Retrato íntimo del lobo ibérico
Después de 30 años fotografiando ejemplares y manadas, siempre en su entorno y en libertad, Andoni Canela reúne en un libro imágenes tomadas en la península Ibérica en la última década
¿Cómo es posible que después de 30 años siguiendo al lobo todavía me emocione con cada nuevo encuentro? Corazón palpitante, sudor, respiración acelerada e, incluso, temblor en las manos. Son reacciones que no puedo evitar cuando estoy frente a un lobo. Observar lobos, lo hayas hecho una o cien veces, es siempre conmovedor. Cada avistamiento es único. Siempre hay alguna singularidad, un detalle o sensación que lo hace diferente.
El lobo es el animal al que he dedicado más tiempo de trabajo y días de ocio en montañas, bosques y campos. No podría contar todas las jornadas que he salido en su busca. Durante los años noventa y comienzos del siglo XXI, pasé semanas completas observando y fotografiando lobos ibéricos. Las estaciones transcurrían al ritmo lento que exige la observación de las manadas. Esperas y esperas. Veranos cálidos, inviernos rigurosos, primaveras de ensueño y otoños de colores cambiantes.
Años más tarde, al comienzo de la pandemia de la covid-19, los lobos volvieron a cruzarse en mi camino. Durante un viaje a Ladakh, entre la India y Tíbet, vi por primera vez el lobo del Himalaya: un animal enorme, de pelaje blanquecino y espeso, caminando sobre la nieve. Una imagen que reactivó mi deseo de volver a buscar al lobo. Fue como escuchar un aullido; y no pude evitar contestar a su llamada.
Durante los últimos años, lo he seguido desde los Pirineos hasta las costas de Galicia, de la cordillera Cantábrica a las sierras del sur de Ávila. Desde Soria a Portugal. El lobo es extremadamente versátil: se adapta fácilmente a diferentes entornos, climas y tipos de alimentación. Si tiene comida y refugio, puede prosperar en bosques, montañas, zonas de matorrales, plantaciones forestales y también en estepas y llanuras cerealistas. La condición es que la persecución humana no sea excesiva.
Aparte de ver lobos, estos años he hablado con gente de los pueblos, ganaderos, cazadores, naturalistas y biólogos. Todos ellos, desde quienes admiran al lobo y abogan por su protección hasta quienes están en su contra, coinciden en que ver un lobo genera una sensación intensa. He escuchado relatos de amor al lobo por parte de pastores y cazadores; he visto a aldeanos y a urbanitas maravillados ante la visión de un lobo en la nieve, y científicos conmovidos frente a una manada.
Sanguinario, feroz, brutal, despiadado, salvaje, astuto, inteligente, audaz, oportunista. Del lobo se dice de todo; cosas buenas y malas, algunas con más razón que otras. Pero todos estos adjetivos, perpetuados en el imaginario colectivo del mundo rural, ha supuesto para este animal ser el chivo expiatorio, perseguido y masacrado. Aun así, su carácter indómito lo ha convertido en un superviviente y, por esta misma razón, en un animal admirado.
Hace tres años, la inclusión del lobo en el Listado de Especies Silvestres en Régimen de Protección Especial (LESPRE) supuso su protección legal en toda España. Ya no puede cazarse legalmente como se hacía antes. Pero, por lo que he visto y he escuchado, los lobos se siguen matando de manera furtiva. Y no son decenas, sino centenares cada año. Mientras que la protección del lobo para unos es un triunfo, para otros es un desastre. Durante estos años, siempre he percibido lo mismo: un rechazo generalizado al lobo en el mundo rural y una veneración de este casi absoluta en el ámbito urbano. Quien coexiste con el lobo en lugares donde la ganadería es importante lo ve como un problema: los ataques al ganado suponen una amenaza a su forma de vida.
Dejando a un lado el conflicto con el ser humano, el lobo es un depredador apical: está en la cima de la pirámide ecológica. Esto lo convierte en un regulador natural de los ecosistemas, con una influencia directa sobre el resto de las especies que comparten hábitat con él. Por eso, es necesario protegerlo. En España, a lo largo de las últimas tres décadas, su área de distribución ha crecido hacia el sur: Ávila, Salamanca, Segovia, Madrid, Guadalajara; pero se ha reducido hacia el este, en el País Vasco, La Rioja, Burgos y Soria. No hay un censo fiable, pero se calcula que existen unas 300 manadas.
El lobo es, además, un símbolo de la naturaleza salvaje; y, por este motivo, también se lo admira. Para mí, lo más importante ha sido siempre observar sus movimientos desde la distancia, sin perturbarlo. Ver sin ser visto. Pero si localizar un lobo salvaje es difícil, fotografiarlo lo es todavía más.
Cuando empecé a rastrear lobos apenas tenía 20 años, y encontrarlos era una tarea extremadamente complicada. Lo habitual era pasar una o dos semanas sin avistarlos. Más que ir a hacer fotos, salía a ver si tenía la suerte de encontrar alguno. Con el tiempo, logré las primeras diapositivas, que se convirtieron en auténticos tesoros. La mayoría estaba hecha en condiciones de poca luz, a una enorme distancia, con mucho grano, borrosas o movidas. A pesar de la poca calidad de aquellas imágenes, consideraba que fotografiarlos en su entorno natural y sin causarles molestias ya era un logro.
Para mí, 30 años más tarde, la fotografía de un lobo en libertad sigue representando la esencia misma de la fotografía de naturaleza, proporcionándonos una pequeña ventana al misterioso universo del lobo.
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