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Xita Rubert: “La relación verdadera empieza cuando no hay intercambio de ningún tipo”

Con 27 años y solo un libro, ya apunta a valor seguro. ‘Mis días con los Kopp’ es una crítica al aislamiento de la élite académica frente a la realidad que la rodea. Es una de las obsesiones de esta profesora nacida en Barcelona, hija del filósofo Xavier Rubert de Ventós y la escritora Luisa Castro

Xila Rubert
Xita Rubert, en Barcelona.Gianfranco Tripodo
Anatxu Zabalbeascoa

Su novela Mis días con los Kopp se acaba de traducir al alemán y al portugués, y Xita Rubert (Barcelona, 27 años) está a punto de emprender un viaje para presentarla en Brasil. Cauta, incluso dulce, es, sobre todo, muy clara: “Estoy escribiendo una novela que creo que será interesante. Y espero que sea divertida. Tal vez porque me interesan cosas que son duras, ¿cómo vas a hablar de eso llorando?”.

Cuenta que llega de Atenas. Viene de estudiar griego antiguo, que añade a los idiomas que ya habla: gallego, catalán, castellano, inglés, francés o italiano —”es que mi madre estuvo viviendo allí [Luisa Castro dirigía el Instituto Cervantes de Nápoles]. Me encanta, pero los italianos no me gustan mucho”—. Vive a caballo entre el Eixample barcelonés y Nueva Jersey, donde da clase en la Universidad de Princeton al tiempo que concluye su doctorado dedicado a la belleza de la demencia.

¿Por qué le interesa la locura?

Mi tesis investiga la ignorancia fingida o la inocencia impostada porque hay personajes en la vida y en la ficción que hacen eso. El que se hace el tonto suele ser listo. Y retrata a su entorno.

¿Usted lo hace?

A veces finjo saber menos de lo que sé. La mayoría de los personajes que he investigado son mujeres. O niños, que fingen que no oyen. O enfermos. Mi padre lo hizo al final de su vida. Creo que veía que lo empezaban a tratar como a un enfermo y, cuando llegaba gente a visitarlo solo para sentirse bien, se hacía el dormido.

¿El loco es resolutivo?

Se pone por delante. Busca subterfugios para no hacer lo que no quiere hacer. La literatura está llena de esos personajes.

¿Por ejemplo?

Sócrates. Lo consideramos el gran filósofo, pero en los Diálogos de Platón aparece medio desnudo, sucio y va de tonto. Dice: “Pero explícame esto otra vez”, y acaba desmontando el discurso del otro sin dar nada por hecho. Por muy sensibles que nos creamos, como sociedad penalizamos la diferencia: el que se expresa distinto, el que tiene una discapacidad física.

¿Qué la ha acercado a la demencia?

La enfermedad de mi padre, está claro. Lo diagnosticaron cuando yo tenía 17 años. Pero de niña ya me fijaba en lo distinto. Crecí en Santiago de Compostela. Y veía a un hombre en la calle sin brazos ni piernas que se movía sobre un skate. Era básicamente un tronco, pero podía controlar los movimientos, excepto con lluvia. Con la calle convertida en río…, el agua se lo llevaba.

¿Nunca habló con él?

No. Escribí sobre él.

Que los locos son más libres ¿es un mito?

Sí.

La locura ¿es dolor, incomprensión, aislamiento?

La locura es lo que cada sociedad en cada momento ha definido como locura. Cuando alguien es distinto o no se expresa según las costumbres, se le califica de excéntrico o de loco. Las enfermedades mentales son dolencias reales. Lo bueno de la literatura es que, al contrario que los discursos buenistas o políticos, puede meterse en esas vidas y no tratarlas con condescendencia. Cuando estás con alguien desvalido, hay gente a la que le das pena. Pero, siendo duro llegar hasta el fondo de algo o alguien, eso te cambia, te amplía el mundo. Mi padre no murió el que era. Nació otro antes de morir… Cuando no le salían las palabras, nos inventábamos otras. Creamos un lenguaje. Y nos partíamos de risa.

Reivindicaba “el placer intenso”. ¿Fue un hombre libre?

Bueno…, lo hacía como un hombre de su época. Tenía rasgos de una persona libre, pero también de un hombre educado con patrones del siglo XIX. Seguramente por el tipo de familia de la que venía. La gracia de nuestra relación es que yo soy plenamente una mujer del siglo XXI.

La escritora Xita Rubert posa en el balcón de la sede de la editorial Anagrama, en Barcelona.
La escritora Xita Rubert posa en el balcón de la sede de la editorial Anagrama, en Barcelona.Gianfranco Tripodo

¿Qué es ser una mujer del siglo XXI?

Alguien que puede ser cualquier cosa. No opero con imágenes de lo que es una mujer. Creo que eso es algo que crean los hombres.

¿Se conoce mejor a alguien desvalido?

Puede que sí. Desvalidos estamos despojados de todos nuestros recursos sociales y del enmascaramiento.

¿Nos construimos para librarnos del miedo?

Para podernos relacionar desde la imagen que queremos que los demás tengan de nosotros. Desvalido no tienes ni imagen. Justo por eso —no soy religiosa, pero a veces me parece que es el lenguaje más apropiado—, yo he tenido un sentimiento como de milagro al ver a personas mayores acompañadas de su pareja o de cuidadores que las protegen. Cuando estás desvalido no tienes nada que ofrecer. Te quedas sin lenguaje, a veces sin movimiento, sin inteligencia, y que te quieran por puro existir es…

Milagroso.

Estamos acostumbrados a tener que aportar algo a las relaciones. Lo milagroso para mí ha sido ver cómo la relación verdadera empieza cuando no hay intercambio de ningún tipo.

“Vivimos con dignidad, miedo y alegría hasta el final”. Así se despidió de su padre en el obituario que escribió. Mucha gente vive los últimos años de un progenitor como una pérdida de parte de la propia vida. ¿Cómo supo transformarlo en una lección de vida?

Bueno…, yo he mostrado la parte del privilegio. La otra va por dentro. Sentí la carga. Si no, sería un ángel, justo lo que piensan muchos hombres que son algunas mujeres.

¿Su hermano no lo cuidó?

Cada uno tiene su manera de cuidar. Fue complicado. A partir de cierto momento, mi padre pensaba que yo era su madre. Tuve que tomar distancia. Pero ya la había tomado antes de la enfermedad porque era muy envolvente. Si no hubiera tenido mi vida, creo que no hubiera podido cuidarlo, me hubiese aniquilado.

¿Cómo se aprende a tomar distancia de alguien que te quiere y te reta intelectualmente?

Con apoyo. Yo lo quería mucho, pero no era la única persona de mi vida. Estaban mi madre y mis compañeros. Y tengo una vocación. Siempre me agarré a escribir. No sentí que mi vida se redujera a cuidar a mi padre.

¿Sus padres se separaron cuando usted tenía…?

Cuatro años. Tengo recuerdos de la casa de Barcelona. Había un gato gordo que se llamaba La Senyoreta Calçotets. Luego nos fuimos con mi madre a Santiago. No fui consciente de que ella era escritora hasta la preadolescencia. No compartía esa parte de su vida con nosotros. Era nuestra madre. Hacía la compra, nos metía en la cama… Mis padres han sido muy cariñosos y no son narcisistas. Fueron padres cercanos. Nunca los vi como una escritora o un filósofo.

¿Los ha leído?

Más adelante. Sobre todo a mi madre. Y ahí empecé a admirarla. Pensé: qué fuerte, hay dos escritoras en la familia. ¡Como si ella no hubiera estado escribiendo siempre! [risas]. Pero mi referencia era mi tía Rosa, que es guionista. Ella se iba al plató. Y alguna vez me llevó. Me fascinó el artificio. Sentía que escribir era trabajar construyendo escenas y personajes.

Natalia Ginzburg distinguía entre escribir planificando, es decir, construir, y dejarse invadir por el desorden, lo que supondría desahogarse.

La construcción es un esfuerzo, pero también tiene momentos de desahogo. Crees que estás escribiendo una novela, pero es una trampa que te pones para poder confesar según qué cosas.

¿Por ejemplo?

Los sentimientos hacia una persona a la que le falta un hervor y cuyos padres deciden ver como un artista.

Sucede en su novela Mis días con los Kopp. ¿Se la dio a leer a su madre?

Se la envié diciéndole que sentía que tenía una primera novela. Creo que le gustó. Me la rechazaron algunas editoriales, pero me alegró que las que me gustan —Periférica y Anagrama— se interesaran. Fue doloroso elegir, pero Anagrama es… Te tratan como lo que tú quieres ser: un escritor que va a continuar escribiendo.

¿En qué idioma piensa?

Siempre hablé gallego con mi madre y catalán con mi padre. En Estados Unidos pienso en inglés.

Ha vivido una dicotomía entre Galicia y Barcelona, lo rural y lo urbano, el oficio de su abuelo materno —manual— y el de sus padres —mental—. ¿Sentía que debía elegir?

Creo que es una suerte tener puntos de vista extremos. Mis abuelos, pescadores, vienen de una familia de campesinos. Mi madre y mi tía Rosa fueron a la universidad, y la familia de mi padre es lo contrario: burgueses. Esa distancia me interesa. El tipo de historias que cuento es el de alguien que observa lo absurdo.

De haber crecido en Barcelona junto a su familia paterna, ¿hubiera sido distinta?

Creo que mucho menos inteligente.

Su padre era burgués, socialista e independentista. ¿Usted dónde está?

Tengo impulsos. Observo a las personas y cuando veo un comportamiento que no es de recibo intervengo.

No parará…

No quiero normalizar lo que no puede ser normal. Pero en según qué ambientes es más efectivo hacer que no te enteras que atacar de frente. La literatura es el modo subrepticio de protestar.

“En ciertos ambientes es más efectivo hacer que no te enteras que atacar de frente. La literatura es el modo subrepticio de protestar”, dice Xita Rubert.
“En ciertos ambientes es más efectivo hacer que no te enteras que atacar de frente. La literatura es el modo subrepticio de protestar”, dice Xita Rubert. Gianfranco Tripodo

¿Es una rareza que alguien de su edad lea?

Bueno…, veo que todo el mundo está con el móvil: leemos lo que le pasa al otro. Y vemos ficción televisiva. Hay gente muy inteligente escribiendo guiones. En Mis días con los Kopp lo más importante no es lo que dicen los personajes, sino cómo actúan. Y para explicar eso, lo audiovisual tiene más recursos que lo literario. En el cine mudo los gestos son psicoanalizables.

¿Ha hecho terapia?

Cuando he tocado fondo. No me resulta fácil hablar de esto… Cuando mi padre empezaba a no estar bien y no se dejaba cuidar. Él quería ser independiente hasta el fin de sus días y era difícil intentarlo. También en la adolescencia. Pero creo que me ordeno y salgo adelante. Tiene que ver con mi madre. Aunque no lo piense a diario, sé que está ahí.

¿Por qué nos cuesta molestar?

El momento bonito de cuidar a alguien es cuando te pones en sus manos y te dejas cuidar. El cuidado siente agradecimiento y el cuidador le ve sentido a lo que hace. Dicho esto, me cuesta molestar. Vivimos en un mundo acelerado. Es como si no fuéramos seres humanos, sino sujetos productores.

¿Cómo cambiarlo?

Entrando en la vida de las personas. Creo que los móviles nos están quitando la capacidad de poder estar quietos, sin pensamiento enfocado en algo que está fuera de ti. Que te interesen los demás no como objetos es una educación de la sensibilidad. La literatura ayuda a desclasificar. De pronto un personaje que es un gran cabrón es tierno. O gente aparentemente tierna es peligrosa.

¿Le dolía que sus padres no estuvieran juntos?

Nunca fue un problema. No se llevaban bien.

No se llevaban bien, pero protagonizaron la “locura” de creer que el amor podría con todo.

Se querían muchísimo. En los últimos años mi madre ha estado con él, y conmigo para poder estar con él. Somos una familia. Siento gratitud por lo que tengo.

¿No siente la necesidad de contar el otro lado de la historia, como hizo su madre, Luisa Castro, en el libro La segunda mujer que tantas devoramos?

Todas lo devoramos. Es el primer libro del #MeToo, ¿no? Estuvo, observó y describió. No hizo más.

En una escena, su madre deshoja una lechuga. La abuela Conxita se acerca y le pregunta: “¿La limpias con las manos?”.

[Risas] Claro. Es que ella no cocinaba. Por eso digo que tuve la suerte de crecer en un entorno más humilde. Con menos distancia con las cosas humanas, como la enfermedad, el dolor o la muerte.

Su padre reivindicaba el placer intenso.

Alguien puede ser filósofo y reivindicar algo, pero la herencia emocional es cómo te educan. Pese a ser una persona amorosa, es posible que se sintiera solo. Algunos padres lo pueden dar todo pero si no te han protegido…

¿Cómo se protege a una persona?

Aceptándola como es. Algunos chicos creen que te deben prometer algo para siempre. Cuando lo más que puede darte una persona es conocerte y dejarse conocer. En mi generación no he visto competencia entre mujeres. Y sí envidia en el mundo de la cultura. Sobre todo en los hombres, como si se sintieran destronados cuando a una mujer le va bien. Creo que en el fondo hay bastantes hombres que se preguntan qué hacen las mujeres tomando la palabra.

“Cuando piensan que los queremos, ni los seres salvajes son peligrosos”. ¿Amar o no amar, esa es la cuestión?

Curiosamente, sí. Más que ser o no ser. Es una tragedia ser sin amar y sin que te amen. Y no hablo del amor sexual. Pero hay una perversión: comunicar amor es una manera de domar.

Su generación ha ampliado los géneros, las opciones sexuales. ¿Defienden la libertad o el amor?

No es tanto la libertad sexual, de los setenta, como la expresión: poder demostrar en público quién eres. Esa batalla no sé si está ganada. Creo que en parte el festival, el espectáculo del Orgullo Gay, es un modo de no ocuparse de que en el día a día uno pueda salir por la calle con quien le dé la gana.

¿Es una responsabilidad tener hijos siendo mayor?

Lo que importa es el tiempo que pasáis juntos. El modo en que esa persona se queda en tu manera de mirar.

“La decadencia de la salud (lentitud) no es lo mismo que la corrupción del comportamiento (crueldad, depravación)”, ha escrito.

Procuro apartarme de quien cree que una persona muda no habla y un ciego no puede ver… Evitar mirar lo problemático o lo diferente es evitar vivir. No me gusta la palabra empatía porque se ha convertido en un eslogan que utilizan los menos empáticos, pero sé que se educa con la acción. Al final es difícil hacer lo que no han hecho contigo.

¿Tuvo una adolescencia difícil?

Me sentía muy protegida por mi madre. Mucho. Mi gran suerte ha sido crecer a su lado. Soy el ser que soy porque mi madre les da la vuelta a las cosas y se parte de risa cuando te quieres morir. Y, claro, cuando es ella la que se quiere morir, soy yo la que la hago reír.

Lleva el nombre de su abuela paterna.

Xita es de Conxita, sí. La recuerdo sentada con un hilo de voz y manos temblorosas. Cariñosa. Pero no la llegué a conocer. Mi abuela Rosa es como una filósofa japonesa. Tiene un saber ancestral y llevaba a mi abuelo por donde le daba la gana. Así crecí yo: viendo a mujeres que trabajaban, tenían ideales y decían lo que les daba la gana. Aunque mi abuela se ocupaba de la casa y del huerto, no la siento lejana. Vivía el trabajo como un deber y con agradecimiento. Para mí la escritura no tiene tanto que ver con la inspiración como con el trabajo. Cuando le dedicas suficiente tiempo, surge algo. Igual que, si le dedicas tiempo al huerto, consigues más cosas.

Con mujeres tan fuertes, ¿cómo crecen los hombres?

Como deben ser [carcajada]. Mi hermano es dulce, gentil y estudió Genética.

Ve lo bueno en todo. ¡Parece que tenga 70 años!

¿Qué vas a hacer si no? Creo que soy una persona abierta. Eso tiene un lado bueno y otro malo. A veces no sabes por qué te has metido en según qué situaciones. Digo que no a muy pocas cosas.


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