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Ostras y carne de caza en una tarde de confidencias: la última cena de Jaume Ripoll, fundador de Filmin

El mallorquín imagina una velada que rinde homenaje a su tierra, a sus orígenes en la trastienda de un videoclub y a sus pasiones: la comida y la buena compañía

EPS 2480 PLACERES LA ULTIMA CENA JAUME RIPOLL
Coco Dávez

Los nacidos en los setenta podemos decir que los límites de nuestra cultura cinematográfica eran —­más o menos— los límites del catálogo del videoclub de nuestro barrio. La formación del gusto era un asunto de comercio de proximidad, y dependía bastante de las preferencias del dueño de aquel videoclub. La mayoría solo tenía blockbusters y cine porno, pero había otros en los que al fondo tenían baldas llenas de cintas de neorrealismo italiano, las de Bogart y lo último de Japón. Allí uno echaba el rato leyendo las contraportadas de los estuches y estirando el tiempo para dejarse ver con una cinta de Bergman en la mano. Y es que ese rincón cinéfilo del videoclub sugería la posibilidad de seducir o de ser seducido por alguien de gustos similares: más de una relación ha empezado con una recomendación no solicitada de un extraño.

Algo de la liturgia y la jerga de la balda buena del videoclub pervive en Filmin, plataforma dirigida y fundada por Jaume Ripoll (Mallorca, 46 años), que se crio en la trastienda del videoclub de su familia, en Palma de Mallorca, y que para hacer esta entrevista nos citó a cenar en uno de los lugares más cinematográficos de Barcelona.

Jaume Ripoll, en la coctelería Belvedere de Barcelona.
Jaume Ripoll, en la coctelería Belvedere de Barcelona.Coco Dávez

El Belvedere es una coctelería oculta en una estrecha calle peatonal, tiene un pequeño jardín cubierto de hiedra y unas escaleras que conducen a unos salones rojos, tenuemente iluminados, divididos en estancias recogidas que ofrecen intimidad y resguardan al cliente de los curiosos. Una larga barra negra llega hasta el fondo, sobre ella hay botellas de líquidos de todos los colores que evocan la despensa de un alquimista nigromante. Allí el barman hace pociones mágicas, a juzgar por la calidad de los tragos. Además de beber, aquí se come estupendamente, dice Jaume, que se conoce la carta como un feligrés el misal, y pide por todos antes de empezar a contar cómo imagina él su última cena. Ripoll ha venido adecuadamente vestido para hablar de su muerte: oscuro, elegante y discreto, salvo por unos aparatosos zapatos negros que parecen la evolución futurista de un zueco.

—Cuántas veces hemos fantaseado con la idea de nuestra necrológica, del obituario, de los amigos que te recuerdan y que te celebran en torno a la mesa. A mí eso me obsesiona.

Tanto es así que su película favorita es Dublineses, esa prodigiosa adaptación de Los muertos, de Joyce, que hizo un John Huston ya moribundo y en silla de ruedas. También le gusta mucho la colección de ensayos Mortalidad, de un Christopher Hitchens consciente de que un cáncer le está matando, donde expresa “esa idea del funeral en vida, ese momento en el que todos tus amigos están ahí celebrando su amistad, sus logros intelectuales”. “Creo que eso tiene sentido… Si tuviese que ambicionar algo en la vida, cuando llegue el final (que espero que tarde mucho en llegar) sería ese”, dice Ripoll.

Tiene muy claro que su última cena es en Mallorca, concretamente en Camp de Mar. “Un espacio al lado del mar donde he compartido bastante felicidad y muchos fines de año”, explica. Habla de una casa cuya historia es un auténtico hojaldre de vidas singulares. Hoy pertenece a la familia de su amigo Andreu Jaume, editor y poeta mallorquín, pero anteriormente fue hogar del misterioso artista y espía hispanobritánico Tomás Harris y, antes de él, disfrutó de este lugar el popular pintor de perros Cecil Aldin, creador de aquel logo con un perro y una gramola de His Master’s Voice “que dio origen al primer logo de Filmin”. Aquel inmueble habitado por artistas fue diseñado precisamente para ser una casa de artistas, construido para pintar, para que entre la luz, haya vistas y se vea el atardecer.

—Estoy como invitándome a una casa en la que no me han invitado nada menos que para despedirme de la vida, pero que sé que Andreu, que es una persona generosísima, me abriría las puertas como si estuviera en la mía propia.

Ripoll destaca las cualidades de este exquisito anfitrión, confía en que pondría una vajilla de principios de siglo, “por supuesto, del XX, no del XXI, con esas copas de cristal tallado con las que uno bebe vino de forma más gustosa”. La cubertería de plata y con iniciales la pone él, la heredó de sus bisabuelos y se la saca a los buenos amigos en ocasiones ­importantes.

No duda al respecto del menú. Puede sonar frívolo, dice haciendo una pequeña pausa, pero enseguida lo recita con vehemencia como si estuviera proclamando una ley: ostras, setas, trufa, gambas y carne de caza. “Todo esto tomaría… Como no tengo que hacer la digestión y no tendré resaca…”. Son sus platos preferidos, dice. Envalentonado por este último razonamiento, añade más cosas al menú: liebre à la royale —con un poco de trufa rallada encima— y solomillo Wellington. “Son los grandes platos de mi vida”.

Los gustos que revela Ripoll le delatan como auténtico morro fino, al que supongo capaz de una mayor precisión con el menú. Le pido que especifique la variedad de las setas y el tipo de carne. Nos cuenta que sería una becada cazada en Mallorca, con la que haría un arroz, y que las setas, “si están bien cocinadas y, por supuesto, son silvestres, podrían ser las que fueran, ceps, ou de reig, robellones pequeños”.

Cae en la cuenta de que su menú le obliga a morir en otoño, que es la temporada de estas setas y de la caza de la becada. “Mi época favorita del año para comer es noviembre y diciembre. Pero para vivir es el verano. Es una pena esto de que tu época favorita para vivir no coincida con tu época favorita para comer”.

Sigue precisando: las cosas del mar se acompañarían con un blanco, mientras sea bueno no tiene ninguna preferencia especial, sin embargo, el tinto que va con la carne es innegociable: un Château Margaux. En algún momento sale el champán, y es capaz de citar tantos que le gustan, que también se declara sin ­preferencias.

¿En qué momento adquirió estos gustos tan sofisticados? Ripoll ríe y dice: “Como no tengo hijos, el dinero que he ganado en mi vida lo he invertido en gastronomía, mercados y buenos restaurantes… Es mi afición”. Ha tenido la suerte de tener parejas que compartían ese mismo interés, algo que también le viene de familia. Luego matiza: “La verdad es que no podría tener una pareja que no le gustara comer”.

Lo que le apasiona no es solo la comida, sino más bien la camaradería de la comensalidad, el espacio para la narración que propicia una mesa bien puesta, surtida y atendida. Volver a Mallorca, para él, es volver a esas comidas de amigos. “De la misma manera que nunca quedo a comer con nadie que no sepa que realmente vaya a disfrutar de la comida; por trabajo jamás quedo para comer”.

Sus invitados esa noche son 10 o 12. “Esos amigos con A mayúscula, aquellos que pasan todos los filtros de las desavenencias, distancias, silencios, contradicciones. Los que quedan, porque ya sabes que son los que han quedado con los años, respetan tu espacio y no te piden atención permanente”. Una mezcla de amigos de infancia en Mallorca y de sus años de formación en Barcelona, esos a los que, tras una ausencia, “la elipsis funciona en continuidad, no en ruptura”, aclara con términos de lenguaje cinematográfico.

A sus amigos de infancia, Guillem y Andreu, los describe como personas a las que le unió el azar de la cuna y que resultaron ser “gente inteligentísima, culta, divertida, ingeniosa, cínica, corrosiva, y con un gusto por vivir”. A los de Barcelona los reprocha que son gente que llega siempre tarde a sus cenas, y esto le resulta imperdonable a alguien que, como él, ha llegado a ciertas cuotas de obsesión en un arte cuyos puntos y temperaturas exigen gran puntualidad entre aquellos a los que se va a agasajar. Los barceloneses, pues, serían citados antes y el arroz no llegaría al fuego hasta que todos estuvieran en la mesa.

Habría lecturas de poesía en la cena, esto suele pasar. Andreu tiene costumbre de leer poesía, y en esa cena le dedicaría un poema muy triste y luego otro con humor. “Habría cinismo de ocurrencia, que es lo que más me gusta del mundo”. Habría mucha rememoración, con las anécdotas más celebradas. “Cosas íntimas, sexuales, sin duda, incómodas”. Y, por fin, cuando llegara el momento de los brindis y los tributos, no lo harían hacia su persona, “sino hacia la amistad”. “Porque uno tiene que apreciar una amistad y celebrarla constantemente. Es difícil hacer una gran amistad”.

Ripoll no podría despedirse de la vida sin una tarta Tatin con crema amarga, seguida de los licores pertinentes: empezaría por un vino de Tokaji y acabaría borracho perdido con mezcal. La gente bailaría entonces y pondría música para animarlo, pero él no se sentiría con energía para un baile. Solo quisiera poner el tercer movimiento de la Séptima de Beethoven, que para él representa la alegría de un sábado por la mañana cocinando en casa.

Y aquí hace una última petición para ser feliz: que llueva. “Siempre recuerdo la frase de mi padre cuando se despertaba los domingos por la mañana en casa y me decía: hoy llueve. Significaba para él que habría gente en el videoclub, habría más negocio, sería tarde de cine”.

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