Colombia en los platos de una de las mejores cocineras del mundo
No fue fácil el viaje de Leo Espinosa a los fogones. Una juventud extraviada y la duda entre cocina y arte como opciones profesionales marcaron sus inicios. En 2022 fue elegida mejor cocinera del mundo. Su restaurante en Bogotá, Leo, es un cruce de caminos entre el arte culinario, el perfeccionismo y el amor por su país.
Leo Espinosa está removiendo un guiso en una cazuela cuando oye algo a lo lejos que la desconcentra. El sonido es casi imperceptible. La chef deja lo que está haciendo y se acerca a una puerta batiente. La observa con el detenimiento de una forense de puertas y dictamina: “Está dañada”. Elabora un diagnóstico en cuestión de segundos: las bisagras están mal engrasadas y producen un sonido agudo. Durante unos segundos, con la mano en la barbilla, ve a los cocineros de su restaurante Leo, en Bogotá, entrar y salir con despreocupación, lanzándola hacia delante con una mano sin esperar a que vuelva a colocarse en su sitio. Entonces, les pide a todos que le presten atención. La mujer capaz de detectar una arruga en la camisa de uno de sus camareros a 20 metros de distancia abre la puerta con la mano derecha y la cierra con la izquierda con delicadeza. Repite el gesto cuatro veces con una hermosa coreografía de manos y gestos. “La puerta no se tira”, dice en alto. “No se pueden tratar mal las cosas. Chicos, ¿me oyeron?”.
—¡Oído, chef! —responden sus trabajadores en coro.
Leonor Espinosa (Cartagena de Indias, 60 años), elegida en 2022 como la mejor cocinera del mundo por la lista británica The World’s 50 Best Restaurants, ordena los billetes de mayor a menor en su cartera. El delantal que lleva puesto desde hace cuatro días no tiene ni una mancha. Si ve un pelito en el suelo deja de hacer lo que esté haciendo y lo extirpa, como si el devenir del mundo de la cocina estuviera en juego. Se enfada si sus empleados dejan sucio el baño o el mandil mal colgado en las perchas. Se le suben los calores si alguno pone una cazuela en el fuego y después se despreocupa. “La manera en que uno cuida su entorno está relacionada con el éxito. Uno se vuelve meticuloso”, dirá Espinosa dentro de un rato con un café en la mano, en la intimidad.
Pero antes de llegar ahí hay que contar que es lunes, un día en el que los trabajadores llegan tan desconfigurados como las puertas. Hace solo unos instantes que Leo entró al restaurante y ya ha dicho alarmada que hay polvo y suciedad por todos lados (“todo debe estar impoluto, por favor”). La chef debe de tener rayos X porque de un vistazo todo parece pulcro. Una clienta del fin de semana escribió en la web una reseña muy elogiosa, pero añadió un comentario que la tendrá ocupada las siguientes dos horas: la señora percibió que, por unas milésimas de segundo, le costó arrancar con los dientes la piel de una codorniz. Leo realiza varias llamadas de teléfono hasta dar con el proveedor, al que le dice nada más descolgar: “Soy tu dolor de cabeza”.
Espinosa es una mujer caribeña que en la Cartagena de Indias de los setenta bailó champeta, disfrutó de las peleas de boxeo y del bate de Abel Leal, un legendario pelotero colombiano. Se excedió con el consumo de drogas, lo que llegó a alarmar a sus padres, pero rechazó todos los tratamientos con vehemencia, según cuenta en su libro Lo que cuenta el caldero. Ella estaba convencida de que no era una yonqui y que podía salir sola. A finales de los noventa estudió artes plásticas en la escuela de bellas artes. Su primera exposición fue Objetos de culto, una instalación en la que se sumergía en el fetichismo de los zapatos. Después preparó Intríngulis, resolvió vestirse de hombre e ir a grabar a los baños de un cine porno que olía a sudor. Caminó por la calle con bigote falso y un pantalón ajustado en el que se intuía un pene de plástico a la altura de la bragueta.
Cerca de los 40 años le llegó la hora de elegir entre la cocina y la plástica. Eligió los fogones porque le resultaba más fácil ganar dinero, y en esa época tenía que costear la universidad de su única hija. Pero eso no significaba abandonar su espíritu aventurero. Ha recorrido Colombia recogiendo historias y recetas para luego experimentar con ellas en la cocina, respetando su procedencia. Quería saber qué come la gente y por qué. Se ha encontrado en el camino con leyendas como la mujer vampiro, platos como la mulata paseadora (sancocho), la quemapata (mondongo de chivo), lugares donde se echa mal de ojo y peces afrodisiacos. “No he dejado de ser una artista”, dice en medio de su restaurante, donde los cocineros se afanan por tener listo el servicio del almuerzo.
Leo tiene las manos ocupadas y por eso le tienen que dar a probar una salsa sosteniendo la cuchara en el aire: “Está pastosa. Se tiene que ver gruesa, pero no pastosa”. Ahora le traen a probar un guiso: “Le falta power, papá”. Leo tiene una serpiente tatuada entre los dedos y el rostro de su hija Laura estampado en la espalda. Se arremanga y se pone a arreglar un guiso descuajeringado de piangua, un plato muy tradicional del Pacífico colombiano. “Albahaca, por favor. Dame más cebolla, ají, pimentón, yo lo hago más rápido. Le falta fuerza, le falta fuerza”. “Esto pasa a veces”, explica mientras remueve con una espátula. “Me toca arreglar las cosas. Lo más difícil es tener un equilibrio de los sentidos para lograr que siempre esté igual. Ese es el reto más grande que puede tener un cocinero”.
A Espinosa le llueven los elogios. Pero no consiguen que se muestre mezquina con sus contemporáneos. Le fascina la lucidez, la genialidad de Andoni Luis Aduriz y “su cerebro”. Suspira por Rasmus Munk, de Alchemist. Le sorprende la meticulosidad, la belleza de los platos y el equilibrio de una cocinera como Clare Smyth. Valora el reposo de la comida de Joan Roca. Y el arte visual del peruano Virgilio Martínez, cuyo restaurante, Central, se ha proclamado hace poco el mejor restaurante del mundo según The World’s 50 Best Restaurants. Por primera vez en la historia ha sido elegido un restaurante de América Latina. Su obra no se queda atrás: sobre sus hombros pesa la responsabilidad de dar a conocer la cocina colombiana en el mundo, no tan codificada como la mexicana o la peruana.
Espinosa tiene miedo a envejecer, no se lleva bien con la muerte. Y no ha encontrado el amor verdadero, solo el que le profesa a su hija, a la que le dedica un “Te quiero” en otro tatuaje.
—Ha alcanzado premios, reconocimiento, halagos. ¿Qué le hace venir todos los días con la misma disciplina al restaurante?
—Ser una artista, continuar mi obra. Yo fui educada en la perfección, en mi familia materna somos rigurosos.
—Como a la hora de abrir una puerta, por poner un ejemplo.
—Exacto.
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