De arroyos, bosques y torrentes: Javier Vallhonrat retrata el salvaje y frágil territorio de La Granja de San Ildefonso
El misterio del bosque en penumbra. Los matices que resalta la tenue luz del amanecer y el ocaso. Barrancos, arroyos, susurros, silencios. El fotógrafo se adentra en los jardines del palacio segoviano en un proyecto que presentará en PHotoEspaña
Son las 6.30. Salimos del apartamento de noche; mientras conducimos hacia el palacio de La Granja, el cielo empieza a clarear detrás del cerro Morete. A las 7.00, estamos frente a la verja de los jardines. Llevamos tres días practicando el mismo ritual: echamos a caminar hacia la parte alta del recinto al amanecer, sabiendo que interrumpiremos las tomas en cuanto el misterio del bosque en penumbra se desvanezca bajo los rayos de un sol radiante de inicios de abril: se ha instalado un anticiclón sobre la Península, y el pronóstico es de cielo despejado.
Por la tarde, repetiremos el proceso, pero a la inversa; subir rápido con el último sol de la tarde hacia el límite superior de los terrenos del Real Sitio, para ir descendiendo muy despacio mientras fotografiamos, a medida que el bosque vaya quedando envuelto de nuevo en un velo azulado que se hará más y más denso, hasta que ya no quede luz para seguir trabajando.
Nos vamos a quedar otros seis o siete días para recorrer paso a paso la zona menos visitada y conocida del recinto; esta mañana, como en cada sesión de trabajo, atravesamos los jardines con el equipo a la espalda, subiendo hacia las zonas más alejadas de palacio. Me acompaña mi hijo Pablo, realizador y montador audiovisual, con quien he colaborado en varios de mis proyectos.
Mientras dejamos atrás las fuentes, saludamos ejemplares singulares de cedro del Líbano y secuoyas gigantes; es pronto y aún hace frío en los bosquetes de arces, hayas y castaños de Indias, teñidos de un azul nocturno que apenas comienza a disiparse.
A medida que ascendemos, el bosque se hace más intrincado y caótico, y se salpica de robles, pinos de Valsaín, acebos, manzanos silvestres, retamas y otras especies que le dan un aire desordenado y espontáneo. Adoptamos un ritmo lento que nos permite observar en detalle los cambios de luz, las densidades y transparencias en el bosque, los brotes en los árboles, los recodos y cascadas de los arroyos, y el agua represada por las compuertas en los partidores.
Este tiempo pausado me permite reparar en los matices que me interesan, aquellos que revelan el carácter a la vez salvaje y vulnerable de este ecosistema en equilibrio. Ya hay suficiente claridad y desplegamos los trípodes; yo monto mi cámara 4×5, una Linhoff de gran formato que me acompaña desde hace más de 30 años.
Trabajar de esta manera me permite concentrarme en los detalles, y las mínimas diferencias cobran importancia; los barrancos excavados por el agua en las crecidas se revelan imponentes, y en los bosques, las hojas nuevas parecen desplegarse en complicados estratos de una ligereza exquisita, susurrando en una lengua que invita a estar en silencio.
Trabajo sumergido en este nicho natural, sobrecogido por la música de las aguas que descienden más de 1.000 metros desde las cumbres de Peñalara, cerro Morete o los Neveros, nutriendo este ecosistema y alimentando el sistema hidráulico de los jardines de La Granja, de 300 años de antigüedad.
Aprovechamos las últimas sombras de la tarde para fotografiar las cascadas que se precipitan en el fondo de las cortadas, y ya en penumbra, desandar senderos y caminos, hasta llegar de nuevo a la verja del palacio.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
—Terminan ustedes tarde.
—Hay que aprovechar la claridad. Mañana más.
—Pues entonces hasta mañana.
—Hasta mañana. —
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