La palabra enfermedad
Si algo demostró la pandemia es que hay situaciones en que la salvación individual no sirve
La palabra enfermedad me ronda, y relata una ausencia. Hay palabras que se definen por lo que deshacen: enfermedad es, antes que nada, cualquier proceso que te deja sin salud. La enfermedad tiene infinitas formas: entre un cáncer de colon y una colitis es difícil establecer equivalencias —que no sean espaciales— pero los une aquello: que son modos en que su víctima ya no está sana.
La palabra enfermedad es caprichosa: otras lenguas romances no la usan. Franceses e italianos la llaman de una forma descarnada: maladie, malattia, “todo lo que altera la salud de los hombres”. En ella la presencia del Mal es tan notoria que casi da miedito. Nosotros, en cambio, nos quedamos con esa vieja palabra latina, infirmus, in-firmus, el que no está firme, el que no tiene fuerza. No hablamos de la enfermedad sino de quien sufre sus efectos; franceses e italianos, en cambio, la nombran, le dan una entidad que nos asusta.
En cualquier caso, pocas vicisitudes más presentes, más temidas que la enfermedad. No hace tanto, las personas se morían sin saber de qué: se sentían mal, se desarmaban, bebían unos brebajes, rezaban, se preparaban para el juicio, la palmaban. Ahora la mayoría de las enfermedades están identificadas y muchas tienen tratamientos. Una infección común mataba fácil hace apenas un siglo; ahora casi nunca, y lo mismo pasa con centenas de otras. Nos acostumbramos a pensar la enfermedad como un estado transitorio: una perturbación de la normalidad, que sería la salud. La enfermedad ya no es muerte segura; es amenaza, debe ser “combatida”. Y ya no es responsabilidad de un dios sino de la ciencia.
Me dicen que hubo tiempos en que el señor cura casaba personas y les decía que debían estar juntos en la salud y en la enfermedad; ahora el que debe estar a tu lado en la enfermedad es, en nuestros países, el Estado. Muchos años de reclamos y peleas lo consiguieron: la salud es un derecho al que todos tienen derecho y, por lo tanto, las instituciones públicas se obligan a tratar cualquier enfermedad que la enmarañe.
Pero hay, en muchos lugares, una bruta reacción contra el Estado, a favor del “Mercado”. Es cierto que muchos Estados no funcionan o funcionan mal y no aseguran, entre otras cosas, que sus ciudadanos se deshagan de la enfermedad. Pero el planteo se desmanda.
En la Argentina, por ejemplo, y en tantos otros sitios, culpan a los Estados por lo que hicieron durante la pandemia. Lo hace sin cesar nuestro nuevo césar, el señor Milei, que insiste en que el Estado es una organización criminal y que hay que entregarse a la Sabia Mano del Mercado. Lo dice sin cesar el próximo césar global, el otro rubio teñido —y todos sus imitadores.
¿Alguien se paró a imaginar lo que habría sido la pandemia de covid librada a esa mano non sancta? Los Estados se encargaron de comprar vacunas para todos, distribuirlas, garantizar que un máximo de personas estuviera inmunizado y, así, el virus pudiera contenerse. Si se lo hubiera dejado a los mercados, una parte importante de la humanidad no habría podido pagar esas vacunas y, por lo tanto, el virus habría tenido grandes refugios donde crecer y multiplicarse —y atacar incluso con renovados bríos a los ricos vacunados. Si algo demostró la pandemia es que hay situaciones en que la salvación individual no sirve; si algo de la pandemia se olvidó es eso mismo.
(Los remedios especiales suelen ser carísimos. Su nicho son los desesperados y es difícil no pensar que las farmacéuticas se aprovechan de esa desesperación. Es horrible pensar que las farmacéuticas se aprovechan de esa desesperación. Es sorprendente vivir en un mundo que se lo permite: un mundo donde toda la distancia entre la vida y la muerte se resume en un resumen de tu banco y la ideología de la propiedad.)
En los países más pobres —y en los otros— los ricos pagan impuestos para que el Estado contenga a los más pobres. En los países pobres esto incluye un poco de comida, algo de educación, algún relato astuto, palos cuando no anda. En los países ricos deben ofrecerles salud y cuidados. Si no lo hacen se deslegitiman, pierden la explicación de su existencia y, pese a lo que dicen ahora algunos vendehúmos, los ricos necesitan a los Estados —para controlar a los demás. Sin él, todo se les irá escapando de las manos. Es el riesgo que corren estos inventos “libertarios”. A veces parece como si no se dieran cuenta; me cuesta creer que sean tan necios y que la enfermedad más grave de estos tiempos sea que semejantes mercachifles nos gobiernen. Esperemos que esta sí tenga cura o, incluso, una vacuna.
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