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Maneras de vivir
Columna
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Europa

Somos el David del siglo XXI, el último reducto de defensa democrático frente a los bárbaros Goliats

Columna de Rosa Montero
El presidente del Gobierno español, Felipe González (d), procede a la firma del Tratado de Adhesion de España a la CEE, junto al ministro de Exteriores, Fernando Morán, ante la atenta mirada del rey Juan Carlos I, el marqués de Mondejar y Sabino Fernández Campo, durante la ceremonia celebrada en el salón de Columnas del Palacio Real.MANUEL H.DE LEÓN (EFE)
Rosa Montero

No sé si las personas que han nacido después del franquismo podrán entender lo que la idea de Europa supuso para muchos de nosotros. Atrapados en la espesa anomalía de la dictadura, rodeados por una realidad casposa, mezquina y obsoleta, mirábamos el mágico mundo que se extendía al otro lado de nuestras fronteras con el maravillado embeleso con el que el niño esperaba los regalos de Reyes. Los europeos nos parecían modernos, libres, cultos, felices, adultos y capaces de decidir sus propias vidas, y no como nosotros, menores eternos tutelados por un poder tiránico, porque las dictaduras abortan el desarrollo de la ciudadanía y te dejan en un limbo de eterna sumisión e indefensión. Yo al menos, pero sé que no fui la única, soñaba con que algún día España dejara de ser diferente (qué castigo) y pudiéramos ser por fin plenamente europeos.

Y, en efecto, lo fuimos. Lo somos. Europeos. Y es algo que, por cierto, nos ha hecho mucho bien: los fondos de la UE han sido cruciales para la modernización de nuestro país. Muchas gracias. Qué maravilla también ser copartícipe de un proyecto de comunidad basado en la solidaridad y en la exigencia de unos valores democráticos. Hasta aquí, la canción suena fabulosa. Luego, claro, aparecen las piedras y los tropezones. Las mentiras, las hipocresías, las contradicciones. Algo comprensible, por otra parte, porque lo más paradójico y sorprendente de este proyecto es que son los propios Estados nacionales quienes tienen que legislar para ir perdiendo su poder, para irse fundiendo en una entidad superior. Europa, en fin, es una idea preciosa y una realidad bastante calamitosa. Pero al menos es una realidad. Parecía una utopía, algo imposible, pero se puso en marcha. Ya sólo eso me resulta increíble.

También es una idea muy antigua. Las primeras referencias a Europa son del siglo IV antes de Cristo: ese era el nombre de la Grecia continental. En el siglo VIII y principios del IX, Carlomagno levantó batalla a batalla el primer ensayo de una Europa unida. El último intento, la creación de la Comunidad Económica Europea en 1957, se alcanzó no por medio de la espada, sino con la pluma de firmar acuerdos. Y ahí seguimos ahora, en la peor crisis de la joven historia de la UE, tal vez a punto de desaparecer. Parece claro que el nuevo y violento desorden mundial no nos favorece. Sugieren los expertos que Trump, ese matón de patio del colegio reconvertido ahora en director del centro, busca repartirse el planeta con los otros dos poderes antidemocráticos, Rusia y China. Cada uno se apoderaría de su zona geopolítica de interés y los demás no pondrían reparos, pero para ello tienen que fulminar a esa pequeña mosca fastidiosa que es la UE (con el agravante de que Europa es zona de expansión para los rusos). Somos la carnaza de esta merienda de tiburones.

Pobre Europa, dividida, cobarde, indecisa, mezquina. Nuestro pasado no permite muchos optimismos; nos hemos matado los unos a los otros con eficiente tesón a lo largo de los siglos, nos hemos vendido y traicionado, hemos cometido indecibles masacres y el odio siempre ha sido la emoción europea más poderosa. Pero esta tierra empapada de sangre y sufrimiento también ha sido el turbulento escenario de las heroicas luchas por la igualdad, por la libertad, por el feminismo; por la alfabetización y el voto universal, por la justicia social y la mejora de las condiciones de trabajo; por la abolición de la esclavitud y de la tortura; por la dignidad de todos los ciudadanos y los derechos humanos. Tenemos muchos monstruos en nuestro haber, pero también somos hijos de Safo y de Pericles, de Hildegarda de Bingen, Christine de Pizan, Shakespeare y Cervantes, Mozart, Isaac Newton, Goya o Marie Curie. Y, sobre todo, nunca hemos desistido de la esforzada y conmovedora ambición de intentar ser mejores de lo que somos. Lo demuestra la idea misma de la UE, que parecía un ensueño impracticable y, sin embargo, es hoy una realidad, pese a todas sus limitaciones. Sumamos el 0,82% de la superficie terrestre y el 5,6% de la población de este planeta. Una menudencia y, sin embargo, creo que somos el David del siglo XXI, el último reducto de defensa democrático frente a los bárbaros Goliats, una pequeña y titilante luz en las tinieblas. Ojalá nos lo creamos. Ojalá nos unamos. Ojalá sepamos defendernos y ser de verdad mejores de lo que somos.

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