Bob Colacello, el discreto narrador de la época mítica de la cultura pop
A sus 76 años, el antiguo colaborador de Andy Warhol reúne en un libro el anecdotario oficial y no oficial de aquel Nueva York vibrante y creativo
La prodigiosa memoria de Bob Colacello debería ser patrimonio de la humanidad o, al menos, de la neoyorquinidad. Ahora que tiene 76 años, el que fuera miembro ilustre de la camarilla de Andy Warhol —trabajó en The Factory y dirigió la revista Interview— se ve a sí mismo, en cierta manera, como heredero natural de su abuela napolitana, una gran contadora de historias que era requerida por sus vecinas incluso para que les precisara las fechas de sus respectivas bodas. “Se acordaba de todo lo referente a los que vivían en el bloque. Le preguntaban: ‘¿Cuándo me casé?’, y decía: ‘Fue justo cuando llegó Roosevelt, así que debió de ser en el año 1933″. Ella era como una archivista informal de todo lo que acontecía en aquella manzana de un barrio de clase media de Brooklyn, pero las “vecinas” de Bob eran bastante diferentes: Warhol, Halston, Imelda Marcos, Salvador Dalí, los Reagan… Sus anécdotas pertenecen a la historia oficial y a la no oficial del siglo XX. Del primero y de los últimos ya escribió sendas biografías (Holy Terror y Ronnie and Nancy: Their Path to the White House), pero sigue desgranando perlas en charlas y presentaciones o en esta entrevista en su apartamento en el Upper East Side, donde vive rodeado de retratos realizados por artistas tan distintos como Francesco Clemente o Dustin Yellin. De Halston recuerda que lo llamaban “his highness” por ir siempre “high” (colocado). De la mandataria filipina recuerda que se encaprichó de un cuadro de Francis Bacon del Metropolitano de Nueva York y le tuvieron que explicar que esas obras no estaban a la venta (acabó comprando ocho del mismo pintor en la Marlborough). Del pintor de Figueras recuerda que invitaba a fiestas en el St. Regis sin aceptar un no por respuesta (Gala llamaba dando día y hora y colgando inmediatamente después el teléfono) y su debilidad por la performer trans dominicana Potassa de la Fayette.
Bob Colacello siempre estaba ahí, medio agazapado, con sus gafas de pasta, entre los destellos de su “jefe”, y eso lo convirtió en una especie de narrador discreto de una de las épocas más mitificadas de la cultura pop. Ahora ha publicado un libro titulado New York Memories (Ivorypress) con textos breves, casi greguerías, acompañado de evocadoras fotografías en blanco y negro del español David Jiménez. En él, homenajeando las memorias I Remember (Recuerdo) de su admirado Joe Brainard, empieza todas sus líneas con I forgot (olvidé). “Olvidé que Woody Allen siempre se sentaba en la mesa más visible de Elaine’s fingiendo ser invisible”. O: “Olvidé que Truman [Capote] me dijo: ‘No hagas caso a Andy [Warhol]. No sabe nada del amor”.
Pero lo que distinguía a Colacello de otros escuderos del rey del pop art como Peter Marino y Chris Makos fue su carácter decididamente conservador, republicano y monárquico. “Alguien tenía que ser monárquico en el mundo del arte”, dice con sorna y vuelve a referirse a su abuela, a la que un día encontró llorando. Cuando le preguntó qué había pasado, le contestó: “Han asesinado al rey de Irak [Faisal II], y tenía solo 23 años. Oh, Robert, cuando tú crezcas ya no quedarán reyes en el mundo”. Así, cuando en unos de sus viajes a París estuvo bailando con las princesas María Gabriela y María Beatriz de Saboya, la llamó para contárselo y ella le dijo: “Oh, Robert, siempre supe que llegarías a lo más alto”. “Todos sabían en Europa que esos títulos realmente no valían nada, pero en Estados Unidos siempre nos ha encantado la realeza”, asegura Bob.
Colacello se separó profesionalmente de Warhol a los 35 años y desde entonces ha seguido muy en contacto con su legado. Se recicló como uno de los más reputados entrevistadores de Vanity Fair (con entrevistas al entonces príncipe Carlos de Inglaterra o a Naomi Campbell), y ahora combina sus escritos más personales con su condición de codirector asociado de la fundación artística de Peter Marino en Southampton (donde tiene su segunda residencia) y con su trabajo en las reputadas galerías de Vito Schnabel, hijo de Julian Schnabel, pues no pierde la curiosidad por el trabajo de las nuevas generaciones. “Los hijos de mis amigos piensan que soy el amigo más cool de sus padres”, dice.
“Cuando Andy me contrató yo tenía 22 años, y de repente estaba cenando con Diana Vreeland, que tenía unos 70 años, o con Truman Capote. Era gente de una generación o dos más que yo, y me abrieron las puertas, fueron encantadores. Así que siento que ahora yo soy el mayor y me toca ayudar a los jóvenes. Aprendí de Andy, de cómo en The Factory siempre organizaba comidas espontáneas con gente de todo tipo, desde el embajador de Irán o de China hasta Peter Beard y una pareja de modelos. Pero no es algo que solo hiciera él; también lo hacía Jean Cocteau en el París de los años veinte. Creo que todo se vuelve más aburrido y cerrado de mente, menos creativo, cuando solo tienes alemanes, o solo doctores o solo generación X, una sola raza… Todo se acaba convirtiendo en un gueto, o en una tribu. Y creo que tenemos que tener cuidado con esa tendencia actual”, reflexiona, y remata con un giro pop a su argumento: “En mi época, todas las drag queens blancas imitaban a Diana Ross y Gloria Gaynor”.
En el encuentro y en el intercambio reside el gusto para quien se considera “la única persona en Estados Unidos que era tan cercano a Warhol como a Nancy Reagan” y quien explica que lo que muchos criticaron como frívolo en el arte de Andy Warhol tenía unas raíces mucho más profundas. Cuando el pasado septiembre dio una charla en la feria de arte Independent 20th Century, celebrada en Nueva York, defendió la cultura de la celebridad como el culto de la sociedad contemporánea y recordó que la figura del icono viene, precisamente, de la religión en la que fue educado Warhol, la Iglesia católica bizantina. “Cuando pintaba a Marilyn, Elvis, Jackie [Kennedy] o Liz [Taylor] eran santos seculares que Estados Unidos adoraba”, asegura. Y también reconoció que solo alguien viniendo de una clase social tan baja como Warhol—cuarto hijo de una familia austrohúngara de Pittsburgh, cuyo padre trabajaba en las minas de carbón— podía convertirse en el gran retratista de la fama. “Su madre le compraba fanzines baratos que venían con cupones para enviar a la Metro-Goldwyn-Mayer o a la Warner Brothers para que te enviaran fotos firmadas por Mickey Rooney o Shirley Temple. Andy iba al cine todos los sábados y creció con ese imaginario visual de la fama. De ese cruce de la maquinaria publicitaria de Hollywood y de la Iglesia del Este de Europa nace su historia”, concluye Bob Colacello.
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