La frontera que marca el inicio del fin de la miseria al extremo sur de Bogotá
Los habitantes de la comuna 4 de Cazucá (Soacha) se ven empujados hacia la vecina localidad bogotana de Ciudad Bolívar en busca de zonas verdes y los bienes públicos inexistentes en su entorno
Los niños del barrio Altos de Pino, una compleja acumulación de precariedad en el extrarradio sur de Bogotá, no tienen dónde jugar. Julieta, de cinco años, callejea inquieta bajo la mirada atenta de su abuelo, Miguel, un albañil de 55 años, con la piel curtida al sol y el viento: “Ir al parque es todo un paseo”, cuenta mientras la pequeña se mueve escoltada por una nube de perros que se asoma a su paso. Hoy no ha podido ir al colegio porque su mamá se atrasó con la mensualidad.
Miguel sabe que tampoco podrá llevar a Julieta a una zona de juegos, o un espacio de recreación, porque debe trabajar. Y, sobre todo, porque el parque más cercano está situado a unos tres kilómetros y medio. Ya no en Altos de Pino, sino en Ciudad Bolívar, una localidad vecina que, a pesar de ser un entorno deprimido, con tasas más altas de violencia sexual y abuso doméstico, goza de ventajas urbanas evidentes por el simple hecho de estar englobada dentro del perímetro administrativo de Bogotá. Por lo tanto, se trata de un acontecimiento reservado para días especiales. Una excursión hasta más allá de la frontera que marca el inicio del fin de la miseria.
Altos de Pino es tan solo uno de los más de 300 barrios encastrados en una enorme comuna llamada Cazucá, que a su vez forma parte del municipio de Soacha. Los vecinos de la zona saben que han cruzado el límite simbólico que los separa de la capital porque las placas donde se lee la nomenclatura de las calles están pintadas en color verde y no de vinotinto, como las de Soacha.
Basta con doblar una esquina y el lento progreso del último barrio del conurbano bogotano se diluye gradualmente en el caos y la desidia oficial. Las calles destapadas y el polvo se multiplican. No hay paraderos de transporte público. La mayor obra de infraestructura son unos enjambres de cables que, a veces, llevan la electricidad desde un enganche pirata. La posibilidad de cruzarse con una zona verde se agota y las casas levantadas con escombros se vuelven tan frecuentes como la basura. La bienvenida a Soacha no es fotogénica.
Esta es una realidad que se ha venido cociendo de manera lenta, desde hace décadas, sin que las autoridades muestren mayor inquietud por la tragedia de un lugar donde el 75% de las familias carece de servicios públicos completos y el 74,14% de los menores no asiste al colegio. Son hijos de migrantes desplazados por la violencia interna o por la dictadura venezolana de los últimos tiempos. Chicos que, debido al deficiente nivel pedagógico del centro escolar público local, el Luis Carlos Galán, suelen llegar a la adolescencia con un conocimiento paupérrimo de escritura y lectura.
Julieta ha contado con algo más de suerte. Wendy, su mamá, ha optado por enviarla al colegio privado de la zona y por eso pasa trabajos para cumplir con la pensión: “Esta vez es por exceso de pago”, afirma con humor para explicar el atraso. En todo caso, es un esfuerzo notable para mostrarle la vida a través de otros lentes. O quizás un camino alterno a la violencia que campea por ciertas callecitas estrechas de una urbanización cuyos líos están hace tiempo sobrediagnosticados. Y las soluciones que nunca llegan resurgen justo por estos días en el discurso de los candidatos a la Alcaldía y el Concejo de Soacha. Políticos profesionales que se anuncian en carteles con frases optimistas y todo tipo de soluciones hipotéticas de cara a las elecciones del próximo 29 de octubre.
La Administración actual tampoco ha desaprovechado la coyuntura electoral para enviar una retroexcavadora amarilla con dos operarios que rompen las entrañas de una calle donde los vecinos tendrán que instalar con sus manos un tramo ausente de la tubería que canaliza el alcantarillado: “Es la primera intervención que llega en los 27 años que llevo viviendo acá. Ellos mandan la maquinaria y nosotros autogestionamos el resto”, reconoce Nohora, una líder vecinal de voz dulce y ojos brillantes que dirige la fundación comunitaria Escape.
A juicio de Nohora, de 45 años, países europeos como Noruega o Alemania tienen, junto a decenas de fundaciones sociales de todo tipo, más influjo en el destino de la comuna que los responsables del municipio. “En Cazucá vivimos de hacer talleres”, añade con un punto de amargura el arquitecto Kevin Salinas. A través de su tesis de maestría en Arquitectura, que lo llevó al barrio hace cinco años, ha llegado a la conclusión de que la desconexión entre tantas organizaciones de cooperación que trabajan en paralelo, con fines diferentes, suele desembocar en resultados parciales.
También lamenta que este tipo de trabajos suelan ser tomados por obras caritativas. Una lectura asumida desde la oficialidad, pero también por parte de muchos vecinos que carecen, incluso, de información para postularse como beneficiarios de prestaciones o subsidios estatales. La socióloga colombo-uruguaya María José Álvarez Rivadulla coincide con el diagnóstico y explica que las “articulaciones entre el Estado y las oenegés son muy frágiles”. Luego agrega: “La presencia estatal es muy marginal en Soacha, no asegura los derechos de la gente, entre otras razones porque ya es una ciudad intermedia con el presupuesto de un micropueblo. Y luego tenés a las fundaciones que tratan de cubrir ese hueco, pero de forma inconexa, con acciones puntuales, compitiendo por las mismas fuentes de financiación, y con graves limitaciones para garantizar el bienestar”.
La sombra de los terreros
La raíz de muchos de estos problemas comienza con la falta de titulación de las viviendas. La gran mayoría fueron edificadas a finales de los ochenta y principios de los noventa en lotes apropiados ilegalmente por los denominados terreros, una suerte de urbanizadores ilegales vinculados por lo general a grupos violentos como testaferros. Los terreros aún existen. Venden predios que no les pertenecen a una población rural que de forma crónica busca refugio en los cinturones de miseria de la capital.
Se trata de un mecanismo de intermediación sombrío que, quizás, atiza el sentimiento de desarraigo que perdura en algunos habitantes que lo han soportado casi todo. Es el caso de Islena Aroca, una tolimense de 74 años que desde hace 28 gestiona el comedor comunitario La abuelita. Hoy espera a una veintena de niños con un menú a base de frijoles, yuca y arroz. Exuda una fuerza irreductible que exhibe a la hora de mostrar los dos huertos que maneja para sembrar el maíz, el toronjil o las arvejas que luego utiliza en su cocina.
Se declara creyente. Y rehúye hacer balances de su labor al frente de la alimentación de pequeños que, con dosis mínimas de cariño y confianza, pueden encarrilarse en una vida integrada, digna y con estudios; o descarrilarse por las ranuras de “una zona que ha sido bastante caliente. Muchos ya están bajo tierra”, asegura. Islena resume con sabiduría propia el mensaje de su misión: “Yo les digo que hay que echar para adelante a mis hijitos. Y a las mamás les digo que uno no se puede rendir ni porque un hombre lo deje con dos o tres hijos. Esas son bobadas. ¡Si hasta yo, que ya no debería estar en esto, sigo peleando!”.
¿Cazuca o Cazucá?
Que muy pocos sepan a ciencia cierta cómo se escribe el nombre de esta comuna de 70.000 vecinos ―aunque cálculos independientes suben la cifra a más de 100.000― puede ser el menos relevante de los problemas. Pero la confusión en torno al uso de la tilde en la última vocal de Cazucá, o Cazuca, según la fuente, también arroja un mensaje simbólico sobre la lucha por encontrar una identidad. Lo dice el arquitecto Kevin Salinas, quien recuerda que los cerros donde se han levantado las hileras de casas, muchas de ellas con techo de hojalata, son considerados zona de alto riesgo de deslizamiento.
Un factor que ha servido como excusa recurrente para que las autoridades municipales se abstengan de intervenir la zona y comenzar un proceso de formalización. En caso de que un invierno extremo causara un derrumbe de esta ladera, la responsabilidad de la tragedia recaería sobre sus espaldas. El escudo perfecto para justificar la desasistencia de una zona donde el espacio público para recreación y esparcimiento por habitante es 20 veces menor que el recomendado por la ley.
“Solo existimos para el cobro del predial”, señala Nohora, quien lamenta la hipocresía burocrática del municipio. También se queja de que el recibo de la luz incluya un pago por servicios de jardinería y recolección de basuras a todas luces inexistentes. Durante los meses más crudos de la pandemia, de hecho, nunca llegó un mercado o una ayuda estatal. Todo se canalizó a través del esfuerzo de los vecinos, que repiten la palabra “autogestión” de manera casi mecánica. Al final lograron “conseguir una camioneta para ir hasta abastos por comida y cuando regresaban a los espacios de la fundación (Escape) llegaban montañas de niños”, relata el arquitecto Kevin Salinas.
El próximo capítulo en la vida de este asentamiento estará marcado por las sequías que ya se sienten con la llegada del fenómeno de El Niño. Miguel, el albañil huilense de 55 años, recorre la huerta de la Fundación Escape: “Todo esto estuvo bonito en su momento. Pero entre la falta de lluvia y los problemas de agua que tenemos todas las plantas se han ido muriendo. Otras se han ido guardando”. Nohora arranca por su parte unas curubas y llama la atención: “Todavía queda lavanda, canelón y una citronela que nos regaló Kevin”. Y Julieta, que disfruta de su día libre, resume con inocencia lo que los mayores especialistas en cambio climático vienen advirtiendo desde hace años: “¡Pero yo ya no encuentro caracoles!”.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS sobre Colombia y aquí al canal en WhatsApp, y reciba todas las claves informativas de la actualidad del país.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.