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Las copas y las letras
Columna
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Déjelo todo y venga pronto a Italia

Lo más llamativo es el uso del lenguaje. La educación italiana ha tenido un énfasis en la oratoria que la nuestra no ha tenido

Columna de Peyro
Landmark media / Alamy / Cordon
Ignacio Peyró

Italia solo depara una tristeza: la de pensar que uno ha llegado tarde a ella. Entre quienes han venido a lo largo de los siglos a vivir al país, es generalizado sentir que, hasta el momento de instalarse en Italia, la vida había sido una especie de pan sin sal. Cuando ya era anciano, a Maurice Barrès le preguntaron cuál sería su mayor deseo, y el escritor respondió que “tener 20 años y viajar a Italia por primera vez”. La exaltación es común y llega a los espíritus más selectos como el descubrimiento de una claridad. Paul Morand afirma que, recién salido “del París negro de Zola, de la negra provincia de Flaubert”, se arrojó sobre Italia —la comparación es de otros tiempos— “como sobre un cuerpo de mujer”. Tenía justamente 20 años. Es posible que Italia, bien pensado, ofrezca otro pesar: tras una temporada aquí, uno ya sabe que no solo no va a dominar el país, sino que ni siquiera va a terminar de descubrir su barrio. Existe un diálogo célebre: “¿Conoces bien Roma?”. “No, solo llevo aquí 10 años”.

La pasión por Italia no es original, pero tampoco son muy novedosos el amor, los ocasos o los chipirones en su tinta y no por eso dejamos de celebrar su existencia. Pla escribe que hay cuatro cosas tangibles y concretas que no parecen de este mundo: la escultura griega, un par de cantos del Paraíso de Dante, la pasta seca y el amor filial. Italia, en efecto, ha hecho perder la compostura a tutti quanti, incluso a un hombre de la emotividad seca de un Pla: “De Italia provienen”, leemos, “las formas más vivas y bellas que ha producido el espíritu humano”.

El placer de Italia, con todo —como también observaría Pla—, tiene menos que ver con lo museístico que con lo cotidiano, con la comprobación de que aquí la felicidad radica en “el placer terrenal entendido como sensación física”. Es este cielo de domingo de azul líquido. Una cocina —la pasta, la pizza— pensada para evitar dispepsias. Y, ante todo, la noción de mesura de un país todavía regido por Apolo: uno toma un helado, sí, pero lo toma mientras pasea. Uno toma un aperitivo —los han inventado fabulosos— pero toma uno y no más. La estatuaria pública de Trieste muestra más tetas al aire que una orgía: seguramente, en presencia de tanta belleza uno se siente llamado a cuidarse.

Si uno no fuese español, sería hispanista, pero eso no significa que los italianos no puedan enseñarnos un par de cosas. Estamos en el país de Petrarca y de Dante, pero si hay dos besándose en la calle, debemos dar por seguro que son de Wichita y no de Rimini. Todo el mundo identifica Italia con una alegría de vivir, pero no viene acompañada de una euforia de decibelios: Italia es un lugar mucho más silencioso y, vista desde lejos, una celebración no parece por fuerza una reyerta. Desde tiempos de Maquiavelo, la política italiana dista de ser un lugar cómodo, y hay quien pasa toda la vida —en vano— tratando de entenderla: lo que se entiende de inmediato, sin embargo, es que no sienten ninguna necesidad de aniquilarse, que la falta de sectarismo es radical. Y aun cuando en todas partes hay circunvalaciones y túneles y afueras, la belleza ocupa un lugar de centralidad: ninguno ha querido derribar la casa del abuelo para alzar en su lugar un chalé estilo alpino (siendo este, nota bene, un país alpino).

Lo más llamativo, con todo, es el uso del lenguaje. Habitualmente, cuando un español habla en público, parece estar librando una difícil batalla contra su inteligencia. Cuando lo hace un italiano, parece estar manejando un instrumento al que saca las notas que le quiere sacar. La educación italiana ha tenido un énfasis en la oratoria y el lenguaje que la nuestra no ha tenido. Así, cualquier email de trabajo tiende por defecto a parecerse a las Capitulaciones de Santa Fe. Cualquier intervención pública será agradecida y celebrada, siempre que no caiga en el pecado de la brevedad. Y cualquier negativa será válida, en el entendido de que se evitará con horror la grosería, monda y directa, del “no”.

Al empezar a estudiar italiano, tuve que exponerle un pasmo a mi profesora: no conozco ninguna otra lengua con tal cantidad de partículas destinadas simplemente al escamoteo y la finta, ralentizar el discurso o suspender la opinión. Es el país de las subordinadas y los matices: uno puede decir “aunque” con veinte intensidades distintas. En algún lugar leí que en Italia “la imprecisión es un valor”. Nos compensaría aprenderlo. Pero también hay un lugar para la rotundidad: pocos placeres como el placer cotidiano de que alguien te pregunte tutto bene? y, a boca llena, responder benissimo!

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Sobre la firma

Ignacio Peyró
Nacido en Madrid (1980), es autor del diccionario de cultura inglesa 'Pompa y circunstancia', 'Comimos y bebimos' y los diarios 'Ya sentarás cabeza'. Se ha dedicado al periodismo político, cultural y de opinión. Director del Instituto Cervantes en Londres hasta 2022, ahora dirige el centro de Roma. Su último libro es 'Un aire inglés'.
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