La Ribot: “En la danza hay que dar forma a las ideas que te atraviesan por dentro”
Cartones, ropa, sillas de madera plegables y el cuerpo, siempre el cuerpo. Poco más ha necesitado María Ribot para desarrollar su carrera, pionera de las artes vivas en España. Danza, ‘performance’, vídeo y, ahora también, cine
La ropa revuelta en un baúl del estudio de María Ribot (Madrid, 61 años), La Ribot para el mundo del arte, cobra vida cuando saca una prenda al azar y cuenta su historia. Todas guardan más de una. “La creación de mis piezas siempre empieza por la ropa y los objetos. Es una forma plástica de comenzar y abro este baúl como si fuera mi paleta de colores y formas. Trabajo con los bailarines y estudiamos las texturas, los movimientos…”, afirma. Algunas prendas la han acompañado desde sus primeras performances en España en los ochenta. Muchas se mudaron con ella a Londres cuando se instaló en los noventa y, desde que se quedó a vivir en Ginebra en 2004, las supervivientes se mezclan con nuevas adquisiciones. “¡Mira!”, exclama al encontrar una camiseta roja, “se la puso Juan [el actor Juan Loriente] en una obra del año 95. Luego me la he llevado a todos los sitios, como si fuera algo imprescindible”, dice cuestionando esta decisión, pero no el valor del objeto.
Ribot es alta, mantiene su cuerpo en forma, la mirada curiosa de artista, un gran humor, la experiencia de casi 40 años de oficio y el reconocimiento de la profesión. Sus premios van desde el León de Oro de la Bienal de Danza de Venecia hasta el Premio Nacional de Danza en España, la Medalla de Oro al Mérito de las Bellas Artes o el Gran Premio Suizo de Danza. Y sus obras forman parte de importantes colecciones públicas y privadas, como el Centro Pompidou y el Centro Nacional de las Artes Plásticas, ambos en París, el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía o la Fundación La Caixa.
Sin soltar nunca la danza, no ha cesado de mantener diálogos con otras disciplinas y nutrirse de ellas. Fue la primera coreógrafa española en ser representada por una galería de arte, la de Soledad Lorenzo. “Sí ha habido performeras como Pilar Albarracín o Esther Ferrer, pero coreógrafas no lo sé”, afirma. Lorenzo tuvo la visión de acoger en su galería una de las series de sus Piezas distinguidas, obras coreográficas cortas que, desde 1993, María Ribot representa en teatros y museos, como espectáculos o performances. “El trato con los propietarios distinguidos era que los que adquirían una pieza no se quedaban con nada tangible. Los propietarios eran ángeles que cuestionaban el valor de lo vivo, pero me daban dinero concreto y gracias a eso podía hacer la pieza siguiente, sobre todo al principio”. Cuenta que después le costaba mantener el precio y la idea porque las adquiría gente cercana (hoy muchos son artistas de renombre como Mathilde Monnier, Jérôme Bel, Juan Domínguez u Olga Mesa). “Soledad Lorenzo adquirió la penúltima de esa época. Cuando años más tarde hizo la donación al Reina Sofía, se estipuló que el museo podía programarla para interpretarla, o reactivarla, por mí u otra bailarina”.
Las Piezas distinguidas fueron una manera de asegurarse la continuidad profesional y de darle valor a lo efímero. “La idea de cómo lo industrial se casa con la economía del esfuerzo, con el cuerpo, con la poesía y con la verdad de soltar la energía tal vez es heredada de mi padre, que era un negociante. Unir todo eso con la sociedad es mi lenguaje y con las Piezas distinguidas intento comprenderlo a mi escala”. Explica que nacieron de un contexto social y de política cultural en España muy concreto. “Y cuando supe que no iba a poder desarrollarlas en España con plenitud, me largué a Londres después de visitar la ciudad y alucinar con la energía que había”.
Hace pocos meses que se ha mudado de estudio en Ginebra. Lo ha hecho dentro del mismo edificio, una antigua fábrica de relojes del siglo XIX, ahora patrimonio de la ciudad, que comparte con otros artistas. “Será porque tiene relación con el tiempo o por la nueva luz que entra por los ventanales, pero desde que estoy en este nuevo espacio me he calmado”. Curiosamente (o no), este lugar también acogió en los años sesenta al gran coreógrafo ruso George Balanchine, una de las figuras más relevantes del ballet del siglo XX. Y a Beatriz Consuelo, bailarina del Marqués de Cuevas, que montó aquí una escuela por la que pasaron todas las personas relevantes coetáneas de La Ribot en Suiza. La historia de la danza en el interior de un edificio que, si no se conoce, pasaría inadvertido.
Sobre las paredes del estudio se apoyan unas planchas con fotos de su exposición LaBOLA desborda —que actualmente se exhibe en la galería madrileña Max Estrella— y una imagen gigante del rodaje de Espartaco, de Stanley Kubrick. “Es una de las películas que más veces he visto”, reconoce. En la imagen aparecen centenares de figurantes que hacían de esclavos rebeldes en el filme y que inspiró a Ribot para crear varias obras. Primero, 40 espontáneos (2004), en la que trabajaba con 40 intérpretes no profesionales en un teatro, y después, Film Noir (2014-2017), un vídeo donde comparaba los extras de Espartaco con los de El Cid, de Anthony Mann, ambas filmadas en la España de los años sesenta. “Kubrick rodó con los habitantes de Colmenar Viejo [Madrid]. El trabajo de esos figurantes me pone la piel de gallina porque son las caras de los vencidos, del campo. Mientras, a escasos kilómetros, se rodaba El Cid con miembros de la Armada española como extras, provistos por Carrero Blanco”. Bajo la mirada de La Ribot, aquellos cuerpos y gestos inmortalizados en ambas películas evidencian el contraste ideológico en la dictadura de Franco.
Encima de un sofá rojo, colocada como quien deja el bolso sobre una silla al llegar a casa, descansa la figura del León de Oro de Venecia. En la otra esquina, su escritorio de trabajo con un globo terráqueo del revés, libros de danza, música e historia señalados con pósits de colores y un taburete que le robó a su novio de los ochenta cuando él estudiaba Arquitectura. “Era perfecto para mi primera obra y lo usaré en la próxima”, dice mostrándolo como el tesoro que supone para ella.
Sus proyectos futuros se acumulan como los objetos en sus estanterías. Recién estrenado en España su debut en el cine, lo ha hecho interpretando su propio personaje y firmando las coreografías de Nuestro último baile, el filme dirigido por la suiza Delphine Lehericey, que ganó el Premio del Público en el último festival de Locarno. “Delphine me mandó el guion y, aunque es la historia de un duelo, me reí leyéndolo”, cuenta. “Me pareció potente y dificilísimo contar ese tema con vis cómica y danza contemporánea. Pensé que era un buen lío para meterme”, confiesa. Pero el personaje de la coreógrafa que había escrito la directora no la convenció. “Era clásica y decía cosas de diva antipática que maltrata a los bailarines. Le dije que yo no era así, que no me apetecía hacerlo, y entonces ella me pidió que dijera lo que yo quisiera. Y lo hice”, cuenta entre risas.
Como en cada trabajo de Ribot, la película tiene varias capas y, en esta ocasión, hay una venganza encubierta. “La gente tiene la idea de que la danza contemporánea es aburridísima. Y para reflejarlo, propuse que en la película saliera una versión de Oh! Sole!, una pieza que hice con Juan Loriente en 1995″. Cuando la representaron por primera vez, estaba embarazada de siete meses. “Era una pieza dura de 45 minutos en la que cantábamos O sole mio a grito pelado, mientras Juan me cogía en brazos y yo me tiraba con la tripa por el suelo. Era brutal. La gente se desesperaba en el patio de butacas, y me dejaban notas diciendo que vaya horror”, cuenta interrumpida por sus propias carcajadas. “Mi venganza a la historia del arte ha sido meterla en la película para que la contemplaran 10.000 personas en el festival de Locarno. Cuando subí al escenario y vi a todo ese público, saboreé mi venganza”.
En la web de La Ribot se puede ver aquella grabación de los noventa y muchas otras. No es una página al uso, sino un dispositivo repleto de archivos, textos, documentos gráficos y audiovisuales de toda su carrera. Un lujo para quien quiera estudiar su obra, como ha hecho el artista e historiador del arte Jaime Conde-Salazar, una de las personas que más saben de la madrileña. Ahora se encuentra finalizando una tesis sobre ella, y afirma: “Pocos españoles de las artes escénicas han tenido una presencia tan constante en el circuito europeo y un reconocimiento tan continuado a lo largo de los años. Nadie tiene un palmarés como ella”. Para Conde-Salazar, la culminación simbólica de La Ribot, de relacionar la danza con otras artes en igualdad de condiciones, fue la realización de LaBOLA en el Museo del Prado el año pasado.
Maral Kekejian, comisaria del Programa Cultural de la Presidencia Española del Consejo de la Unión Europea, ideó esta acción con la artista para inaugurar el proyecto en España. Consistía en tres bailarines que intercambiaban su ropa y objetos que encontraban por el suelo en el pasillo central del museo. Sucedía un domingo de julio, bajo la atónita mirada de los visitantes, que nada esperaban, y los fans de la artista, que todo anhelaban. “Ribot ha sido una referencia desde joven en cómo hackear e introducirse en un mundo en el que el valor de lo corporal no formaba parte del discurso de lo artístico”, explica Kekejian. “Frente al Retrato de Carlos V, de Tiziano; el Lavatorio, de Tintoretto, o Las meninas, de Velázquez, que es la primera performance de la historia, Ribot dialoga con la pintura porque ella está pintando. Pero no pinta cuadros, pinta cuerpos”, reflexiona Conde-Salazar. Hasta el 18 de abril, en Max Estrella, actual galería representante de la artista, se exhibe la documentación fotográfica de aquella jornada.
En el persistente diálogo de La Ribot con todo aquello que la inspira, se ha cruzado con Esther Ferrer. Juntas inaugurarán una exposición este año en Frac Franche-Comté, en Besançon (Francia). “De este encuentro quiero contacto artístico con ella. Nos admiramos mucho y voy a hacer una pieza que hable con una de las suyas”. Mientras lo cuenta, coge del suelo de su estudio una especie de sombrero con forma de miriñaque y se lo pone en la cabeza. “Lo ha diseñado Elvira Grau para Juana ficción, una obra en colaboración con el director Asier Puga y la Orquesta de Cámara del Auditorio de Zaragoza, que estrenaremos en España en septiembre”. En ella, La Ribot vuelve a la figura de Juana I de Castilla, mezclando danza y música, para cuestionar su desaparición en la historia. “En 1992, el mismo año en que España conmemoraba el quinto centenario de la llegada de Colón al Nuevo Mundo y era sede de los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Expo de Sevilla, yo reivindiqué la figura de esta mujer en El triste que nunca os vido. Una reina que nunca reinó, una mujer más invisibilizada, a la que nunca llamé loca. Ahora, después de varios estudios feministas que la han colocado en otro lugar de la historia, vuelvo a ella con ilusión”.
La Ribot vive en constante transformación, cuestionándose a sí misma. “En la danza tienes que dar forma a las ideas que te atraviesan por dentro. Cuando consigo escribir con el movimiento y todo pasa por el cuerpo, es maravilloso. Por eso me dedico a esto. Y digo escribir, que no pintar y que no decir”. Y siempre lo ha hecho con materiales que ha tenido a mano: cartones, ropa usada, objetos cotidianos y su propio cuerpo, aunque, en más de una ocasión, ha confesado haber sentido miedo al exponerse desnuda frente a un público cercano. “En Panoramix [que presentó en la Tate Modern en 2003 y que ha formado parte de la programación experimental de centros de arte como el Centro Pompidou] son tres horas donde estoy yo sola con el público a un palmo de distancia. En ciertas ciudades ha habido un ambiente muy agresivo y me ha dado miedo estar tan vulnerable: en pelota picada y sola. Aunque me siento mucho más desnuda, a veces, cuando hablo. Eso sí me da pavor”.
Las sillas de madera plegables han sido otras de sus herramientas imprescindibles. Las usó por vez primera en 1985, con Carita de ángel, y en Walk the Chair (2010) esparcía 50 en la sala de una galería londinense, en las que había grabado citas (de Isadora Duncan y Ludwig Wittgenstein, entre otros) sobre el movimiento. Para descifrarlas, los visitantes debían manipular las sillas, convirtiéndose así en intérpretes improvisados de sus propias coreografías. “Pina Bausch decía que lo bello siempre viene del movimiento. Se refería al de las personas y al de las cosas. Y yo suscribo esa frase. La danza, para mí, es capturar lo que está pasando dentro de ti, en la piel, aquí y en el mundo. En ocasiones, cuando he estado muy deprimida y me parecía que lo que tenía entre manos era lo último que iba a hacer, me he agarrado a una idea. La danza y el arte me han salvado desde la juventud. Concentrarse e insistir te salva de muchas cosas”.
Desde 2004, Ginebra es su hogar, el de sus dos hijos y su expareja, el coreógrafo suizo Gilles Jobin, con quien comparte estudio y equipo. Y de aquí no tiene intención de moverse. “Me tratan muy bien. En los ochenta, los franceses llevaron a cabo la descentralización de los centros coreográficos. Cada ciudad importante tenía uno y después crearon además las casas de la danza. En Suiza, en los últimos 15 años ha habido un cambio increíble. Ahora hay una multitud de escuelas de artes escénicas, festivales, lugares de creación y teatros con mucho apoyo. En España es más lento y dificultoso el apoyo institucional a la danza, y a las escénicas en general”.
No hay duda de que, a lo largo de su carrera, ha ido dando los pasos acertados, y arriesgados, en un camino que se ha inventado al andar. En 2026, el Museo Reina Sofía albergará una gran retrospectiva en reconocimiento a su trayectoria. Su director, Manuel Segade, explica: “A lo largo de los años, La Ribot ha provocado una especie de genealogía o filiación con muchos artistas más jóvenes que la tienen como ejemplo y espacio de reflexión. Ella implica la invención de una nueva tradición para ese espacio que llamamos escénicas y que es fundamental para entender el presente de la plástica de nuestro país. Es la fuerza pionera que todavía tiene mucho que decir”. En 2003 ya exhibió en el mismo espacio Panoramix, que recogía en tres horas toda su obra distinguida hasta el momento. “En 2026 quiero hacer todas las Piezas distinguidas que tendré hasta ese momento. Serán unas 10 horas”, adelanta Ribot. “Casi todas en vivo. Va a ser un gran ejercicio de desprendimiento y versionado, pues invitaré a muchas artistas colaboradoras de siempre para versionarlas o interpretarlas conmigo”.
—¿Y ha pensado qué pasará con su obra cuando muera?
—No, y no me apetece nada, pero los demás son muy pesados con eso. El mundo del arte está obsesionado por la conservación. Yo dejaré todo ahí y que luego cada uno lo interprete como quiera.
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