Ahí seguimos
A este hombre intentó matarle Dios por escribir, pero le falló la puntería. Aunque algo deteriorado, continúa ejerciendo su oficio fieramente. La escritura es una actividad de riesgo desde que se inventó. Los escritores y los libros han sido el combustible de millones de hogueras que han oscurecido la historia con sus llamas, desde el incendio de la Biblioteca de Alejandría hasta las piras nazis en las que Hitler pretendió incinerar su subconsciente. Incluso en las revoluciones culturales (pongamos la de Mao) ardieron infinidad de volúmenes de contenido “contrarrevolucionario”. La Iglesia católica publicó en su día un índice, que ignoramos si continúa vivo, de autores y títulos prohibidos porque atentaban contra la fe, la moral o la castidad (castidad y celibato eclesiástico, ya ves tú: una contradicción en los términos). Podías encontrar en él libros de filosofía, de ciencia o de literatura.
De nuestra memoria reciente no se ha borrado aún la imagen de la librería Lagun, de San Sebastián, que después de sobrevivir fieramente a los ataques del franquismo y de ETA, fue abatida por el mercado. El mercado es menos espectacular que los dioses o los dictadores, pero su eficacia anticultural está probada. En fin, lo que pretendíamos señalar es que cada vez que se prohíbe o se quema un libro o se coloca una bomba en una librería o se acuchilla a un autor, se está prohibiendo o quemando metafóricamente a un lector. Así que los lectores hemos sido también las víctimas históricas de la furia desatada contra la letra impresa. Pero ahí seguimos, incombustibles, como Salman Rushdie.
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