Un jerez en el paraíso. Elogio ilimitado del aperitivo
Bastarán una cerveza, un vino o la frivolidad de un espumoso para que todo vuelva a ser promesa
El tiempo pasa por nuestra humanidad doliente, pero —por suerte— siempre tendremos ahí un aperitivo para desmentir que la existencia sea por completo un valle de lágrimas. A estas alturas de la Historia hemos logrado cuantificar las vidas que ha salvado la penicilina, pero todavía debemos hacer el recuento agradecido de todas las veces que un aperitivo exacto nos restauró el ánimo y lo que no es el ánimo y volvió a dar al mundo su sentido más pletórico. Hay aperitivos nocturnos, claro está: sin embargo, la vocación del aperitivo será siempre la de abrirnos un mediodía para transitarlo después con ligereza. Es otra de esas invenciones que honran a la especie que inventó la música, el aire acondicionado o la Seguridad Social. Vaya a favor del aperitivo que, de todas las maneras de cortejar la felicidad, el aperitivo puede ser la más sencilla: al llegar la hora indicada, bastarán una cerveza, un vino o la frivolidad de un espumoso para que todo vuelva a ser promesa y la jornada se inmole en el altar del placer.
Del acceso a la vivienda a la desigualdad de rentas, no cabe duda de que el sistema capitalista ofrece contradicciones más agudas. Eso no hace menos deplorable, con todo, unas comidas de trabajo en las que siempre nos las arreglamos para no trabajar ni comer. Quienes hemos bebido como si nos pagaran por ello terminamos por desarrollar alguna inteligencia adaptativa, y será suficiente con llegar un poco antes para pedir, por ejemplo, un blanco a modo de viático que nos lleve a la otra orilla del almuerzo. Ahí se instaura un momento de silencio en que uno se va desasiendo del jaleo. Nuestras potencias se recogen. El mundo se remansa, el día se redondea. Con un poco de suerte, se escuchan dos de los sonidos que más dignifican la atmósfera: una coctelera batiente o el cañonazo de una botella de champán. Esos del aperitivo son siempre unos minutos mejor invertidos que los ahorros de Elon Musk, sin más encrucijadas morales que tomarse o no tomarse el plato de aceitunas. Los aperitivos gregarios de España —aquí una caña, allí un vermú— constituyen por su parte toda una inteligencia social: podemos pensar que el país entero es un aperitivo interminable, y siempre tenemos a la mano esa pequeña superioridad que da el sentarse en las terrazas como quien filosofa sobre el mundo. El aperitivo solitario, sin embargo, el aperitivo a la espera, nos deja otro perfil civilizado: esa forma suprema de meditación consistente en remover la piedra de hielo de la copa, quizá mientras leemos el diario, ahora en internet.
Puede postularse que el dry martini —”es hielo abrasador, es fuego helado”— sea el hermano mayor de los aperitivos, aunque pertenece a esas cosas a las que compensa tener algo de miedo: cada vez que pedimos uno se activa una cuenta atrás que lo mismo nos lleva a la idea de negocio del siglo que a volver, horas después, a casa sin zapatos. Proust elevó al esnobismo la cerveza helada y Juan Carlos I ya empezaba con el tinto. La ginebra ha encontrado entre nosotros su sitio como digestivo —esos copazos de balón—, pero es mejor como un escalofrío, corto de carga, antes de comer. En Italia le tienen tomada la medida a lo humano y, quizá para expiar la pandemia del Aperol, inventaron el Campari, que sería insuperable si no le ocurriera lo que a casi todo en esta vida: que mejora con una piccola corrección de gin. En los clubes de Italia lo pueden servir con unas rodajas de salami y unas rocas de parmesano: con acierto clamoroso, lo llaman “aperitivo rinforzato”.
Muy lejos, en los clubes de Londres, antes de la cena, uno veía caer las botellas de champán como si fueran monodosis. Antes de la comida, sin embargo, lo propio era —”una copa a las once, once copas a la una”— el fino, muy seco, de Jerez. Lo había impuesto una larga sabiduría de siglos, consciente de que el fino espabila el apetito de comer no menos que el hambre de vivir. Durante un tiempo se puso de moda la expresión, algo cursi, de que a la vida hemos venido a veranear, pero que la vida sea un aperitivo es correcto incluso en términos teológicos. Sí, el tiempo pasa por nuestra humanidad doliente y, al final, ya solo queremos un poco de fino, un poco de jamón y una brisa que nos cierre los ojos para hacernos sentir que hemos vivido y no fue en vano.
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