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Cómo el choteo, el desenfreno y el jolgorio de Juana Bacallao incomodaron al régimen cubano

La figura de la popular cantante, fallecida el pasado mes de febrero, es clave para entender lo que fue y lo que es la isla

Juana Bacallao
Juana Bacallao, durante una gala en el Teatro Nacional de La Habana, en 2016.Ernesto Mastrascusa (Efe)

Una mujer negra que pasó su infancia en un colegio de monjas oblatas porque quedó huérfana siendo una niña. De joven se ganó la vida como empleada de limpieza hasta que, en la escalera de un edificio ubicado entre las calles Laguna y Perseverancia de Centro Habana, Obdulio Morales, un reconocido compositor, la escuchó cantar mientras realizaba su labor. Morales la invitó a audicionar para un proyecto llamado El milagro de Oshún —diosa yoruba de los ríos—. Y desde entonces, sin estudios musicales y sin una voz prodigiosa, se convirtió en una diva que se apoderó de los cabarets, la televisión, el cine y el teatro.

Su éxito —ahora impronta— radicó en construir un personaje, una mujer indomable, que colocó en la escena artística cubana los gestos, las actitudes y el lenguaje del “bajo mundo”. Antes y después de la Revolución —1959—, Juana Bacallao habló por y como los negros, los pobres, los desprotegidos, los marginados. A quienes, en su momento, tanto el crudo capitalismo de las décadas de 1930, 1940 y 1950 en Cuba como en el socialismo —que vino después— desatendieron. Ese menosprecio significó que las élites sociales y culturales enterraran lo que la performance de Juana salvaba.

Juana Bacallao no solo simboliza el folclor cubano: el choteo, el desenfreno, el jolgorio. Su mayor mérito fue, a través de su personaje, mostrar una Cuba desnuda. Esa realidad, el gran enemigo de Fidel Castro desde que asumió el poder de la isla, fue castigada: quedó relegada más de tres décadas a la oscuridad de la noche, a los cabarets. La cultura oficial prescindió de su obra. Una verdad demasiada pesada para que estuviera bajo los focos. No solo por lo que representaba, sino por su discurso irreverente, inaguantable, sorpresivo. Juana Bacallao era sincera y decía, en cualquier ámbito, lo que le viniese a la cabeza, lo que realmente pensaba, un pecado capital en el castrismo.

“Juana se hizo sola”, dijo de sí misma a Associated Press en 2010. Una frase —que la define— expresada cuando la Revolución, astutamente, recapacitó devolviéndola a la escena pública oficial. Un lucro. A lo largo de los 65 años de castrismo han sido comunes estos rescates de figuras artísticas que habitaban las celdas del ostracismo cultural —Antón Arrufat, José Lezama Lima, Delfín Prats, etcétera—. La apertura de estas celdas no busca otra cosa que limpiar la imagen intransigente del Gobierno y siempre terminan con un mismo patrón: la entrega de premios que reconocen cínicamente la obra de toda la vida de estas personas —que ya están próximos a fallecer—. Fue el caso de Juana Bacallao, que, a sus 94 años, recibió el Premio Nacional de Humor.

Unos años antes del premio, en una fiesta nocturna en La Habana, Juana Bacallao coincidió con mi esposa, que, al verla, se le acercó a saludarla. No se conocían de nada y mi esposa solo quería profesarle admiración. Después del saludo, la diva preguntó: “¿Tú me puedes traer un refresco?”. “Claro”, respondió mi esposa. “Pero que esté cerrado”, aclaró de vuelta Juana Bacallao, que quería la lata para llevársela a su casa.

La carestía que padeció Juana Bacallao es la misma que sufren hoy los cubanos de la isla, quienes han vuelto a tomar las calles para exigir comida y energía eléctrica en sus hogares.

Juana Bacallao murió el pasado 24 de febrero con 98 años. Y deja el mejor legado posible para la construcción de la Cuba del futuro: pensar y expresarse con libertad.

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