Parques hipoalergénicos: otro reto verde
Paloma Cariñanos, experta en aerobiología, se ha propuesto que los espacios verdes dejen de ser una tortura para los alérgicos. Recorremos con ella el parque en Granada donde empezó todo
Un hombre con sombrero de paja se agacha con dificultad para beber de una fuente. Cuando vuelve a erguir la espalda, alza la cara hacia el cielo dejando ver un rostro atravesado por las arrugas. El sol ya calienta aunque aún no son ni las 10.30. El bebedor de agua, tras mirar a su alrededor, enfila sus pasos hacia el paseo de los tilos del parque Federico García Lorca de Granada, donde unos árboles de copas frondosas sacuden sus pequeñas flores amarillas llenando el aire de un olor dulzón. “Los tilos son de climas más fríos, pero como aquí tenemos la sierra, siempre se han adaptado bien”, puntualiza Paloma Cariñanos (57 años), bióloga, profesora titular de la Universidad de Granada en Botánica y Farmacia y vicepresidenta de la Asociación Española de Parques y Jardines Públicos. Fue en este parque, que hasta finales de los ochenta perteneció a la familia del poeta que le puso nombre y en él poseía la Huerta de San Vicente, una casa de veraneo rodeada de una vega fértil en la que Lorca escribió, entre otras obras, Bodas de sangre y Yerma, donde Cariñanos empezó hace unos 15 años los innovadores estudios de aerobiología que le dieron prestigio en el mundo científico. “Siempre ha sido un parque que me ha gustado mucho y fue de los primeros a los que le aplicamos el índice de alergenicidad porque, al ser parque urbano, también tenía la carretera cerca y eso condicionaba los valores”, cuenta la bióloga sobre este espacio de 71.000 metros cuadrados y más de 80 especies distintas de árboles, arbustos y plantas. Aunque la carrera de Cariñanos empezó en la Universidad de Córdoba, no cogió altura hasta una década después, cuando consiguió una plaza en la Universidad de Granada. Allí unió sus esfuerzos a los compañeros especialistas en flora urbana ornamental para crear el primer índice de alergenicidad de zonas verdes urbanas que luego fueron aplicando a otras ciudades españolas y europeas y que actualmente ya ha analizado 200 parques. Cuando analizaron el parque Federico García Lorca, el índice les arrojó un resultado: 0,14 en alergenicidad. “Era un valor que no sabíamos interpretar, sin contexto alguno”, confiesa la investigadora.
Después crearon una escala que iba de 0 a 1, siendo el 1 un valor de máxima alergenicidad para las personas que respirasen el polen del espacio verde. Sin embargo, un espacio con un valor superior a 0,30 ya provoca síntomas y problemas de salud a los alérgicos. Y si el parque de Granada se situaba en 0,14, había otros como el parque de la Alamedilla de Salamanca que arrojaba un valor de 0,87 o el moderno parque de la Aljafería de Zaragoza con 0,60. Es decir, nada recomendable para los alérgicos al polen.
Los espacios verdes tienen un efecto restaurativo sobre la salud mental
“Uno de los principios fundamentales de los espacios verdes es que sean lugares que generen el mayor bienestar posible a los ciudadanos. Generan sombra, participan en la mitigación de la contaminación atmosférica; como tienen el suelo permeable, también favorecen que el agua se filtre y que no se genere escorrentía. También tienen un efecto restaurativo sobre la salud mental”, explica Cariñanos. El problema ocurre cuando el espacio verde en vez de ser beneficioso se convierte en la causa directa de dolores de cabeza, moqueo, estornudos como de ráfaga de ametralladora y picores en ojos y garganta.
En España, el 30% de la población es alérgica al polen (hay lugares peores, como Tokio, donde el 50% de la población es alérgica). El calentamiento global además está alargando las épocas de floración. Los árboles empiezan a soltar polen antes y acaban más tarde por culpa del calor. Así, una persona con alergia al ciprés, al olivo y al plátano de sombra puede pasarse, perfectamente, de febrero a junio estornudando. Pero el verdadero problema llegó cuando Cariñanos y los investigadores descubrieron un dato que no se podía pasar por alto: los espacios verdes con mayores índices de alergenicidad eran precisamente los que tenían más presencia de cipreses, olivos, arces, olmos y plátanos de sombra. Es decir, eran lugares que habían sido planificados y plantados con cuatro o cinco especies, siempre las mismas, creando unas arquitecturas verdes homogéneas, sin diversidad y, además, altamente alérgicas. ¿Por qué precisamente esas especies llenan los parques españoles? “Porque son baratas”, sentencia la investigadora, “los departamentos de urbanismo y de jardinería de cada ciudad lo que buscaban eran plantas que funcionaran muy bien en la contaminación, que soportaran la poda, que no necesitaran mucho mantenimiento, porque eso también precisa de recursos tanto humanos como monetarios. Y la tradición de jardinería urbana o de paisajismo iba diciendo: ‘Estas son las plantas que mejor funcionan’. Y eso es lo que lo que se iba haciendo de forma rutinaria”.
Los departamentos de urbanismo buscaban plantas que funcionaran muy bien en la contaminación, que soportaran la poda, que no necesitaran mucho mantenimiento
Parte de esa rutina conformó también en los departamentos de urbanismo de las administraciones una ley no escrita: plantar solo ejemplares de sexo masculino. “Por eso decimos que hay que feminizar los espacios verdes”, cuenta Cariñanos sentada en un banco a la sombra de varios álamos que mecen sus hojas con el aire caliente. De vez en cuando, en los silencios que se producen durante la conversación, una tórtola emite un arrullo suave encima de nuestras cabezas. “Por ejemplo, el Ginkgo biloba tiene árboles que son solo de sexo masculino y solo de sexo femenino. Y como los de sexo femenino son los que generan el fruto, pues entonces se han ido eliminando porque el fruto cae al suelo, ensucia o huele mal. Y entonces, ¿qué hacen? Se seleccionan clones solo de sexo masculino. Y en ese caso la emisión de polen no se ve, pero se siente”, explica la investigadora, y rápidamente aclara: “Sí, efectivamente, estamos hablando de sexismo botánico”.
Los árboles de sexo masculino emiten polen. Los de sexo femenino lo reciben y producen el fruto. Si eliminas al sexo femenino, obtendrás una enorme masa verde escupiendo polen listo para polinizar pero que no encuentra receptor y se queda flotando en el aire. “No hay que olvidar que el polen es el gametofito masculino de las plantas, luego es fundamental para la reproducción. Las plantas que utilizan el viento como vector de polinización emiten y producen enormes cantidades, varios billones de granos de polen por árbol, por planta, para asegurarse de que al menos uno llega a la parte femenina y fecunda”, explica Cariñanos. Por cierto, el césped también es un problema. “El césped es de la familia de las gramíneas y hoy en día se consideran el alérgeno mayoritario mundial y está presente en todos los ambientes, desde la pampa argentina hasta la taiga rusa”, apunta Cariñanos.
Los granos de polen del ciprés o del olivo o de las gramíneas son detectados por nuestro cuerpo como un agente externo que ataca el sistema inmune. De ahí nuestra exagerada reacción de protección frente al polen. Por el contrario, los árboles frutales como el peral, el ciruelo o el naranjo no usan el viento para polinizar, sino a los insectos. El polen se queda pegado a su cuerpo y es transportado de una planta a otra. Con lo cual, no necesitan producir una gran cantidad de polen para expulsar a la atmósfera y eso minimiza los riesgos de alergia en humanos. “Lo que tenemos que hacer es minimizar los efectos negativos. Y ahí es donde entra el tema de la alergia. Una zona verde no puede excluir a las personas con sensibilidad al polen”, dice la científica.
Lo que tenemos que hacer es minimizar los efectos negativos. Una zona verde no puede excluir a las personas con sensibilidad al polen
Las primeras investigaciones de Cariñanos sobre los espacios verdes ornamentales no fueron recibidas, precisamente, con entusiasmo por las administraciones. “Nos acusaron de demonizar ciertas especies, pero no es lo que buscamos, buscamos que se puedan introducir otras en los espacios verdes que no produzcan tanto daño”. Hoy, sus consejos son escuchados cuando se planea un nuevo espacio verde. “Antes todo quedaba en manos de paisajistas que a lo mejor elegían tal o cual planta por su estética o porque crecía rápido. Ahora ya hay cada vez más espacios en Zaragoza, en Valencia o en Madrid donde antes de proyectarlos me llaman y me preguntan mi opinión pensando en el ciudadano”.
Se podría pensar que después de establecer las pautas para generar ciudades con parques más hipoalergénicos, Cariñanos ya ha conseguido todas sus metas. “Ah no, eso en ciencia nunca se puede decir, lo de ya he demostrado todo. No, porque entonces, ¿qué me queda? Bueno, pues seguir mirando los parques y ver qué podemos hacer con ellos. Yo nunca diré que ya he llegado al final”. A pesar de todo, cuando echa la vista atrás, cuenta que los principios en la investigación no fueron fáciles. “Más de una vez pensé en tirar la toalla”, admite. Para poder estudiar la carrera, Cariñanos dependía de becas que llegaban a finales de curso. Un día decidió mandarle una carta a José María Maravall Herrero, ministro de Educación y Ciencia durante los dos primeros Gobiernos de Felipe González. En la carta escribió: “Soy hija de viuda con siete hermanos y no tengo la beca todavía, y la necesito para poder estudiar”. El ministro le contestó. “La verdad es que no sé si fue él o alguien de su equipo, pero me respondieron y me dijeron que se iban a tomar las medidas. Y se tomaron porque recibí la beca”, relata Cariñanos, y añade: “Me esforcé. No digo que los demás no se esforzaran, pero en mi caso tuvo que ser obligatorio el esfuerzo porque tenía que mantener la beca”. La botánica vuelve a echar un vistazo a su alrededor y de pronto dice como en una íntima confesión: “Las plantas son un mundo muy fascinante, ¿no?”, y prosigue: “Tienen su propia forma de relacionarse, su manera de comunicarse… Yo veo a los veganos o vegetarianos, y no es una crítica ni nada, pero también tienen que ser conscientes de que comer vegetales es comer seres vivos”.
Al parque Federico García Lorca acaba de llegar un nuevo grupo de jubilados para dar un paseo. Varias abejas se posan sobre unos arbustos de abelia y una gran comunidad de acantos alzan sus gigantes espigas hacia el cielo. Fue precisamente en sus formas en las que se inspiraron los árabes al crear los capiteles almohades que pueden verse en el Museo de la Alhambra. “Nos hemos urbanizado en extremo y hemos empezado a utilizar el campo como un sitio ajeno en el que escapar de la ciudad”, piensa en voz alta Cariñanos. Por el momento, seguirá trabajando para repoblar la ciudad de árboles, arbustos y plantas. Eso sí, con especies lo menos alergénicas posible.
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