Vito Schnabel, el ‘niño terrible’ del arte: “No me siento culpable por mi privilegio porque no paro de trabajar”
A los 16 años, el hijo del multimillonario artista Julian Schnabel organizó su primera exposición y hoy, con 37, es uno de los marchantes más cotizados de Nueva York. Su apartamento, en el West Village, es quizá su espacio mejor comisariado.
No ha sido fácil para Vito Schnabel (Nueva York, 37 años) ganarse el respeto del mundo del arte. A los 16 años comisarió su primera exposición en Nueva York, pero muchos lo desacreditaron como hijo del millonario artista multidisciplinar Julian Schnabel. Para él, en cambio, la ventaja no estaba tan clara y, en un principio, quiso buscar su vida profesional en el baloncesto. “Iba a los museos con mi padre, cuando tenía 11 o 12 años, pero era inevitable que todo lo viéramos desde su óptica y a mí me intimidara decir algo y equivocarme. Me sentía incómodo en mi propia piel”, rememora. Al final, Vito encontró su voz no en la creación, sino en el trabajo de galerista, abriendo espacios expositivos en Nueva York, Los Ángeles y St. Moritz. Ha programado artistas tan legendarios como Picabia o Man Ray, tan contemporáneos y mediáticos como Ai Weiwei o algunos a los que hay que seguir la pista como Trey Abdella o Zachary Armstrong. Pero luego le juegan malas pasadas los titulares de los tabloides, emparejándole con esta o aquella modelo, retratándolo de fiesta en fiesta. Por eso, al ofrecer esta entrevista, está de celebración porque la consagración ha llegado: a sus 37 años ha sido aceptado en la feria de arte más importante de Estados Unidos, Art Basel Miami. “Era para mí muy importante conseguirlo. Es otra liga”, reconoce.
Esta puesta de largo llega en un momento en el que se debate sobre nepobabies y el lujo se pone en entredicho por parte de la cultura woke, y, aunque dice que quizá cuando la generación Z domine el mercado las cosas cambien, insiste: “No me siento culpable por mi privilegio porque no paro de trabajar”. Miami llega tras 12 años de negativas y Vito simbólicamente decidió volver a las obras de Ron Gorchov, el primer artista al que rescató del olvido y regaló una segunda juventud pasados los 70. Le agradece que fuera, de alguna manera, el primero que creyó en él y confió en su olfato para esa difícil mezcla de arte y negocios que supone ser galerista.
Pero ahora que lo profesional ya es indudable, ¿qué pasa con lo personal? Nos recibe en su apartamento, que, con sus techos de seis metros de alto y sus paredes forradas en madera, es quizá su espacio más exquisitamente comisariado. “En mi vida hay muchos mundos que se mezclan. ¿Qué es trabajo y qué no lo es? Intento separarlo, pero me temo que es imposible. Porque cuando estoy en mi casa pienso en cómo colocar los cuadros en la pared, y hay piezas de mi galería que acaban aquí”. Aquí es en el Palazzo Chupi, el edificio que su padre compró y sobre el que levantó un palacio veneciano de color rosa que sobresale entre los brownstones del West Village. En el momento de la conversación son varios los vasos comunicantes entre vivienda y galería: se ven unos candelabros realizados por su hermana Lola Montes, que expuso en su galería de la calle Clarkson a finales de 2023. También hay murales de Francesco Clemente, amigo de toda la generación de Warhol, a quien considera su maestro y a quien también dedicó una exposición en 2021. Y del lado del ventanal, un picabia que perteneció a David Bowie. En ese mismo salón desembocan algunas de las inauguraciones de sus exposiciones, marcadas por opíparas cenas y mucha beautiful people, incluyendo siempre a uno de sus comisarios, el legendario Bob Colacello, escudero de Warhol en los años dorados del Studio 54. “Es importante conocer la historia del arte para dedicarse a esto y Bob es una enciclopedia. Queda ya poca gente como él. Es una raza en peligro de extinción”, dice.
Vito, efectivamente, tiene algo de old school. De tratar con los artistas personalmente, de conocerlos en profundidad, cuidarlos. Y lo mismo con los clientes, a los que ayuda incluso a colocar el arte en su casa. “Solo empujo a alguien a hacer algo en lo que creo. Si no les gusta la pieza de arte y solo la compran estrictamente como una inversión, prefiero que no la adquieran”, explica. Considera boutique su estilo de negocio, que no quiere morir de éxito. Prefirió cerrar su galería en Los Ángeles, aunque no dudó en adquirir otra en Nueva York. De la misma manera que diversificó su negociado con el lujoso restaurante Carbone y su catálogo inmobiliario con una millonaria mansión en Long Island. Un éxito basado en la educación que ha recibido, que no es la de la Universidad de Columbia a la que fue, sino la de los orígenes humildes de su familia. “Mi padre ahora es un hombre de éxito, pero antes había trabajado como taxista o como cocinero. Vino a Nueva York y mis abuelos no tenían dinero. Yo no crecí en esas circunstancias, pero sí con esos valores”, concluye.
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