Juan Carlos Pallarols, el orfebre argentino que corona a los presidentes y molesta a Milei
Responsable del cáliz de la Sagrada Familia, del vaso sagrado que recibió el papa Francisco y de los bastones presidenciales argentinos desde que volviera la democracia en 1983, Juan Carlos Pallarols trabaja cada día en su taller de orfebrería en San Telmo, Buenos Aires, con las mismas herramientas que su tataratatarabuelo usaba en Barcelona en 1750
Sentado en su escritorio, el orfebre Juan Carlos Pallarols saca de un cajón un cuaderno, ajado, de tapa azul.
—Mi abuelo le dejó este cuaderno a mi papá y mi papá, a mí. En realidad, pasó de mano en mano y mis hermanos y primos me dijeron: “Vos sos el que conserva todo, así que te lo damos”.
Mientras acaricia las páginas, resume la historia de cómo, entre sus antepasados, la orfebrería se transmitió de generación en generación.
En 1750, su tataratatarabuelo comenzó con el oficio en un taller que tenía en la calle Carretes, en Barcelona. A principios del siglo XIX, su antepasado viajó a Argentina para juntar dinero, pero debió pelear en las invasiones inglesas y finalmente se volvió a España. Fue el abuelo de Juan Carlos quien, debido a la mala situación europea de la época, decidió asentarse en Buenos Aires. El saber y las herramientas fueron pasando de los padres a los hijos.
—Hay una parte del libro que escribió mi bisabuelo en 1854, cuando peleó en la guerra de Crimea. Y esta parte es de mi abuelo, José Pallarols Torrás.
De fondo se oye el golpeteo metálico que hacen sus empleados en el taller, contiguo a la habitación en donde estamos.
—Si tenés tiempo, te leo un poquito…
Aquí, Juan Carlos trabaja y vive. Aquí, también, funciona el museo donde recolecta los trabajos de las generaciones que lo precedieron. Detrás de las vitrinas hay artesanías de plata: lapiceras Dupont, rosas, mates, bombillas y dijes. También, bastones presidenciales: hace unos meses tuvo un cruce con el candidato a la presidencia argentina Javier Milei, luego de que el orfebre contara que el candidato llamó para pedirle “uno con la melenita”. Arriba de las mesas, la réplica de un sable del general José de San Martín, escudos, cuchillos y una escultura con cuarzo.
Tiene las uñas prolijas y los dedos arrugados porque, dice, hace un rato estaba trabajando con una solución de ácido sulfúrico y agua que le dejó las manos ásperas. Luego, va a ponerse una crema humectante.
—Me cuido las manos. Desde hace 10 años están aseguradas por una compañía inglesa. Ahora no sé cuánto valdrá la póliza, pero en su momento era mucho dinero.
Con frecuencia, vuelve a ese cuaderno azul que narra las memorias de su bisabuelo y su abuelo. Vuelve para ver cómo pensaban sus antepasados. Dice: “Para recordar”.
—Lo que siempre me impresionó fue cómo nos incita a trabajar.
Lee despacio. Con el dedo índice en el papel, marca las palabras que va pronunciando.
—”Porque el trabajo es el padre de la gloria y la felicidad y, si no, tengan presente esta máxima: el que de joven no empiece a trabajar, muy pronto empezará a pedir y el que tuviera que vivir pidiendo, por falta de ganas de trabajar, más le valdría no haber nacido…”.
Su abuelo le fue legando esa pasión que, hoy, él le transmite a Carlos y Adrián, sus dos hijos varones.
En 1945, cuando Juan Carlos tenía dos años y medio, José Pallarols Torrás quedó viudo y lo tomó como aprendiz. A través de juegos, le fue enseñando el oficio. “¿Qué querés hacer hoy?”, le preguntaba. “Un carrito, abuelo”. “Bueno, primero vamos a dibujarlo. Luego, a buscar el material”. Usaban recortes de chapa, hojalata, maderas: todo lo que sobraba del taller. A los seis años, Juan Carlos ya se hallaba muy avanzado en el oficio.
A los nueve, el abuelo lo llevó hasta una editorial donde hacían misales y biblias. Le mostró una, forrada con cuero rojo y punteras de metal. “¿Notás algo particular?”. “Sí, abuelo, me parece que estas florcitas son las que yo hago en el taller”. Eran ocho o diez, que adornaban el libro. “Exacto. Este es tu trabajo. ¿Te lo pagó tu papá?”, le preguntó.
La enseñanza dejó marca en el pequeño Juan Carlos. Unos años después, a sus 12, trabajaba para una librería de los curas salesianos. El dueño quería regatear el precio de un pequeño cáliz. “¿1.800 pesos? ¡No! Eso no vale más de 1.000…”. En ese momento, Juan Carlos recordó lo que le había dicho su abuelo y enojado le confesó que, seguramente, tendría razón. Salió de la librería y vio que a unas cuadras venía el tranvía. Tomó el cáliz y lo apoyó, suave, sobre la vía. Las ruedas metálicas pasaron por encima del vaso y lo destrozaron. El hombre salió del negocio a los gritos. “¿Cómo vas a hacer eso?”. “¡Y si usted me dijo que no valía nada!”, respondió el adolescente.
—De ahí en más, jamás me discutieron un precio —dice Pallarols—. Y eso se lo debo a mi abuelo.
A su abuelo, también, le debe la pasión por el trabajo. La confianza en que si quería ser alguien en la vida nunca debía abandonar su oficio. Y la paciencia.
—Un día me trajo un manojo de cantos rodados, los cubrió con agua en una olla, puso el fuego bajito y me dijo: “Cocina estas mongetes. No me llames hasta que no estén tiernas”. Revolví durante tres horas. Sabía que no se iban a ablandar nunca, pero también sabía que si lo llamaba me iba a dar un coscorrón. Al final, me preguntó qué había aprendido. “Que en la vida hay que tener paciencia, abuelo. Que sin paciencia no se logra nada”.
Pallarols se levanta, abre una vitrina y, para ejemplificar lo dicho, saca una estilográfica. Cuenta que la pluma de platino, el chupador y el émbolo son de la marca francesa Dupont. En el capuchón y en la base, los retratos de los compositores europeos románticos: Beethoven, Chopin, Mozart, Liszt, Brahms.
—Son como veintipico retratos que se hacen golpeando con un tembleque: es un hierrito, con una puntita doblada. Lo agarrás con la morsa, golpeás de un lado y vibra del otro. Lo vas moviendo, suave, suave, y así vas levantando el relieve.
Dice que cada retrato le llevó de cuatro a cinco días. La lapicera completa, unos tres o cuatro meses. Es un trabajo de mucha precisión y, por eso, si la llegara a vender, el precio oscilaría entre 30.000 y 40.000 dólares.
—¿Y esa rosa?
Pallarols cuenta que, en 1949, su abuelo se la regaló por las bodas de plata a una de sus hijas. Años después, otra hija de su abuelo le pidió una a él. Y el 31 de agosto de 1997, día en que Lady Di murió, estaba en París con unos amigos que también eran conocidos de la princesa de Gales.
—Me pidieron un homenaje. Hice una rosa de plata y le di, al capuchón, un baño de oro rojo y una pátina con sulfuro de potasio que generó un color negro, marrón rojizo, como esos pimpollos ingleses que no se abren del todo.
Dice que la foto salió en las portadas de la revista ¡Hola! y del diario francés Le Figaro. Y que cuando él llegó a Buenos Aires, tenía un montón de pedidos. En un año, hizo 300 rosas.
—La segunda famosa fue la del casamiento de Máxima Zorreguieta.
Algunos de sus trabajos son encargos. Otros son cosas que se le ocurren. Y que, generalmente, luego también vende. A veces trabaja 8 horas, otras 10 o 12 o 14.
—Me pasa que estoy cenando y pienso en algo que me quedó pendiente. Entonces, vuelvo al taller (que me queda a 10 metros), lo resuelvo y me voy a dormir en paz, porque en esto no hay un horario.
—¿Y las vacaciones?
—Yo tenía dos primos que trabajaban en un neuropsiquiátrico. Los iba a visitar, a veces almorzaba ahí, y un día vi que un loco escribía en un pizarrón: “El que trabaja en lo que le gusta, está todo el año de vacaciones”. Y pensé: “¡Eso es lo que me pasa a mí!”. Todo el año estoy de vacaciones.
—¿Siempre fue autodidacta?
—Absolutamente. Cuando yo estaba en la escuela secundaria a mi padre le remataron la casa y se tuvo que ir a trabajar a un convento de frailes en la provincia de Corrientes. A la noche, yo iba a la Academia de Bellas Artes. Pero un día le dije a mi mamá: “Si papá se muere, me quedo sin aprender nada”. “Pero si dejás Bellas Artes no vas a tener título”, me respondió. “Pero ¿qué voy a aprender? A pintar, a dibujar: eso lo puedo aprender de papá”, le dije, y me fui a trabajar con él a Corrientes. Mi papá murió a los 69 años: así que lo aproveché los últimos 20 años de su vida.
—¿Qué sabe hoy, a los 80, que no sabía hace 40 años?
—Tantas cosas. Cuanto más sabés, más cuenta te das de cuánto ignorás. Y, como tengo la paciencia de revolver las piedras, sigo aprendiendo, sigo estudiando. Tengo buen pulso, buena vista y muchas ganas. Así que, para mí, la vida es una aventura interminable. No sé cuánto voy a vivir: por ahora estoy saludable… Pero yo conocía gente saludable que también murió.
—Para ser autodidacta se necesita una disciplina fuerte, ¿no?
—No sé. A mí, hoy me pagan bien para dar charlas. Y cuando veo que la gente me escucha, digo: “Bueno”. Yo me sentía bastante acomplejado porque no había podido terminar el secundario ni ir a la universidad…
De una de las vitrinas, saca una caja.
—Mirá. Este es el título de doctor honoris causa que me dieron en la Universidad de Buenos Aires. “Al doctor honoris causa Juan Carlos Pallarols…”. Cuando te venís viejo, cuando te estás por morir, te dan todos los premios [ríe].
—¿Piensa en la muerte?
Todos los días. Desde que soy chiquito. Pero de una forma positiva.
—¿Qué piensa?
—En el convento de Corrientes en el que viví de adolescente, encima de la mesita de luz, había una calavera que en la frente tenía escrita con tinta: “Yo fui lo que tú eres. Tú serás lo que yo soy”. Y eso te hace pensar… Pero la muerte es un hecho natural. Eso te obliga a venerar, a respetar, a disfrutar cada día de tu vida. Usándolo de una forma razonable, gloriosa, alegre. Y dejando lo mejor que uno pueda dejar.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.