Jarvis Cocker, el poeta maldito del ‘britpop’: “El pasado es mentira. Todos tenemos una autobiografía oficial completamente falsa”
El chico miope del pop inglés de los años noventa ha escrito unas memorias que son como una de sus canciones. A sus 60 años, el líder de Pulp abre su baúl de los recuerdos para relatar sus sueños de grandeza, su ambición, su falta de voluntad y su descenso a los infiernos
Jarvis Cocker tiene un truco. En las no tan contadas ocasiones en que le ha tocado ejercer de entrevistador, en programas de televisión y radio, el músico de Sheffield (Reino Unido) se prepara “no más de diez preguntas sobre cuatro o cinco temas distintos y luego deja que la conversación fluya”. Si se atasca o sufre un ataque de miedo escénico, como estuvo a punto de ocurrirle el día en que entrevistaba a uno de sus héroes, Leonard Cohen, recurre a una de las preguntas preparadas, aunque ni siquiera venga a cuento.
El truco, pese a todo, no sirve para entrevistarle a él. Con Cocker, la conversación parece fluir siempre, pero lo hace por cauces insospechados. Cada pregunta que se le hace da pie a una catarata de reflexiones, anécdotas y recuerdos que él, atrincherado tras sus gafas de pasta, desgrana con humor, parsimonia y método. “Me doy cuenta de que tiendo a divagar mucho”, concede Cocker en nuestro encuentro en un hotel de Barcelona, ciudad a la que ha acudido para promocionar su libro de memorias, Buen pop, mal pop (Blackie Books). “Tú me haces preguntas concretas y directas y yo te doy respuestas kilométricas. Pero si algo he aprendido escribiendo este libro es que casi todo está conectado, que las cosas resultan mucho más complejas de lo que parecen y, en consecuencia, que no existen las respuestas sencillas”, dice.
Buen pop, mal pop es el fruto, literal, de varios meses hurgando en el baúl de los recuerdos. En concreto, en un pequeño desván o cuarto trastero de la casa en que el músico vivió en Londres y en el que llegó a almacenar “una cantidad casi inverosímil de objetos, de paquetes de chicle a pastillas de jabón, cuadernos de notas, flyers de discotecas, entradas de conciertos, postales, púas de guitarra, fotos, camisas, juguetes”. Jarvis empezó a escribir sobre “aquel demencial montón de basura acumulado a lo largo de los años” porque se convenció de que, en cierto sentido, en él estaba la esencia de su propia historia. También la de su banda, Pulp: “Empezó siendo un proyecto infantil, el vehículo para convertirme en lo único que de verdad quería ser, una estrella del pop, cuando tenía unos 13 años y ni siquiera había aprendido a tocar la guitarra”.
Esa proyección de sus fantasías adolescentes se convirtió poco más tarde en un proyecto musical un tanto precario para el que buscó “cómplices” en su entorno inmediato, porque, según cuenta: “Mi modelo fueron siempre los Beatles, y hacer carrera como solista me parecía una opción infinitamente más aburrida”. Pulp continuó existiendo para Jarvis Cocker incluso en los años en que era una banda en barbecho, sin discos, sin conciertos y sin apenas ensayos, con su líder enredado en sus años de bohemia indolente en Sheffield o estudiando arte, “sin la menor convicción” en Londres.
Entre 1978 y 1993, el grupo padeció una larguísima travesía del desierto en la que a cada paso adelante parecían seguir un par de pasos atrás o hacia los costados. En 1994, por fin, entraron en el radar con un álbum brillante y muy oportuno, His ‘n’ Hers, al que seguiría, un año después, Different Class, la obra maestra de combustión instantánea con la que se pusieron el mundo por montera. De la noche al día, Cocker pasó de la clandestinidad a la primera línea del frente musical y mediático. El mundo descubrió a un formidable escritor de canciones narrativas, en la estela del costumbrismo británico de un Ray Davies o del humor y la magia cotidiana de un Robyn Hitchcock. Es más, aquel tipo desgarbado, miope y con un corte de pelo imposible resultó ser también toda una bestia escénica, un cóctel inaudito de teatralidad, exquisitez, autenticidad y carisma. Si Damon Albarn y los hermanos Gallagher fueron los mascarones de proa de la revolución britpop, Jarvis fue su poeta maldito y su líder en la sombra.
Aquello fue el preludio de lo que Cocker describe ahora como los años “más desconcertantes” de su vida, el periodo en que hizo realidad sus sueños infantiles de dominación mundial y acabó convirtiéndose, según afirma, en un hombre distinto: “No necesariamente mejor, espero que no un completo imbécil pero sí un tipo suspicaz, angustiado, vanidoso”. La fama y el éxito, según admite, le sentaron muy mal: “Cuando me imaginaba, con 14 años, cómo sería mi vida en cuanto me convirtiese en una estrella del pop, daba por supuesto que no viviría en una casa, sino en un hotel de lujo, con mayordomo, sin sábanas que cambiar ni ropa que lavar, y que me pasaría el día entero tumbado en la cama viendo capítulos de Batman”.
Ese sueño se hizo realidad tras el éxito de Different Class: “Durante el año que pasé en Nueva York solo y dedicado a tiempo completo a ser una estrella”. Fue “espantoso”, y Cocker se plantea estos días, mientras escribe la secuela de Buen pop, mal pop, cómo va a arreglárselas para describir ese descenso a los infiernos. Pero el libro ya publicado abarca un periodo muy anterior: “De mi infancia en Sheffield, en un hogar modesto, a los años en que viví en una fábrica abandonada, antes de mudarme a Londres”.
Iba a ser otra cosa. “Una larga y supongo que bastante aburrida disertación sobre mis procesos creativos que yo pensaba titular Este libro es una canción”. Lo había concebido como una obra “con su intro, su primera estrofa, su puente, su estribillo, su segunda estrofa”. Y le había dedicado casi dos años de trabajo “lento e inconstante”. “Porque yo soy una tortuga: casi siempre acabo lo que empiezo, pero a mi ritmo, sin prisas”. Mónica Carmona, su agente literaria, le había conseguido “un contrato magnífico” en una feria del libro: “Le bastó con un par de párrafos en los que yo exponía mi idea, que era muy vaga, y al volver de la feria me dijo: ‘Jarvis, hemos vendido tu libro. Ahora vas a tener que escribirlo’. Así que me puse manos a la obra, porque ella había creído en mí y no quería decepcionarla”.
En 2018, en cuanto concluyó la promoción de su álbum Room 29, en el que colaboró con el canadiense Chilly Gonzales, Cocker se centró en la escritura. Este libro es una canción; pese a todo, no arrancaba: “Tras varios meses de trabajo, me asignaron una editora y ella, con una brutal honestidad que me sorprendió muchísimo, me dijo que casi nada de lo que había escrito servía. Solo una parte muy breve, la crónica del día en que decidí vaciar mi desván y empecé a contar la historia de alguno de los objetos que había conservado en él. La editora me dijo que aquello sí que le parecía interesante: ‘Olvídate de la idea inicial, es la basura que sale de tu trastero lo que de verdad vale la pena’. Y le hice caso”.
Acarreando objetos, fotografiándolos y preguntándose qué significaban para él y por qué había decidido conservarlos tanto tiempo, Cocker descubrió algo esencial: “Que el pasado es mentira. Todos tenemos una autobiografía oficial completamente falsa que nos contamos a nosotros mismos y a cualquiera que esté dispuesto a escucharnos, pero no es más que una patraña. Es la vida de la persona que nos gustaría ser, no de la que somos. Cuando nos enfrentamos a los hechos desnudos, en un álbum de fotos, un antiguo bloc de notas o un trastero lleno de chatarra, la verdad emerge. Y a veces es desconcertante y dolorosa”.
La verdadera historia de Jarvis Cocker, contada desde la perspectiva de sus objetos queridos, es tal vez “la de un hombre con un apego supersticioso e irracional al pasado, que conserva pastillas del jabón de su infancia porque le deprime que cambie el diseño y que el recuerdo del envoltorio original se pierda”, como lágrimas en la lluvia. Cocker ha asumido el reto de mostrarse como lo que es, un hombre “con sueños de grandeza que dedicó gran parte de sus mejores años a perder el tiempo, que siempre tuvo ambición, pero al que con frecuencia le fallaron la voluntad y la constancia”.
Mirar atrás le ha servido también para constatar lo muy arraigada que ha estado siempre la música en su vida: “Si me preguntas por mi recuerdo musical más antiguo, vuelvo a sentir ese extraño cosquilleo en los hombros y en el cogote que me producía escuchar por la radio, con mi madre, canciones como If You Could Read My Mind, de Gordon Lightfoot. Yo era tan pequeño que me tomaba lo que estaba escuchando al pie de la letra. Realmente creía que los duendecillos de la radio podían leer mi mente, entrar en mi cerebro. Era una sensación excitante y angustiosa”. ¿Más indicios de que el joven Cocker tenía una cita ineludible con el pentagrama? Jarvis nació “el 19 de septiembre de 1963, el día que She Loves You llegó al número uno de las listas británicas”, y su padre “se fue de casa en 1970, el año en que se separaron los Beatles”, la fecha que ha supuesto para él, desde entonces, “el final de la inocencia”.
Su escurridizo progenitor, por cierto, había tocado el trombón en una banda de la que también formaba parte Joe Cocker. “No teníamos ninguna relación familiar, pero se apellidaba como nosotros”. Un Cocker acabó triunfando y el otro no tardó en dejar la música: “Sé que a mi padre le mortificaba aquella vieja historia de destinos cruzados. Si se hubiese quedado en casa, tal vez podría haberme guiado en mis primeros pasos con la guitarra, que aprendí a tocar en solitario, con una falta de destreza natural que aún hoy me acompaña. Suerte que muy poco después vino el punk para enseñarme que un par de acordes podían ser suficientes, que la técnica no tenía la menor importancia, porque con 13 años me mortificaba ser incapaz de tocar las canciones de los Beatles”. Tampoco pudieron acompañarle en esa aventura iniciática ni su abuelo, “organista eventual, pero solo en Navidad y en algún cumpleaños”, ni el hermano de su madre, “que tenía un grupo con el que había tocado en localidades turísticas como Torquay y dado algún concierto en Alemania”. Su tío murió siendo Jarvis muy niño, y todo lo que le dejó en herencia “fueron unos pantalones de cuero con tirantes que hacían furor en Alemania, pero que no podías ponerte en Sheffield a menos que estuvieses dispuesto a pasar mucha vergüenza”.
Cocker atribuye su pasión por la música a la miopía: “Siempre he sido un gran miope, con múltiples dioptrías. Lo extraño es que no me lo detectasen hasta que cumplí cinco años. Antes de estrenar mis primeras gafas, mi área de visión nítida se reducía a apenas un par de metros. El resto era una masa borrosa, rostros que no reconocía, mesas y muebles con los que tropezaba, pelotas de fútbol que no veía venir hasta que me impactaban en la cara. Un universo hostil. El de los sonidos, en cambio, era un universo nítido y amable en el que nunca tropezaba”. Las gafas restauraron el equilibrio, pero el universo acústico ha tenido mucho más peso en su vida que el visual, reconoce.
En la recta final de Buen pop, mal pop, Cocker aborda un evento “traumático” que acabó cambiando su vida: “No quiero contarlo aquí, porque supone un giro dramático y prefiero no hacer ningún spoiler. Pero sí que quiero contar lo que aprendí de aquello. Me enseñó a confiar en mi intuición como narrador. Me sorprendí observando lo que ocurría a mi alrededor y convirtiéndolo en material narrativo para las letras de mis canciones. Descubrí que la realidad es una extraordinaria fuente de historias y que ni siquiera es necesario transformarlas y embellecerlas, el cerebro ya selecciona por ti los detalles esenciales, los que han captado tu atención y captarán la de los que te escuchen”. De este descubrimiento nacieron canciones tan cotidianas y certeras como Common People, Babies, Do You Remember the First Time? o Disco 2000. También Buen pop, mal pop, un libro que quiso ser una canción y ha acabado siendo un fascinante conjuro para recuperar la memoria.
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