Paolo Giordano: “No estoy preparado para perder a un amigo por hacer literatura”
Era físico teórico cuando se hizo famoso, a los 26 años, al escribir su primera novela, ‘La soledad de los números primos’. Hoy, con 40, el escritor italiano combina con maestría la ficción y la realidad, lo imaginado y lo vivido, en ‘Tasmania’, un libro en el que se dan cita el apocalipsis global que implica el final de la humanidad y las pequeñas tragedias cotidianas.
Las estadísticas más exóticas señalan que Tasmania es uno de los pocos lugares del mundo donde uno podría sobrevivir en caso de apocalipsis. Roma, en cambio, es probablemente el lugar donde sus habitantes podrían llegar a contribuir en mayor medida a esa autodestrucción. Paolo Giordano tiene un poco de todo ello. El escritor es una extraordinaria intersección literaria capaz de calcular y ejecutar historias en la frágil cornisa que separa la realidad autobiográfica y la ficción sin terminar aplastado. Y eso que nació en la ciudad italiana de Turín hace 40 años y nunca ha estado en esa isla de Oceanía, cuya estabilidad geológica y geopolítica la convierten en uno de los mejores lugares para ver el fin del mundo de forma apacible. Giordano, autor también del superventas La soledad de los números primos, un fenómeno editorial construido con solo 26 años, y licenciado en Física Teórica, es un tipo meticuloso, extremadamente sensible con las cuestiones sociales y capaz de narrar la realidad desde distintos planos, como correspondería a un físico de su categoría. A comienzos de julio se presenta a la cita con El País Semanal en su bicicleta (una heroicidad en Roma) y se asoma a una larga conversación sin ningún esquema promocional del libro que acaba de publicar en España y que, cómo no, se llama Tasmania (Tusquets, 2023). Un viaje extraordinario a través de un apocalipsis contemporáneo y personal.
La última vez que hablamos cancelamos la entrevista a última hora por un problema que tuve con mi hija. Octubre de 2019: el mundo estaba a punto de dar un vuelco radical.
No tengo ya aquellos mensajes porque me robaron el iphone. De modo que, tanto en el teléfono como en la propia vida, ha habido un cierto reset. Pero hemos permanecido muy refractarios a cambiar de mentalidad. Y esa es una de las ideas centrales del libro: la inercia con la que, ante la evidencia de que pueden llegar enormes cambios inesperados, seguimos con una mente gradual. Es como si la realidad nos arrastrara hacia escenarios extremos en tantos aspectos y nosotros continuásemos creyendo que el futuro será una continuación coherente con el pasado. Eso es lo que cuenta Tasmania.
Ese diluvio de acontecimientos ha provocado algo opuesto a lo esperado: empezamos a no conmovernos.
Piense en la invasión en Ucrania y en la creciente falta de capacidad afectiva. Es como si estuviéramos expuestos a los mismos ciclos: shock emotivo, presencia muy fuerte del hecho que invade el espacio mediático y luego, de forma veloz, desinterés o indiferencia. Y es algo muy ineficaz para afrontar las crisis que vivimos. Quise explorar cómo contar ese tiempo, un momento en el que las cosas cambian de una manera sustancial, pero la vida personal y la visión más íntima del mundo permanece igual. Tasmania es el resultado de eso.
El ambiente es el del fin de época. Muchos de los eventos de los que habla usted, como la reproducción, la bomba atómica o la crisis climática remiten a esa idea de colapso.
Hace muchos años que atravesamos esa idea del apocalipsis. Empecé a escribir después de un año y medio tratando la pandemia. Pero antes vivimos los años duros del terrorismo. Y esa idea del fin del mundo era un trasfondo recurrente. Leí mucho sobre los posibles escenarios del colapso. Y en un cierto momento, comencé a ser inmune y me pregunté si, en realidad, no se podría vivir con cierta mundanidad ese apocalipsis. La primera parte del libro tiene esa voluntad: admitir que, al final, lo que nos tiene en vela por la noche no es el fin del mundo, sino que tu hija se ha hecho daño en un ojo y pasa horas en urgencias, como le sucedió a usted la última vez. O un problema de trabajo, o de amistad. O que el sexo va mal. Pero no la extinción de la especie humana. Y quise integrar ambas cosas con algo de divertimento.
Este libro nació de la voluntad de contar la bomba atómica y sus consecuencias en Hiroshima y Nagasaki. Un tema tocado y, quizá, pasado de moda antes de la guerra en Ucrania…
Sucedió meses antes de que se hablase de amenaza nuclear con la invasión en Ucrania. Y, sí, parecía algo demodé. Pero ¿cuál es la experiencia más cercana al fin de la especie humana que hombres y mujeres habían ya vivido? Y quizá era la memoria de la gente que estaba ahí. Es la prueba de que la humanidad ya se ha encontrado ante cosas radicalmente nuevas, un cambio que condujo a la construcción de la cooperación, la paz y también el control. Y habla de una capacidad enorme de adaptación.
Tasmania es también una isla símbolo. Un lugar donde uno podrá salvarse en ese fin del mundo.
Es una estupidez, pero me gustaba el doble significado de una salvación de fuga para unos pocos. Me cuentan que Tasmania es muy bonita, que el agua dulce de ahí tiene un residuo fijo muy bajo, pero no he estado nunca.
¿En serio ha escrito un libro con ese título y no ha ido?
Ahora tengo un poco de ganas de ir. Pero lo que me gustaba era esa idea de que existiera. De que quien puede procurarse un plan de salvación, lo haga. Y son muy pocos. Pero representa una idea más simbólica.
Esa idea de la muerte, la salvación, la culpa… ¿No es un poco religiosa?
¿Usted es religioso?
No mucho. Al menos a la manera católica. Usted sí, ¿verdad?
Bueno, yo voy y vengo. Pero diría que de base un poco sí. Pero no me casó un cura como en el libro.
Iba a hablarle de eso… El protagonista del libro tiene las iniciales J. G., escribe para el Corriere, comparte con usted profesión, vida y proceso creativo. ¿Cómo ha recorrido esa frontera entre la realidad y la ficción?
Fue lo más difícil. Pero ha sido la intuición central del libro. Cuando entendí la relación que habría entre realidad y ficción, comprendí cómo escribirlo. Durante la pandemia trabajé mucho sobre la realidad. Una combinación de elementos que normalmente están divididos: sentimientos personales, datos científicos, políticos, medios… Ha sido un factor del presente el que me ha empujado a hacerlo. Quise no dividir las cosas entre lo que era verdad o no, lo que era narrativa o reportaje. Intenté trabajar como si todo estuviera unido. Y algunas cosas son verdad, y otras, manipuladas.
¿Diría que es autobiográfico?
Depende de lo que definamos por autobiográfico. El narrador se parece mucho a mí. Pero los hechos narrados han sido transformados a distintos niveles. Algunos personajes son reconocibles por los protagonistas, otros no. Al final es una novela inventada, pero me interesaba que fuera tan real que se pudiera sentir como factualmente verdadera.
Pero al final su libro es también un ejercicio de posverdad.
Sí, pero deliberado. Es una vía que me interesa mucho porque habla de lo que nos pasa. Hemos visto de manera explícita esa relación entre hechos, opinión sobre los hechos y emotividad. Lo vimos mucho en la pandemia. Todo se basa en una opinión binaria. Pero ¿cuál es el proceso para formarla? ¿Cuánto influyen algunas cosas que pasan fuera en nuestra vida íntima y cuánto lo que nos pasa influye en esa opinión?
La idea del rencor que ha movido tantos movimientos en la última década. Los populistas, la ultraderecha. Incluso en ese concepto de los Incel: célibes involuntarios cuya frustración conduce al voto de determinadas opciones autoritarias.
La frustración sexual ha jugado un papel importante en la vida de la gente. Y eso tiene que ver con el libro. Un momento en el que la discusión de un cierto modelo masculino dominante está conduciendo a una deriva política. La idea de la confirmación de esa masculinidad lleva a un tipo de elección. Es una inseguridad personal, sexual y de frustración que condiciona esas inclinaciones ideológicas. En el libro hay un personaje a quien le sucede casi de forma satírica. Y no es alguien de ultraderecha, sino uno de tantos progresistas que de un día para otro se descubrieron populistas. Convierte una frustración personal en un dato objetivo y manipula los hechos. ¿Cuántas veces sucede en las campañas electorales? Sobre todo en la derecha. Se construye una teoría política en torno a una necesidad de escuchar algo determinado procedente de una exigencia emotiva.
En el libro su padre se refiere a ello como la desmasculinización.
Mi padre me hablaba mucho de eso. Pero más referido al tema médico de las hormonas en el agua y en la carne. Pero yo siempre he tenido una masculinidad sui generis. Con un discreto fastidio hacia ese modelo masculino opresor que todavía campa mucho en nuestra cultura y vuelve ahora a estar en auge. En Italia vivimos esa paradoja: un liderazgo femenino, pero con una postura menos feminista [se refiere a Giorgia Meloni, presidenta del Consejo de Ministros].
Es difícil combatirlo. Ella será un ejemplo para muchas mujeres.
No quiero entrar en ese debate. Me parece una personificación excesiva de algo que me interesa de forma sistémica y cultural. Aunque los símbolos sean importantes… En el sentimiento del tiempo hay una restauración de un cierto dominio masculino. Pero es la impresión volátil de un escritor. Hay una cierta reafirmación de un esquema de familia, de natalidad… Y no era lo que hace 20 años imaginaba que sería el curso de las cosas.
¿Se ha hecho todo bien en esa transformación?
Los cambios provocan reacciones. Pero nunca imputaré a quien no es dominante la responsabilidad de las reacciones. Nunca. Y eso pasa en muchos países y niveles.
Esa cultura de la cancelación que usted también cita…
Ha habido mucho una idea de esa cultura. Quizá en EE UU se ha llegado a eso. Pero en Italia es esperpéntico invocar esa cruzada contra la cultura de la cancelación. Aquí todos pueden decir cualquier cosa, por nefasta que sea. Es un argumento demagógico, bien utilizado por la derecha, pero escasamente factual. Novelli, el personaje de la novela, se estrella contra un enemigo imaginario porque no acepta el hecho de haber sido derribado él mismo. Manipula la situación convirtiéndola en una teoría. ¿Tú cómo llevas lo de la masculinidad?
Hago lo que puedo. ¿Por?
Porque es algo que presiona mucho sobre las comunidades LGTBI, sobre las mujeres. Pero también sobre los hombres heterosexuales.
Es un momento difícil para las certidumbres. Pero no me meta en ese jardín.
Sí, salgamos un poco, porque dos hombres hablando demasiado de feminismo no tendría mucho sentido. Pero piense en las familias y la cosa parental. En Tasmania es central la idea de la búsqueda de un hijo que no llega. Pero hay un hijastro que el protagonista cría. Y eso es un recorrido íntimo para aceptar que puede ser una paternidad, distinta, no biológica. Y es un tema del debate italiano ahora. En realidad, hay situaciones de facto que vivimos con cero grados de separación que son mucho más convencionales que un cierto tipo de pensamiento querría presentarnos. Ya están en nuestro sistema afectivo y en nuestra rutina. Es como si existiera una fantasía de recatalogar una realidad ya establecida. A veces nos cuesta más autorizar relaciones que vivirlas.
¿Toca deconstruirse?
El libro intenta hacerlo un poco. Desde dentro. Me gusta la palabra deconstrucción, pero también demolición. Esos caracteres masculinos del libro son todos un intento de pasar a través de la puerta de la fragilidad masculina. También cuando llegas a una edad que te obliga a repensar algunas cosas, como un divorcio. Me interesaba la paradoja entre la educación y las respuestas a la vida. En el libro son todo personajes altamente educados y políticamente sensibles, pero algunas vibraciones personales rompen ese sistema de pensamiento. Supongo que eso es una deconstrucción. ¿Tú cuántos años tienes?
Tengo 43. Pero, a propósito de la edad, usted habla de otro asunto autobiográfico como amar a una mujer mayor.
Gran tabú social. Estoy con una mujer 10 años mayor y he sentido la violación de un principio de cierta masculinidad. El estereotipo: como macho desearás siempre a la mujer más joven. Y si eso no es algo que deba desmontarse, ya no sé qué debería serlo. Sabemos muy bien que lo contrario está socialmente bendecido. Y sigue intacto.
¿Lo sufrió?
No fue fácil. Ni para mí ni para ella. Pero al final si uno consigue abrir el camino de los afectos y el sentimiento, pone situaciones sobre la mesa superiores a todo a ese sistema.
El otro gran tema es la reproducción, todo el proceso de crear una nueva vida. Supongo que también pasó por eso.
Sí, pero no quiero entrar mucho en eso.
Pero lo ha publicado en un libro donde lo explica a todo el mundo.
A través de la literatura puedes decir las cosas sobre las que tienes más pudor, las menos presentables. Y alguien como yo, justamente, escribe para lograr hablar de cosas así. Pero soy muy privado, reservado. Es una contradicción, ya lo sé. Pero define lo que para mí es la escritura. Yo sé que en un libro me estoy comunicando con personas más tolerantes, abiertas y dispuestas a la fragilidad y a la anomalía, a la experiencia que recorre el error. Me juzgan menos. Pero eso no sucede cuando uno habla de forma directa de sí mismo. Encuentra gente con prejuicios y más esquemática. Y ese es el lugar donde puedo explorar cosas.
¿No teme que la realidad le pase factura? Me refiero a su esposa, sus amigos, su propia conciencia…
Lo tengo en cuenta. Pero intento ser lo más respetuoso posible con la gente que puede sentirse involucrada. Nunca hago delaciones de la vida de los otros, cojo algunas partes, y algunas personas pueden sentirse identificadas. Pero intento que todos los que puedan sentirse aludidos lean el material antes. Es delicado. No estoy preparado para perder un amigo importante por hacer literatura. Esto puede ser también un trabajo sanguinario. Y a mí me interesa la calidad de mis relaciones.
¿Si no son amigos no es problema?
El problema no son los trazos de realidad biográficos. El problema se desencadena cuando entras en el detalle de los sentimientos, de las intenciones y el dolor de los demás. Y mi contrato con ello pasa por no herirlos ni ser oportunista con su experiencia.
¿A quién pertenecen las historias? ¿A quien las vive o a quien las cuenta?
Doy un gran valor a la literatura. Pero no la pondría por encima de las personas. Lo que hacemos es escribir libros, vender libros. Y lo hacemos con material sensible que prefiero tratar con el máximo de la delicadeza de la que soy capaz.
Lo de la reproducción que usted toca se lo decía también por el fracaso que a veces entraña…
Yo, como el protagonista, tuve que hacer un pequeño luto personal, aceptando que en un cierto momento ya no sucedería. Y es un luto extraño. El libro cuenta cómo esa historia te atraviesa, pero, sobre todo, cómo renuncias a una idea. Lo escribí desde una perspectiva ya lejana. Estaba un paso más allá, más pacificado. Pero la renuncia a una idea, en ese caso, te hace sentir impotente. Lo que me interesa en el ámbito colectivo es que hay caminos muy dolorosos. Y lo son más porque se desarrollan en un clima de secretismo parcial o total porque existe todavía estigma en torno a ellos. Y eso hace descargar mucho más la frustración internamente.
¿Cómo qué?
El otro día el Gobierno italiano hablaba de invierno demográfico. Una expresión así, con tan poca delicadeza, llega como una patada contra las personas que se encuentran atravesando una situación tan dolorosa.
¿Cómo definiría a la derecha de Giorgia Meloni?
Una derecha de verdad que intenta ahora pasar del extremismo a esa idea de conservadurismo. Pero la red de afinidad en Europa es muy clara. Y no es irrelevante. Es muy difícil salir de ahí y reinventarse.
Todo viene, en parte, de Silvio Berlusconi. ¿Cómo se sintió con su muerte?
Estaba en Barcelona, y en parte me alegré de no formar parte de esa… Hay momentos en los que uno puede priorizar razones humanas y recordar que hablamos de una persona significativa. Pero escuché frases como “más allá de lo bueno o lo malo…” o “más allá de cómo se piense…”. Y lo decían también personas de izquierdas. Me inquietó mucho. No puedo imaginar la figura de Berlusconi más allá del bien o el mal, o de cómo se piense. Atribuyo a su época mucha responsabilidad de lo que pasa hoy.
Mucha gente cita ahora la frase del cantautor Giorgio Gaber: “No temo a Berlusconi en sí, sino al Berlusconi en mí”.
Rechazo completamente esa idea. Si hay un arquetipo de Berlusconi en los italianos me sabe mal. No veo ese Berlusconi en mí que pide ser consolado. Una idea de masculinidad, entre otras cosas, que rechazo completamente.
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