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Maneras de vivir
Columna
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Montañas y miserias

La férrea voluntad de ayudar al herido forma parte de la épica y la ética de la montaña, lo mismo que en el mar

Rosa Montero

Amo las montañas y siempre me han gustado las historias de exploradores y aventureros extremos, en especial de aquellos que se atreven a escalar las cumbres más elevadas o intentan cruzar la desolación de los hielos polares. Me enorgullezco además de tener una amiga que está hecha de la materia de estos titanes, la viguesa Chus Lago, capaz de hazañas tales como ser una de las primeras mujeres en subir al Everest sin oxígeno (al bajar lo utilizó durante un par de horas) o atravesar la Antártida en solitario, en un viaje demoledor de dos meses de duración, arrastrando un trineo que pesaba el doble que ella. Recomiendo leer su último libro sobre estas andanzas, El espejo de hielo (Premio Desnivel 2020), porque, por añadidura, este ser único y poliédrico escribe muy bien.

Del contacto con Chus, y de mis lecturas, aprendí a admirar estos esfuerzos feroces que a muchos les parecen, lo sé, execrables empecinamientos sin sentido. Y es verdad que es un afán algo estrafalario. ¿Para qué subir a la cima del Everest, a un dificilísimo picacho sin oxígeno, a la llamada Zona de la Muerte, porque, si te quedas allí, sin duda morirás antes o después? Yo tengo una simplísima respuesta: porque la montaña está ahí. Este impulso a forzar los límites, a llegar hasta donde se pueda y un poco más allá, es la base de la condición humana. La montaña está ahí, y por consiguiente es un desafío irresistible. Esa audacia loca, esa curiosidad infantil es la que nos llevó a la Luna y nos depositará en Marte dentro de poco, otro reto colosal, la conquista del espacio, que también hay gente que critica, pero que a mí me parece un logro esencial desde el punto de vista científico y filosófico, por no mencionar que puede salvar a la humanidad.

Una humanidad que, por otra parte, lo sé, a veces dan muy pocas ganas de salvarla. Porque la tremenda audacia de nuestra especie solo tiene parangón con nuestra estupidez. Ni siquiera con la maldad, sino con una miseria moral repugnante e idiota. Un ejemplo es lo sucedido este verano en el K2, la segunda cima más alta de la Tierra. Del estrecho sendero de subida, atestado de alpinistas, se cayó un porteador paquistaní de 27 años, Muhammad Hassan, y rodó cinco metros. Lo izaron de nuevo a la trocha, malherido, y allí lo dejaron, a 8.200 metros de altura. Por encima de su cuerpo pasaron de 70 a 100 personas, camino de la cima. Todos escogieron coronar, en vez de ayudarlo. Lo abandonaron agonizante en la Zona de la Muerte y, en efecto, murió. Fue el 27 de julio y lo más atroz es que todo está recogido en imágenes. Se ve con claridad cómo los demás se limitan a levantar la pierna y dar un saltito por encima de él. Supongo que pensaron: oh, hay mucha gente, que se ocupe otro.

Hace años que las escaladas al Everest y al K2 se han convertido en un asunto grotesco y peligroso, en gran medida por las expediciones comerciales. Diversas empresas organizan subidas a individuos que pueden no estar en forma, pero que son acarreados en brazos por los sherpas hasta las cumbres. Digamos que es una manera carísima de hacerse un selfi en lo más alto del mundo (si Muhammad hubiera sido uno de esos clientes de pago seguro que lo hubieran salvado). Esta multitud no estrictamente deportista tapona las frágiles rutas de las montañas, creando situaciones de mucho riesgo. Lo cuenta maravillosamente Jon Krakauer en su precioso libro Mal de altura, que explica cómo uno de esos atascos contribuyó fatalmente, en 1996, a la muerte de 12 personas en la subida al Everest. Este 2023, por cierto, hubo 17 fallecimientos y concedieron un récord de permisos de ascenso a la cima: 478 personas, que intentaron coronar todas a la vez en las estrechas ventanas del buen tiempo.

Los libros de escaladores están llenos de gestas heroicas de rescate; eso, la férrea voluntad de ayudar al herido, forma parte de la épica y la ética de la montaña, lo mismo que en el mar los barcos deben socorrer a otro barco en apuros. El abandono impasible de ese pobre sherpa en el K2 no solo no tiene que ver con el montañismo, sino que es de una inhumanidad aterradora. ¿Qué nos está pasando, en qué nos estamos convirtiendo? Hay algo que me asusta y acongoja más que la maldad, y es esta ególatra y banal indiferencia.

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