10 años del atentado yihadista contra la revista ‘Charlie Hebdo’ que cambió Francia para siempre
Al grito de “Alá es grande”, los hermanos Kouachi mataron a 12 personas. El tiroteo duró menos de dos minutos, pero sus consecuencias, como la radicalización del debate sobre la integración de los inmigrantes y sus hijos, llegan hasta hoy. Gérard Biard, entonces y hoy redactor jefe de la publicación, reflexiona sobre la dimensión de lo ocurrido.
Los miércoles tocaba reunión del comité editorial. Todos los miembros de la revista iban a estar en la redacción del número 6 de la calle Nicolas Appert. Era fácil imaginarlo. Sobre las once de la mañana, dos tipos con chalecos antibalas y armados con fusiles de asalto irrumpieron en la sala. “¿Charb?”, preguntó uno de ellos. “¿Charb?”, insistió. Buscaban al director de Charlie Hebdo, Stéphane Charbonnier. Empezaron abriendo fuego contra él. Y después, los hermanos Kouachi se dirigieron a los redactores y dibujantes que estaban sentados junto a Charb: Cabu, Wolinski, Tignous, Honoré y el economista Bernard Maris fueron abatidos. A la columnista Sigolène Vinson le perdonaron la vida: “No matamos a mujeres, pero leerás el Corán”, le dijeron. No era cierto. A Elsa Cayat la asesinaron poco después entre los gritos de “Allahu akbar” (Alá es grande) y “vais a pagar por haber insultado al profeta”. Los disparos continuaron y también el número de víctimas mortales: el corrector Mustapha Ourrad; Franck Brinsolaro, escolta de Charb, o el exalcalde de Clermont-Ferrand Michel Renaud, que había acudido a la reunión como invitado. Coco, la mujer que les había abierto la puerta cuando salía a buscar a su hija de un año, logró salvarse escondida debajo de una mesa.
La secuencia duró un minuto y 49 segundos. En ese lapso, los hermanos Chérif y Saïd Kouachi dispararon 50 veces, asesinaron a nueve miembros de la revista, a un consejero, un guardaespaldas y a un policía con el que se cruzaron. Esos 109 segundos cambiaron la historia de una de las pocas revistas satíricas que quedaban en Francia, fundada en 1970. Un monumento. Pero fue también el comienzo de una suerte de pesadilla terrorista que cambió para siempre Francia y Europa. Han pasado exactamente 10 años desde entonces. El mundo ha vivido una pandemia, la derrota del Estado Islámico, su regreso a Siria bajo una grotesca mutación de fanatismo moderado, dos guerras de consecuencias globales. Casi nada se parece al mundo de entonces, excepto las ganas de los miembros actuales de Charlie Hebdo por seguir haciendo exactamente lo mismo que el día antes del atentado. Y la enorme dificultad para hacerlo.
—¿Cómo se encuentra?
—Nunca sé qué responder a esa pregunta. Digamos que bien. Hace 10 años del atentado. Aquel día los dos terroristas huyeron de la redacción mientras gritaban que habían matado a Charlie Hebdo. Mire, se equivocaron. Aquí estamos. Charlie continúa. Y esta es una de las razones por las que hemos hecho este libro [Charlie Liberté. Le journal de leur vie (Charlie Libertad. El diario de sus vidas)] sobre los desaparecidos. Es una manera de decir que ellos siguen con nosotros, cuando les leemos, vemos sus dibujos o pensamos en ellos.
Gérard Biard (París, 1959), redactor jefe de la publicación, tenía viaje a Londres aquel 7 de enero y no se encontraba en la redacción cuando se produjo la masacre. “No, claro que no tengo sentimientos encontrados en ese sentido. Tampoco ninguna extraña culpabilidad. Los únicos culpables son los asesinos”, responde al preguntarle por ese extraño sentimiento que recorre el alma cuando uno salva la vida de milagro y ve morir a sus amigos. Una fría tarde de diciembre se sienta en el extremo de la mesa de una agencia de comunicación, en el distrito décimo de París, que concierta las entrevistas para promocionar el libro que la revista acaba de publicar para conmemorar los 10 años del atentado. Un policía que le acompaña día y noche espera en la puerta de la sala. La redacción, ese es el motivo de que la entrevista se celebre en un lugar neutral, se encuentra en un lugar que solo conocen sus empleados, renovados poco a poco y con cierta dificultad —a nadie le gusta jugarse la vida en el trabajo— desde que los hermanos Kouachi diezmaron Charlie Hebdo aquella mañana.
El libro, un repaso por las obras de aquellos compañeros desaparecidos, un recuerdo alegre y sin patetismos, algo de lo que ha huido siempre la publicación, es una herramienta para combatir el olvido con sus únicas armas: papel y tinta. “Me parecería difícil que la sociedad pudiese llegar a olvidarlo, pero entendería que pueda tener miedo de ese recuerdo. Además, es difícil olvidarlo también por todo lo que pasó después de ese enero, luego con el Bataclan, la masacre en las terrazas, en el Stade de France, lo de Niza, los atentados terroristas en más países de Europa… No, el fanatismo terrorista, aunque ahora esté menos presente en Europa, no es algo del pasado. Salman Rushdie pensó que la fetua se había olvidado, que podía recuperar una vida normal. Y se equivocó de forma cruel”.
El atentado de Charlie Hebdo abrió una herida por la que Francia sangró durante años. El annus horribilis no había hecho más que comenzar esa mañana. En febrero de 2014, al cabo de pocos días, tres militares fueron atacados con un cuchillo en Niza, delante de un centro judío. En abril, un estudiante de informática sospechoso de preparar un ataque contra una iglesia en Villejuif, en las afueras de París —donde otro radicalizado mató a cuchilladas a un hombre—, fue detenido tras asesinar a una mujer en un aparcamiento. En junio, un repartidor decapitó a su jefe y exhibió su cabeza ante una fábrica en Isère. En agosto, varios pasajeros lograron reducir a un islamista fuertemente armado que quería perpetrar una nueva matanza en un tren procedente de Ámsterdam con destino a París. Y lo peor estaba aún por venir.
La noche del 13 de noviembre, tres comandos coordinaron sendos ataques en la capital francesa —en el Stade de France, en bares y restaurantes del este parisiense y en la sala de conciertos Bataclan— que dejaron 130 muertos más. La declaración del estado de emergencia —mantenido hasta noviembre de 2017, cuando parte de esas normas extraordinarias fueron convertidas en ley— no impidió que, ocho meses más tarde, el 14 de julio de 2016, otro terrorista perpetrara una nueva masacre al lanzar un camión contra la multitud que celebraba la fiesta nacional francesa en Niza, causando 86 muertos y más de 400 heridos. A esos centenares de muertos en solo dos años se añadió un salvaje colofón con el asesinato y decapitación del profesor de secundaria Samuel Paty, que dejó sin respiración a todo el país. Su juicio acaba de concluirse ahora cerrando, al menos en los tribunales, aquel ciclo de horror que vivió Francia.
La mañana del atentado a Charlie Hebdo, sin embargo, se abrió otra grieta por la que comenzó a resquebrajarse el país. O uno de sus pilares. Todo aquel sufrimiento no era obra de un comando yihadista llegado de algún remoto lugar. Los hermanos Kouachi eran franceses, hijos de argelinos. Quedaron huérfanos a una edad temprana: primero de su padre y luego de su madre, quien se prostituía ocasionalmente para cubrir las necesidades familiares. Fueron criados en hogares de acogida, estudiaron diplomaturas, tuvieron algunos empleos y llegaron a grabar algunos videoclips de rap. Pero comenzaron un proceso de radicalización, primero en una mezquita y luego en la cárcel, que modificó completamente su integración en el país donde habían nacido y crecido. Los asesinos, en suma, eran franceses. Esa era una de las pocas ideas claras. Y también la prueba de que algo estaba roto desde hacía tiempo.
El debate sobre la integración de los inmigrantes y de sus hijos se radicalizó. A un lado y otro. Ante el auge de la ultraderecha, embarcada en una cruzada islamófoba inflamada por el miedo a los atentados, enraizó también en una cierta izquierda el cuestionamiento a la laicidad sobre la que se fundaba la República francesa. “La laicidad es racismo, discriminación”, comenzó a escucharse también en el Parlamento. Hacía años, desde finales de los setenta, que ese debate luchaba por calar. Pero fue la irrupción del partido Francia Insumisa (LFI), de Jean-Luc Mélenchon, lo que le proporcionó una mayor difusión y sustento. “Hay una parte de la extrema izquierda que ha elegido abandonar dos principios fundacionales de la izquierda. La primera es la laicidad, una idea que nació con la Revolución Francesa. La derecha y la extrema derecha siempre la combatieron. Pero es absurdo que haya una izquierda que también se oponga a ella. La segunda idea es el universalismo. Asumir que, si existen los derechos humanos, deben aplicarse a toda la humanidad: da igual el color, el país, la religión. No hay una práctica más tolerable en un país que en otro. Si la ablación es un horror aquí, también debe serlo ahí. Lo contrario es colonialismo. Es pensar que hay cosas buenas para nosotros, pero no para los salvajes. Y esa izquierda de la que hablamos ha decidido ponerse del lado de los islamistas por electoralismo. Es algo odioso, una traición a todo lo que la izquierda representa”, señala en referencia a la estrategia de partidos como LFI de acercarse a un electorado musulmán procedente del extrarradio urbano.
La laicidad, precisamente, ha sido un pilar fundamental para Charlie Hebdo durante sus 50 años de vida. Y su defensa es un marco editorial que permite tratar la religión y su sátira como una ideología de poder: criticar a sus líderes y a sus símbolos, como si fueran actores políticos. “¿Por qué puede hacerse sátira de Marine Le Pen y no del Papa, por ejemplo? Se critica lo que representan, no a la persona”, apunta Biard abriendo los ojos de par en par y recordando que ese fue también el origen de todo. O al menos de todo lo horrible que le ocurrió a la revista cuando decidió publicar una serie de caricaturas de Mahoma que ya habían aparecido en el Jyllands-Posten, un periódico danés que había lanzado un concurso para dibujar al profeta vistas las dificultades que había tenido un editor para encontrar ilustradores para el libro que preparaba sobre el islam.
Charlie Hebdo publicó en 2006 algunos de aquellos dibujos. En ese mismo número añadió una portada propia diseñada por Cabu, víctima de los hermanos Kouachi. “Mahoma desbordado por los integristas”, titulaba. En el dibujo aparecía el propio profeta tapándose los ojos desesperadamente y exclamando: “Qué duro es ser amado por idiotas”. Solo otros dos periódicos franceses quisieron sumarse a una iniciativa que Charlie había promovido para que un gran número de medios las reprodujese. A nadie más le interesó aquella cruzada. “Estoy convencido de que si nos hubieran seguido 15 periódicos, no hubiera pasado lo que pasó. Y menos todavía si se hubiera callado a todos esos intelectuales que vinieron a decir que nos lo estábamos buscando”, recuerda Biard con cierto rencor. Pero no ocurrió nada en los nueve años siguientes. Hasta la mañana del 7 de enero de 2015, cuando se abrió la puerta de la redacción. “Es que esa gente no olvida jamás: tienen la eternidad, les importa una mierda. 20 años, 30, una vida… No tiene importancia para ellos”.
El mundo, en ese sentido, ha cambiado mucho en 10 años. O no tanto. En ese momento, el Estado Islámico entraba en Alepo. Ahora, de alguna forma, bajo otra apariencia, lo hace en Damasco. “No existen los islamistas moderados. No se engañe”, interrumpe Biard con su particular flema. La tensión sigue reinando en el debate político y la polarización y el odio supuran por todas las costuras de las redes sociales, con mucha menos influencia en aquel periodo. Y en un espacio donde las líneas ideológicas son cada vez más estrechas y rígidas, la sátira, la caricatura, la viñeta política, ha sido la última víctima de esta guerra dogmática.
The New York Times renunció a seguir publicando dibujos satíricos después de mostrar una viñeta en junio de 2019 donde ridiculizaba al primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu. El político aparecía como un perro guía, con una estrella de David colgando de su collar, que conducía al presidente Donald Trump ciego, tocado por la marca más rápidamente identificable de un judío, la kipá. De nuevo, la religión. Y los márgenes interpretativos tan estrechos que ofrece la sátira. “Pero es un instrumento periodístico indispensable y precioso que permite mirar una actualidad, un personaje público o un hecho de una manera en la que no habíamos nunca pensado. Hay que dominar mucho la actualidad, el contexto, tener una cultura histórica, una opinión…, debe ser algo muy preciso. Pero falta educación en la sociedad. Es algo en extinción. Las redes sociales han exacerbado las susceptibilidades. Y cuando alguien no está de acuerdo contigo, pasas a ser un enemigo a batir: te insultan, te agreden. Y en ese contexto, una caricatura es buscarse problemas”.
Los líos, sin embargo, son parte del ADN de Charlie Hebdo. Quizá por eso, al día siguiente del atentado, los que quedaban de la redacción decidieron que seguirían adelante. Había que contratar a nuevos redactores, dibujantes. Convencerlos de que aquello sería un trabajo seguro. El proceso iba a ser difícil. “Tienen derecho a tener miedo, claro. Pero intentamos que las condiciones para ejercer nuestro trabajo sean de gran seguridad. Por eso nadie sabe dónde está ahora la redacción. Ese lugar debe ser como un santuario, bueno, eso sería religioso. Debe ser un lugar donde trabajar con serenidad. Como se hizo siempre en este periódico, con ligereza. Hay que divertirse para poder hacerlo”, dice Biard. La idea, insiste una y otra vez, aunque sea difícil de convencer a cualquier interlocutor que conozca el sufrimiento que les atravesó aquella mañana, es hacer las cosas de la misma manera que se hacían justo antes de aquellos 109 segundos. Aunque ni ellos ni Francia puedan ser ya los mismos.
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