Cómo un licor hecho por monjes se puso de moda hasta acabar sus existencias
Las reservas del célebre Chartreuse caen en picado. Y los cartujos franceses que lo elaboran desde el siglo XVIII no quieren aumentar su producción.


En Born to Run, la celebrada autobiografía de Bruce Springsteen, el cantante de rock aseguraba: “Estaba empezando a beber, así que tomé todo lo que cayó en mis manos. Estuvimos un poco enganchados al Chartreuse verde. Fue bastante divertido”. Ese verde amarillento que palidece maravillosamente en el vaso fascinaba incluso a personajes de la talla etílica de Jay Gatsby, en cuya historia escrita por F. S. Fitzgerald leemos: “... llegamos al apartamento de Gatsby, un dormitorio y un baño y un estudio estilo Adam, donde nos sentamos y bebimos un vaso de un poco de Chartreuse que sacó de un armario en la pared”.
El detalle de guardar la botella en un armario tal vez ayude a reconocer el valor que se le da a un licor cuya repentina escasez en Estados Unidos ha devenido un drama en coctelerías de Nueva York, Seattle o Míchigan, donde se usa en cócteles como Fresa Brava, Last Word o Sammy’s Paradise.
¿Cuál es el motivo de la escasez de este licor con propiedades (febriles, espirituosas, digestivas) extraordinarias, basado en una receta secreta de 130 ingredientes botánicos confiada a los monjes en 1605, procedente de un antiguo manuscrito sobre un “elixir de larga vida” y producido al amparo de las montañas de Isère (Francia) por la orden de monjes cartujos desde el siglo XVIII? La respuesta es fácil: los monjes cartujos se han negado a aumentar la producción haciendo oídos sordos de la creciente demanda.
En un mundo gobernado por la rentabilidad económica cuesta entender que alguien se mueva por la rentabilidad emocional, pero los monjes de la Chartreuse han echado el freno para seguir siendo fieles a su lema: “El mundo gira, la cruz queda quieta”. “El crecimiento por el crecimiento no tiene sentido para nosotros”, afirmó en la prensa francesa Emmanuel Delafon, presidente de Chartreuse Diffusion. “No se puede fabricar tanto Chartreuse sin arruinar el equilibrio de la vida monástica”, dijo en un artículo publicado en Terre de vins el reverendo Michael K. Holleran, antiguo monje que supervisó la producción del licor de 1986 a 1990. Por otro lado, el cambio climático hace cada vez más complejo conseguir las cantidades necesarias de todas las plantas. Incluso en las Caves de la Chartreuse, en Voiron, donde se elabora, y en los pueblos de alrededor, donde es común el consumo de esta bebida enraizada y popular, se han racionado las ventas.
Hace unos meses, un artículo en The New York Times ponía el foco en la actitud del señor Joshua Lutz, profesional de la tecnología sanitaria afincado en Huntington Woods (Míchigan) que adora (y necesita) el licor desde hace más de 20 años, porque, consciente de que encontrar una botella era cada vez más complicado, había empezado a recorrer el país y a viajar fuera de él en busca de Chartreuse.
Durante la pandemia, cuando todo hijo de vecino se hizo mixólogo profesional en su cocina, el consumo del licor se disparó en Estados Unidos de tal modo que, según Chartreuse Diffusion, se alcanzaron ventas por valor de 30 millones de dólares.
Para imaginarnos al señor Lutz de tienda en tienda o para hacernos una idea de la devoción de Estados Unidos por esta bebida bastaría con revisar esa escena de Malditos bastardos en la que Tarantino junta a sus amigos alrededor de la mesa de un bar para invitarles a chupitos de chartreuse con una intensidad y un interés incontestables. Tom Waits nombra el licor en su canción Til the Money Runs Out, Frank Zappa hizo lo propio en su Fifty-Fifty y ese grupo tan peculiar llamado ZZ Top directamente le dedicó una canción que empieza así: “Chartreuse you got the color that turns me loose” (tienes un color que me vuelve loco) y con un título que no puede ser más explícito: Chartreuse.
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