Cantidades de euforia
Del cuerpo, incluso descontando las prácticas de carácter sexual (véase el Kama Sutra), se pueden obtener infinidad de aplicaciones, tantas que hay gente que vive de él: los futbolistas, pongamos por caso, los tenistas, no digamos los modelos y las modelos. Cayó uno en la cuenta de lo que el cuerpo daba de sí viendo los Juegos Olímpicos de París por la tele. Había quien saltaba, quien hacía piruetas inverosímiles sobre un tablón estrecho, quien realizaba acrobacias de alto riesgo sin romperse el cuello. Gabriel Medina, el surfista de la imagen, lo utilizó para volar. Ahí lo tienen: parece detenido en el aire con ese dedo índice apuntando al cielo como para decir aquí estoy yo. Suponemos que acaba de impulsarse sobre una ola y que ha llegado al punto más alto, a ese en el que el cuerpo queda suspendido durante una décima de segundo antes de comenzar la caída. Una décima de segundo que debió de durarle una eternidad, que quizá le dura todavía. Tal vez, al cerrar los ojos cada noche, se vea a sí mismo elevándose sobre la plancha del océano. Me veo yo, sin haber vivido la experiencia, solo con la contemplación de la foto, imagínense al autor de la hazaña.
¡Qué cantidad de euforia!
Se le ocurría a uno que el cuerpo es un capital que no sabemos invertir. Nos lo han regalado, viene de serie, en fin, y no le concedemos importancia alguna. Si lo pensáramos, en cambio, el mero hecho de afeitarse la barba frente al espejo, aunque no sea una especialidad olímpica, constituye un suceso doméstico asombroso. Le cambia a uno el carácter tras un buen rasurado.
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