad y mortalidad, sobre todo en África”. En la gala, continúa, pusieron un vídeo en el que hablaban de “llegar hasta el último niño del mundo”. Y Del Val se acordó de lo que encontró en Abobo. “En Costa de Marfil no está sin vacunar el último niño del mundo, sino uno de cada cinco niños. En ese momento supe que lo tenía que contar. No necesitaba buscar en mis notas, no lo tenía en mis diapositivas; lo había visto y vivido”.




Durante la estancia de Del Val en Costa de Marfil, por una casualidad, la científica logra reunirse con Marie-Agne Saraka-Yao, responsable de movilización de recursos de Gavi. Normalmente reside en Ginebra, pero ha regresado a su Costa de Marfil natal para realizar un anuncio: la empresa Zipline ha empezado a distribuir vacunas con drones a más de 150 instalaciones de difícil acceso en el país con el apoyo de la organización. “Me sorprende que en zonas con retos tan tremendos, geográficamente aisladas, que tienen una carretera imposible, que la mayor parte del año está inundada porque no está bien asfaltada, está llegando esta tecnología. Que no haga falta un transporte refrigerado porque es muy rápido. Es fantástico”, se fascina Del Val.
Pese al interés de la inmunóloga por este anuncio, son muchos los temas que salen a colación y centran la conversación entre ambas. Desde lo más básico de la estructura de Gavi, organismo multilateral financiado por múltiples donantes públicos y privados, con cuyo apoyo se ha vacunado a más de 1.100 millones de niños desde su creación en el año 2000, hasta las negociaciones con la industria farmacéutica para la adquisición de vacunas que la alianza provee gratuitamente a los países más desfavorecidos hasta que pasan a ser autosuficientes.
En Europa vivimos mirándonos el ombligo y muy lejos de los países en vías de desarrolloMargarita del Val
“Ahora en junio tenemos la conferencia de donantes en Bruselas porque queremos llegar a 500 millones de niños en cinco años, mucho más rápido que hasta ahora”, explica Saraka-Yao. Para lograrlo, Gavi necesita al menos 9.000 millones de sus contribuyentes, entre ellos España, del que confían que cumpla su promesa de aumentar un 25% la cantidad que aporta. Un esfuerzo de incremento presupuestario que podría antojarse todavía más necesario si Donald Trump cumple su intención de retirar el apoyo financiero a la organización, tal y como publicó The New York Times, tras acceder a los documentos en los que la agencia de cooperación de Estados Unidos (USAID) listaba los programas que abandonaría. La Administración de Joe Biden había comprometido la nada despreciable cantidad de 2.600 millones de dólares con los que Gavi cuenta, a falta de confirmación oficial de los recortes, para su plan quinquenal hasta 2030. “Cualquier recorte tendría un efecto devastador”, anotan desde la organización.
“Los que trabajamos en enfermedades infecciosas sabemos lo graves que pueden ser. Sabemos que no se les puede poner fronteras. Por eso es tan importante contribuir a que se controlen en origen. Y si hablamos sobre dolencias como la malaria, que encima no tenemos en España, pues se invierte mucho menos si no hay mercado”, reflexiona Del Val. Cree que, pese a que muchos científicos están muy implicados en la salud global, también hay mucho desconocimiento sobre todo el engranaje de cooperación internacional para que lo que sucede en los laboratorios sea una realidad en un dispensario de África. “Pisar terreno humaniza la visión de la enfermedad que estás tratando”, opina Quique Bassat, director general del Instituto de Salud Global de Barcelona (ISGlobal), que ha pasado gran parte de su vida como investigador en África. “Aquí nadie tiene que caminar seis horas para tener acceso a servicios sanitarios. Ver cómo funciona allí la red de agentes de salud comunitaria, la confianza en las vacunas… Es impresionante. Y nunca es tarde para ir”.
Tras su regreso, Del Val se pregunta cómo no había ido antes. Y toma una decisión: tiene que volver.
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